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miércoles, 24 de septiembre de 2025

Una semana con Marino (4)

"La ciencia, muchacho, está formada de errores, pero de errores que conviene cometer, porque conduce poco a poco a la verdad" Julio Verne

Caruso se adelantó al reloj ,aclarándose la garganta. Serían las ocho u ocho y media de la mañana. Levantó la persiana, permitió que la brisa de las alturas depurase el viciado ambiente y echó una mirada a la ciudad, diciéndose:

—Amanece en los exteriores... del "Carlos Tartiere".

No podía evitar decir "Carlos Tartiere" si antes se mencionaba "los exteriores de". Estaba repleto de estos "clics", botones que hacían hablar al muñeco, repetir su disco como un lorito.

Hubiera preferido enfrentar un bosque, montañas al fondo y un río, pero lo que había era una amplia panorámica de cemento rampante culminada con el perfil de una vieja catedral, matriarca apartada por el resto de edificaciones. Vivir en el octavo piso frente a su colegio, con las vistas que liberaban a sus pies el inmenso patio de recreo, ofrecía ventajas. Por encima solo está el ático y en él vive la familia del portero.

A su derecha, alejado y junto al hogar de quien fue su único mejor amigo, se elevaba el edificio residencial más alto de aquella avenida y de toda la ciudad: 45 metros bajo una licencia dudosa que albergaba catorce plantas. No se volvió a permitir la construcción de un monstruo similar, horrible, cubierto de ladrillos por los cuatro costados.

La algarabía de las diferentes horas de recreo en temporada escolar, cuando retiraban los bretes que encerraban aquel ganado menudo, era un martirio para los oídos de miles en el vecindario. Ahora, por el contrario, la quietud y las escasas actividades veraniegas permitían escuchar otros sonidos.

El trinar agudo, en perfecta coreografía, de un buen número de golondrinas surcando a gran velocidad el vasto espacio vacío entre otros edificios y su casa, lejos de molestar, le resultaba hermoso. El olor vespertino del amanecer recién extinguido o el lejano devenir de los segundos en el reloj de péndulo del salón parecían anunciar buenas nuevas.

Pero de pronto su mirada quedó perdida en un punto central de aquel patio donde, de forma habitual, lo pasaba mal con demasiada frecuencia por:

  1. La necesidad de esperar a que el chorro de lodo estudiantil bajase delante suyo por escaleras abarrotadas y su temor a rodar por ellas.

  2. Ser uno de los que nadie señalaba con el dedo para formar equipo en clase de gimnasia.

  3. Los inevitables atropellos de tantos críos corriendo, riesgo pagado contra cemento y granos de tierra.

  4. Tener que rodear una, dos, tres canchas de fútbol, además de una, dos, tres canchas de baloncesto si quería evitar problemas.

  5. Estar reservados los soportales para los abundantes días malos de lluvia y para los menos abundantes chicos renegados de la sociedad escolar, que no reunía precisamente a los más simpáticos y agradables.

  6. Regresar luego al aula con la cabeza dando vueltas para estar rodeado de chicos sudados y oler su tufo.

En fin, por tantas cuestiones que sería infinito explicar, su mirada quedó suspendida en un recuerdo, un momento de felicidad total que vivió Marino en aquel patio a solas, sentado al lado de una niña con el pelo tan corto que parecía un nene.

Jugaban a cosas de niñas: a voltear mariquitas, a las tabas. Eran un niño pequeño y una niña pequeña con cara de buena, sin malicias, solo risas y amistad sincera. Siempre recordaría aquel momento como el mejor de su vida y nunca olvidaría que, tras ese sueño, pudo saborear con regusto la felicidad plena mientras despertaba.

Aún tardaría mucho en asociar qué misterio aceleraba su corazón con la Isabel Tenaille de cabello a lo Manolito.

Con sus propios pelos revueltos, con la cara rayada de los reposos que aquella noche había desplegado y, a pesar de alisar toda arruga de almohadón antes de dormir, la primera urgencia sería vaciar medio tanque de agua con residuos. Esta vez la otra mitad se volcó en medio de aquella noche con Eros y la sociedad de esas ideas le recordó un párrafo concreto de una novela.


Había leído el libro La profecía de David Seltzer y un párrafo le produjo asco y estupor. Jennings, después de tener sexo con una mujer...

