"La ciencia, muchacho, está formada de errores, pero de errores que conviene cometer, porque conduce poco a poco a la verdad" Julio Verne
Caruso se adelantó al reloj ,aclarándose la garganta. Serían las ocho u ocho y media de la mañana. Levantó la persiana, permitió que la brisa de las alturas depurase el viciado ambiente y echó una mirada a la ciudad, diciéndose:
—Amanece en los exteriores... del "Carlos Tartiere".
No podía evitar decir "Carlos Tartiere" si antes se mencionaba "los exteriores de". Estaba repleto de estos "clics", botones que hacían hablar al muñeco, repetir su disco como un lorito.
Hubiera preferido enfrentar un bosque, montañas al fondo y un río, pero lo que había era una amplia panorámica de cemento rampante culminada con el perfil de una vieja catedral, matriarca apartada por el resto de edificaciones. Vivir en el octavo piso frente a su colegio, con las vistas que liberaban a sus pies el inmenso patio de recreo, ofrecía ventajas. Por encima solo está el ático y en él vive la familia del portero.
A su derecha, alejado y junto al hogar de quien fue su único mejor amigo, se elevaba el edificio residencial más alto de aquella avenida y de toda la ciudad: 45 metros bajo una licencia dudosa que albergaba catorce plantas. No se volvió a permitir la construcción de un monstruo similar, horrible, cubierto de ladrillos por los cuatro costados.
La algarabía de las diferentes horas de recreo en temporada escolar, cuando retiraban los bretes que encerraban aquel ganado menudo, era un martirio para los oídos de miles en el vecindario. Ahora, por el contrario, la quietud y las escasas actividades veraniegas permitían escuchar otros sonidos.
El trinar agudo, en perfecta coreografía, de un buen número de golondrinas surcando a gran velocidad el vasto espacio vacío entre otros edificios y su casa, lejos de molestar, le resultaba hermoso. El olor vespertino del amanecer recién extinguido o el lejano devenir de los segundos en el reloj de péndulo del salón parecían anunciar buenas nuevas.
Pero de pronto su mirada quedó perdida en un punto central de aquel patio donde, de forma habitual, lo pasaba mal con demasiada frecuencia por:
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La necesidad de esperar a que el chorro de lodo estudiantil bajase delante suyo por escaleras abarrotadas y su temor a rodar por ellas.
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Ser uno de los que nadie señalaba con el dedo para formar equipo en clase de gimnasia.
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Los inevitables atropellos de tantos críos corriendo, riesgo pagado contra cemento y granos de tierra.
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Tener que rodear una, dos, tres canchas de fútbol, además de una, dos, tres canchas de baloncesto si quería evitar problemas.
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Estar reservados los soportales para los abundantes días malos de lluvia y para los menos abundantes chicos renegados de la sociedad escolar, que no reunía precisamente a los más simpáticos y agradables.
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Regresar luego al aula con la cabeza dando vueltas para estar rodeado de chicos sudados y oler su tufo.
En fin, por tantas cuestiones que sería infinito explicar, su mirada quedó suspendida en un recuerdo, un momento de felicidad total que vivió Marino en aquel patio a solas, sentado al lado de una niña con el pelo tan corto que parecía un nene.
Jugaban a cosas de niñas: a voltear mariquitas, a las tabas. Eran un niño pequeño y una niña pequeña con cara de buena, sin malicias, solo risas y amistad sincera. Siempre recordaría aquel momento como el mejor de su vida y nunca olvidaría que, tras ese sueño, pudo saborear con regusto la felicidad plena mientras despertaba.
Aún tardaría mucho en asociar qué misterio aceleraba su corazón con la Isabel Tenaille de cabello a lo Manolito.
Con sus propios pelos revueltos, con la cara rayada de los reposos que aquella noche había desplegado y, a pesar de alisar toda arruga de almohadón antes de dormir, la primera urgencia sería vaciar medio tanque de agua con residuos. Esta vez la otra mitad se volcó en medio de aquella noche con Eros y la sociedad de esas ideas le recordó un párrafo concreto de una novela.
Había leído el libro La profecía de David Seltzer y un párrafo le produjo asco y estupor. Jennings, después de tener sexo con una mujer...
"... regresó temprano a la mañana siguiente y ahorró a Thorn toda conversación relativa a sus experiencias de la noche anterior.