"... regresó temprano a la mañana siguiente y ahorró a Thorn toda conversación relativa a sus experiencias de la noche anterior.
Su único gesto de reconocimiento se produjo mientras orinaba, con la puerta del baño abierta. Orinaba sobre sus manos ahuecadas y se lavaba los genitales con la orina. Captó la expresión de Thorn, que le veía realizar ese ritual extraño y repulsivo, y comentó:
—Aprendí esto en la RAF. Es tan bueno como la penicilina.
"

Y el tal Jennings limpiaba así los restos de semen. Solución higiénica "perfecta" que ofrecía el cuerpo humano.

Marino se negaría a ir más allá de hacer pis. Además, cuando entraba en un aseo, sentía una vulnerabilidad extrema sobre la que no quería pensar y se encerraba a conciencia. Sospechaba que en sus tuberías siempre quedarían restos adheridos y que, por tanto, algún día se podrían atascar y ser motivo de consulta y de estudio psicopático, además de suficiente sacrilegio para merecer el encierro en un internado, junto con el resto de abundantes depravados cuya existencia no dudaba.

Por si aquello no hubiera sido suficiente, su inocencia ya marchita quedaría destrozada tras encontrar, durante una de sus batidas para localizar la maldita documentación perdida, una revista oculta bajo el colchón de sus padres con un titular que prometía fotos de la actuación de "Els Masturbadors Mongòlics".

Compuso imágenes también para esto y, sin acudir a comprobar el contenido de la revista, las grabaría para siempre, pues aún era demasiado joven para poder comprender que tan solo se trataba de un grupo musical con estilo punk.

Podría asegurarse que su padre fue, por intervención indirecta, una mala influencia. Por la directa, sobrevolando su cabeza cuales golondrinas de aterradores gritos y temibles violencias desatadas, germinarían y nunca pararían de dar fruto en su memoria el resto de su vida los ceños fruncidos, los ojos sangrantes y mil dientes apretados entre puños enormes de los que huía víctima de veloces y letales persecuciones.

Pero pobre niño nuestro, eso aún no lo sabe. Además, este día está siendo bonito, sostenido en insignificancias.

El tiempo se va corrompiendo y constata lo poco que le queda para abrir la tienda.

Pone la bañera al canario. Se retira un poco y observa cómo se asea. Al terminar, retira la bañera colgante y las heces, recoloca el hueso de jibia para el pico, sopla y renueva el alpiste y cambia el agua de ambos tubos. Mete un dedo entre reja y reja para hacer que le amenace como un aguilucho primero y le pique después. Como premio a su carácter y su taladrante canto, un trozo de manzana.

—Anda, se acuerdan del dinero y el gancho pero de ti no se acuerdan.
—Piii.
—Piiitalmente de acuerdo.

La hora se pasa.

—¡Ostras, qué tarde! ¡Adiós!

Deja la cama sin hacer, la ventana abierta y toma el desayuno con galletas sacudidas como manda el ritual.

—A la porra el horario. Esto es más importante.

¿Ritual de galletas sacudidas? Sujetar la maría entre pulgar e índice para golpear con la uña del anular la redondez barata con sabor acartonado y así desprender migas y otras rebabas. Eso impide que se lodifiquen en el fondo de su café con leche. Partirlas al medio y convertirlas en sándwich sin mantequilla es otro de sus modus desayunandi.

Baja en el ascensor y le detienen en la planta cinco. Horror de los horrores: allí se murió el marido de una vecina. Y sube tal vecina. Holas y mirada al suelo.

El gran negocio abre sus puertas: luces, música en radiocasete con hilo musical y... a limpiar los cristales. Es el encargado de la tarea en esta época y suma méritos para conseguir una paga de domingo.

Mientras ejecuta su agua con esponja, cubo y escurridor, Ignacio, el portero del edificio, se acerca:

—Hombre, ¿ya estás con los cristales?
—Sí —no interrumpe su trabajo.
—Y... ¿no pones un poco de jabón? Te quedarían mejor.
—Ya, pero luego cuesta no dejar rayas. Así voy más rápido.
—Bueno, bueno. Tú sabrás.

El hombre se lleva las manos a la espalda y permanece a su lado mirando a la avenida.

—¿Sabes una cosa?
—No.
—Tú no eres como tus hermanos.

Apoya el palo en el cubo y abre los ojos como platos soperos.

—A tus hermanos, por ejemplo, les saludo, pero no contestan. Tú siempre hablas conmigo. Se creen mejores o algo. No lo entiendo.
—No sé —vuelve a la tarea.
—Ya te lo digo yo —ahora se vuelve y le mira a la cara—. Tú eres buena persona. Hasta me ayudas cuando coincide con las bolsas de basura. Eso no lo hace nadie.

Siente cómo se le calienta la cara de vergüenza.

—Bueno, me parece lo más...
—Sí, pero otros vecinos lo dicen con la boca chica: "¿Te ayudo?" y les digo "No, gracias, no se preocupe". Y siguen su camino sintiéndose bien. Pero tú, aunque no contestas, no me haces caso, coges un par de bolsas y me ayudas. Tirar la basura no agrada a nadie.
—Gracias. A... veces me siento raro en esta familia.
—No me extraña. ¿Sabes otra cosa?
—No.
—Esta fue muy fea. Tu hermano tenía la música muy alta —Marino también lo hacía—. Pues un día que mi mujer estaba mala llamé a tu casa y abrió tu hermano. Me dijo que yo no era nadie para mandarle bajar la música y me cerró la puerta.
—Ostras, no sabía.
—No sabes muchas cosas. También tus padres nos... bueno, da igual.
—Lo siento.
—Nada. Si te lo digo es porque sé que eres diferente, eres buena gente.
—Vale.
—Bueno, te dejo ya que voy a apagar la caldera del agua caliente.
—Adiós.

Ahora Marino estaba entre contento y disgustado. Se confirmaba que era hijo de otras personas, de naturaleza independiente y orígenes indeterminados. Padecer tales actitudes no era pues, exclusiva suya.

Cuando terminó de limpiar tiró al retrete el agua sucia y comprobó cuán perfecto era el resultado. Tremenda nube turbia afeaba aún los productos. Desde dentro del local se veían mejor que por fuera. Pasó el dedo al interior de un cristal.

—Están sucios por dentro. No. Están REQUETE-SUCIOS.

Retiró los artículos de los escaparates y limpió la mugre de años. Agua negra, petróleo acumulado en capas. Tuvo que lavar y escurrir dos veces, dos cubos en cada lado y luego...

—¡Tachán!

Escaneó todas las lunas a distancia con ayuda del sol contra el cristal a un lado y ubicando sombras al otro.

—Mierda. Han quedado churretes al pasar la rasqueta de goma. Puff.

Limpió los restos secos —el calor secaba demasiado prontocon ayuda del Cristasol, que era un tostón porque nunca quedaban perfectos.

—Uff, qué calor. Estoy harto. Así se quedan.

Entre esponjazo y rasquetazo entraban clientas y, de tanto en cuanto, alguien le invitaba a ir a su casa a limpiar los cristales, así que procuraba ser rápido para ahorrarse las sugerencias del vecindario.

Sin mayor trascendencia pasó la mañana y regresó a casa para comer. Había comprado pan, una empanada de atún y un petisú de chocolate para el postre.

La cabina de la portería estaba vacía y, en su diminuta mesa, unas gafas de leer de cerca extendían sus patillas hacia arriba sobre la revista Lecturas. Recordó cómo buscaba siempre las historietas en todas las revistas.

Iba camino del ascensor cuando salió de él la vecina más guapa y simpática, también del quinto piso. La del tercero no es que fuera fea, pero la languidez en su rostro, casi atormentado, medio monjil, le apenaba y asustaba. Pero ahí estaba su preferida y la saludó muy contento:

—¡Hola!
—¡Adiós, tocinillooooo! —respondió ella con una sonrisa extraña.
—(Tocinillo. ¿Tocinillo?) —se volvió a mirarla y ella, que esperaba esta reacción, rió a carcajadas.

(Tocinillo de cielo, un pastel muy dulce, un flan tan exquisito, tan suave... que a su padre le encantaba y a él le daba repelús por la textura).

Marino se imaginaba gustando a esa chica al punto de caramelo. Tan graciosa y divertida, mayor que él varios años. En realidad, se estaba burlando pues llevaba una camiseta blanca algo macarrilla, con pequeños alerones por manga, metida por dentro del pantalón y mostrando unos brazos huesudos sobre los que se adivinaban tendones atados a músculos. Pero nuestro querido niño también tardará en entender esto.

Aprovechó estar contento para, ya en casa, averiguar qué había bajo la piel de aquello tan incómodo llamado fimosis. Estiró y estiró pero dolía, y no poco. Llevaba tiempo tratando de averiguarlo y con tranquilidad...

—¡AHHHGGG!

No podía dar crédito a sus ojos.