Su único gesto de reconocimiento se produjo mientras orinaba, con la puerta del baño abierta. Orinaba sobre sus manos ahuecadas y se lavaba los genitales con la orina. Captó la expresión de Thorn, que le veía realizar ese ritual extraño y repulsivo, y comentó:
—Aprendí esto en la RAF. Es tan bueno como la penicilina."
Y el tal Jennings limpiaba así los restos de semen. Solución higiénica "perfecta" que ofrecía el cuerpo humano.
Marino se negaría a ir más allá de hacer pis. Además, cuando entraba en un aseo, sentía una vulnerabilidad extrema sobre la que no quería pensar y se encerraba a conciencia. Sospechaba que en sus tuberías siempre quedarían restos adheridos y que, por tanto, algún día se podrían atascar y ser motivo de consulta y de estudio psicopático, además de suficiente sacrilegio para merecer el encierro en un internado, junto con el resto de abundantes depravados cuya existencia no dudaba.
Por si aquello no hubiera sido suficiente, su inocencia ya marchita quedaría destrozada tras encontrar, durante una de sus batidas para localizar la maldita documentación perdida, una revista oculta bajo el colchón de sus padres con un titular que prometía fotos de la actuación de "Els Masturbadors Mongòlics".
Compuso imágenes también para esto y, sin acudir a comprobar el contenido de la revista, las grabaría para siempre, pues aún era demasiado joven para poder comprender que tan solo se trataba de un grupo musical con estilo punk.
Podría asegurarse que su padre fue, por intervención indirecta, una mala influencia. Por la directa, sobrevolando su cabeza cuales golondrinas de aterradores gritos y temibles violencias desatadas, germinarían y nunca pararían de dar fruto en su memoria el resto de su vida los ceños fruncidos, los ojos sangrantes y mil dientes apretados entre puños enormes de los que huía víctima de veloces y letales persecuciones.
Pero pobre niño nuestro, eso aún no lo sabe. Además, este día está siendo bonito, sostenido en insignificancias.
El tiempo se va corrompiendo y constata lo poco que le queda para abrir la tienda.
Pone la bañera al canario. Se retira un poco y observa cómo se asea. Al terminar, retira la bañera colgante y las heces, recoloca el hueso de jibia para el pico, sopla y renueva el alpiste y cambia el agua de ambos tubos. Mete un dedo entre reja y reja para hacer que le amenace como un aguilucho primero y le pique después. Como premio a su carácter y su taladrante canto, un trozo de manzana.
—Anda, se acuerdan del dinero y el gancho pero de ti no se acuerdan.
—Piii.
—Piiitalmente de acuerdo.
La hora se pasa.
—¡Ostras, qué tarde! ¡Adiós!
Deja la cama sin hacer, la ventana abierta y toma el desayuno con galletas sacudidas como manda el ritual.
—A la porra el horario. Esto es más importante.
¿Ritual de galletas sacudidas? Sujetar la maría entre pulgar e índice para golpear con la uña del anular la redondez barata con sabor acartonado y así desprender migas y otras rebabas. Eso impide que se lodifiquen en el fondo de su café con leche. Partirlas al medio y convertirlas en sándwich sin mantequilla es otro de sus modus desayunandi.
Baja en el ascensor y le detienen en la planta cinco. Horror de los horrores: allí se murió el marido de una vecina. Y sube tal vecina. Holas y mirada al suelo.
El gran negocio abre sus puertas: luces, música en radiocasete con hilo musical y... a limpiar los cristales. Es el encargado de la tarea en esta época y suma méritos para conseguir una paga de domingo.
Mientras ejecuta su agua con esponja, cubo y escurridor, Ignacio, el portero del edificio, se acerca:
—Hombre, ¿ya estás con los cristales?
—Sí —no interrumpe su trabajo.
—Y... ¿no pones un poco de jabón? Te quedarían mejor.
—Ya, pero luego cuesta no dejar rayas. Así voy más rápido.
—Bueno, bueno. Tú sabrás.
El hombre se lleva las manos a la espalda y permanece a su lado mirando a la avenida.
—¿Sabes una cosa?
—No.
—Tú no eres como tus hermanos.
Apoya el palo en el cubo y abre los ojos como platos soperos.
—A tus hermanos, por ejemplo, les saludo, pero no contestan. Tú siempre hablas conmigo. Se creen mejores o algo. No lo entiendo.
—No sé —vuelve a la tarea.
—Ya te lo digo yo —ahora se vuelve y le mira a la cara—. Tú eres buena persona. Hasta me ayudas cuando coincide con las bolsas de basura. Eso no lo hace nadie.
Siente cómo se le calienta la cara de vergüenza.
—Bueno, me parece lo más...
—Sí, pero otros vecinos lo dicen con la boca chica: "¿Te ayudo?" y les digo "No, gracias, no se preocupe". Y siguen su camino sintiéndose bien. Pero tú, aunque no contestas, no me haces caso, coges un par de bolsas y me ayudas. Tirar la basura no agrada a nadie.
—Gracias. A... veces me siento raro en esta familia.
—No me extraña. ¿Sabes otra cosa?
—No.
—Esta fue muy fea. Tu hermano tenía la música muy alta —Marino también lo hacía—. Pues un día que mi mujer estaba mala llamé a tu casa y abrió tu hermano. Me dijo que yo no era nadie para mandarle bajar la música y me cerró la puerta.
—Ostras, no sabía.
—No sabes muchas cosas. También tus padres nos... bueno, da igual.
—Lo siento.
—Nada. Si te lo digo es porque sé que eres diferente, eres buena gente.
—Vale.
—Bueno, te dejo ya que voy a apagar la caldera del agua caliente.
—Adiós.
Ahora Marino estaba entre contento y disgustado. Se confirmaba que era hijo de otras personas, de naturaleza independiente y orígenes indeterminados. Padecer tales actitudes no era pues, exclusiva suya.
Cuando terminó de limpiar tiró al retrete el agua sucia y comprobó cuán perfecto era el resultado. Tremenda nube turbia afeaba aún los productos. Desde dentro del local se veían mejor que por fuera. Pasó el dedo al interior de un cristal.
—Están sucios por dentro. No. Están REQUETE-SUCIOS.
Retiró los artículos de los escaparates y limpió la mugre de años. Agua negra, petróleo acumulado en capas. Tuvo que lavar y escurrir dos veces, dos cubos en cada lado y luego...
—¡Tachán!
Escaneó todas las lunas a distancia con ayuda del sol contra el cristal a un lado y ubicando sombras al otro.
—Mierda. Han quedado churretes al pasar la rasqueta de goma. Puff.
Limpió los restos secos —el calor secaba demasiado pronto—con ayuda del Cristasol, que era un tostón porque nunca quedaban perfectos.
—Uff, qué calor. Estoy harto. Así se quedan.
Entre esponjazo y rasquetazo entraban clientas y, de tanto en cuanto, alguien le invitaba a ir a su casa a limpiar los cristales, así que procuraba ser rápido para ahorrarse las sugerencias del vecindario.
Sin mayor trascendencia pasó la mañana y regresó a casa para comer. Había comprado pan, una empanada de atún y un petisú de chocolate para el postre.
La cabina de la portería estaba vacía y, en su diminuta mesa, unas gafas de leer de cerca extendían sus patillas hacia arriba sobre la revista Lecturas. Recordó cómo buscaba siempre las historietas en todas las revistas.
Iba camino del ascensor cuando salió de él la vecina más guapa y simpática, también del quinto piso. La del tercero no es que fuera fea, pero la languidez en su rostro, casi atormentado, medio monjil, le apenaba y asustaba. Pero ahí estaba su preferida y la saludó muy contento:
—¡Hola!
—¡Adiós, tocinillooooo! —respondió ella con una sonrisa extraña.
—(Tocinillo. ¿Tocinillo?) —se volvió a mirarla y ella, que esperaba esta reacción, rió a carcajadas.
(Tocinillo de cielo, un pastel muy dulce, un flan tan exquisito, tan suave... que a su padre le encantaba y a él le daba repelús por la textura).
Marino se imaginaba gustando a esa chica al punto de caramelo. Tan graciosa y divertida, mayor que él varios años. En realidad, se estaba burlando pues llevaba una camiseta blanca algo macarrilla, con pequeños alerones por manga, metida por dentro del pantalón y mostrando unos brazos huesudos sobre los que se adivinaban tendones atados a músculos. Pero nuestro querido niño también tardará en entender esto.
Aprovechó estar contento para, ya en casa, averiguar qué había bajo la piel de aquello tan incómodo llamado fimosis. Estiró y estiró pero dolía, y no poco. Llevaba tiempo tratando de averiguarlo y con tranquilidad...
—¡AHHHGGG!
No podía dar crédito a sus ojos.
—¿Qué es esta cosa blanca?
Aficionado a olisquear, llevó a su nariz un poco y...
—¡Huele mal!
Se lavó y las sensaciones sobre aquella piel nueva eran casi todas fantásticas, tan intensas que todo terminó en pocos segundos, volviendo a ocultarse el cuco en su nido*.
No dejó de acumular alegrías: aunque una fallida noche erótica explosiva, tenía el recuerdo del sueño feliz con la niña, el amanecer con golondrinas, el sentirse buena persona, tan amado que lo quieren para limpiar los cristales de sus casas... incluso algo atractivo, pues la vecina le dijo cositas y con su recuerdo obtuvo una experiencia inolvidable.
Después de comerse todo el bollo a palo seco, la empanada y el pastel, le dio por coger un juguete de su hermano, por tanto prohibido. Capturó todos los detalles con precisión:
—Ubicación geográfica, su armario. Orientado a la derecha, borde a pared 15cm. Profundidad de periscopio—rió para dentro—bajo los amigos del parchís. Inmersión 25 brazas al fondo, borde a pared 5cm. Cuidado con el polvo. ¡ Piunn ! ¡ Piunn ! Que el sonar no nos delate.
Entre unos y otros habían convertido los altillos de los muebles de su habitación en un desván cubierto de polvo, de muchísimo polvo. El juguete era Rescate espacial de Congost.
Entonces empezó a sentirse mal, náuseas. Fue al baño y con mucho esfuerzo, echando fuera más los ojos que la digestión, vomitó en incómodos intervalos mientras lloraba. Su madre siempre le sujetaba la cabeza. Desde pequeño se acercaba a ella en medio de cualquier noche y le susurraba despacito al oído:
—Mamá ... mamá.—se quedaba allí esperando el despertar—mamá ...
—Mmmm, be de basa, mmmmaghlll—entonces esperaba y cruzaba los brazos sobre la tripilla.
—uhhhh, otra vez
Cogía la bata acolchada de madre, hacía una manzanilla y en ocasiones vomitaba con solo olerla o después de un poco. Y lloraba mientras su mamá decía: "Yaaaa, ya está. Verás qué bien te quedas."
Pasado el temporal buscó un par de pilas entre los cajones de la mesilla de noche de su padre. Cada cajón cobijaba muchos secretos y él debía revisarlos cada cierto tiempo. Allí, entre otros objetos paternos, estaba un artefacto multifunción de fabricación japonesa. Los de su madre, en cambio, eran aburridos a excepción de la libreta donde describía cómo su marido, tan querido, la había pegado.
El aparato era una linterna, pero disponía de ventilador intercambiable con un aspirador y tenía gancho para colocarlo. Solía coger unos cables conectados a un transformador pequeño y, mientras sujetaba la hélice, los aplicaba a la base para verla girar con los contactos de hilo pelado echando chispas.
Aquel helicóptero no iba a librarse de experimentos y lo hizo avanzar vuelta tras vuelta hasta calentar las pilas. Acercaba su cara para verlo pasar junto a él a toda velocidad y decía sonriendo "ñiun, ñiun, ñiun". Era un auténtico crío aprovechando su libertad para no molestar con aquellos soniquetes suyos.
Le quitó un ratito la hélice. Descubría cada vez que, sin la resistencia del viento, el motor se volvía loco. Ya en otra ocasión desmontó la tapa inferior del juguete para conocer los mecanismos que daban altitud al helicóptero y desplazaban su pilar de apoyo.
La llamada de sus padres cortó el rollo bajo la solicitud del saldo en caja. El lunes debía ingresar el dinero en el Banco Santander. Su madre le recuerda el gancho, la reja y que debe dar el pésame a la vecina del quinto, y añade:
—No pidas todos los días calamares.
—No.
—Luego harás lo que te dé la gana, cabezón.
—No, voy a pedir...
—Filetes de lomo con patatas.
—¡Exacto! (ni hablar del peluquín)
Mientras hablaba sintió la costra del llanto. No mencionó que la comida le sentó mal. "Ya que no preguntan, para qué arriesgarse". Luego se lavó la cara.
El sábado por la tarde la tienda cerraba sus puertas así que dispondría de bastante tiempo para sus cosas pero mañana, casualidad o no, tendrá otra oportunidad de dar su primer pésame. El paso a la vida adulta puede ser duro.
(*) El cuco pone sus huevos en el nido de otras aves de menor tamaño como el carricero, el bisbita, el acentor y la lavandera alba. Aquí el cuco expresa cómo se siente Marino en nido ajeno por una parte y los problemas de alojamiento del ... "pájaro". 😂🙏Lo siento.