—¿Qué es esta cosa blanca?

Aficionado a olisquear, llevó a su nariz un poco y...

—¡Huele mal!

Se lavó y las sensaciones sobre aquella piel nueva eran casi todas fantásticas, tan intensas que todo terminó en pocos segundos, volviendo a ocultarse el cuco en su nido*.

No dejó de acumular alegrías: aunque una fallida noche erótica explosiva, tenía el recuerdo del sueño feliz con la niña, el amanecer con golondrinas, el sentirse buena persona, tan amado que lo quieren para limpiar los cristales de sus casas... incluso algo atractivo, pues la vecina le dijo cositas y con su recuerdo obtuvo una experiencia inolvidable.

Después de comerse todo el bollo a palo seco, la empanada y el pastel, le dio por coger un juguete de su hermano, por tanto prohibido. Capturó todos los detalles con precisión:

Ubicación geográfica, su armario. Orientado a la derecha, borde a pared 15cm. Profundidad  de periscopio—rió para dentrobajo los amigos del parchís. Inmersión 25 brazas al fondo, borde a pared 5cm. Cuidado con el polvo. ¡ Piunn ! ¡ Piunn ! Que el sonar no nos delate.

Entre unos y otros habían convertido los altillos de los muebles de su habitación en un desván cubierto de polvo, de muchísimo polvo. El juguete era Rescate espacial de Congost

Entonces empezó a sentirse mal, náuseas. Fue al baño y con mucho esfuerzo, echando fuera más los ojos que la digestión, vomitó en incómodos intervalos mientras lloraba. Su madre siempre le sujetaba la cabeza. Desde pequeño se acercaba a ella en medio de cualquier noche y le susurraba despacito al oído:

—Mamá ... mamá.—se quedaba allí esperando el despertar—mamá ... 
—Mmmm, be de basa, mmmmaghlll—entonces esperaba y cruzaba los brazos sobre la tripilla.
—uhhhh, otra vez

Cogía la bata acolchada de madre, hacía una manzanilla y en ocasiones vomitaba con solo olerla o después de un poco. Y lloraba mientras su mamá decía: "Yaaaa, ya está. Verás qué bien te quedas."


Pasado el temporal buscó un par de pilas entre los cajones de la mesilla de noche de su padre. Cada cajón cobijaba muchos secretos y él debía revisarlos cada cierto tiempo. Allí, entre otros objetos paternos, estaba un artefacto multifunción de fabricación japonesa. Los de su madre, en cambio, eran aburridos a excepción de la libreta donde describía cómo su marido, tan querido, la había pegado.

El aparato era una linterna, pero disponía de ventilador intercambiable con un aspirador y tenía gancho para colocarlo. Solía coger unos cables conectados a un transformador pequeño y, mientras sujetaba la hélice, los aplicaba a la base para verla girar con los contactos de hilo pelado echando chispas.

Aquel helicóptero no iba a librarse de experimentos y lo hizo avanzar vuelta tras vuelta hasta calentar las pilas. Acercaba su cara para verlo pasar junto a él a toda velocidad y decía sonriendo "ñiun, ñiun, ñiun". Era un auténtico crío aprovechando su libertad para no molestar con aquellos soniquetes suyos.

Le quitó un ratito la hélice. Descubría cada vez que, sin la resistencia del viento, el motor se volvía loco. Ya en otra ocasión desmontó la tapa inferior del juguete para conocer los mecanismos que daban altitud al helicóptero y desplazaban su pilar de apoyo.

La llamada de sus padres cortó el rollo bajo la solicitud del saldo en caja. El lunes debía ingresar el dinero en el Banco Santander. Su madre le recuerda el gancho, la reja y que debe dar el pésame a la vecina del quinto, y añade:

—No pidas todos los días calamares.
—No.
—Luego harás lo que te dé la gana, cabezón.
—No, voy a pedir...
—Filetes de lomo con patatas.
—¡Exacto! (ni hablar del peluquín)

Mientras hablaba sintió la costra del llanto. No mencionó que la comida le sentó mal. "Ya que no preguntan, para qué arriesgarse". Luego se lavó la cara.

El sábado por la tarde la tienda cerraba sus puertas así que dispondría de bastante tiempo para sus cosas pero mañana, casualidad o no, tendrá otra oportunidad de dar su primer pésame. El paso a la vida adulta puede ser duro.

(*) El cuco pone sus huevos en el nido de otras aves de menor tamaño como el carricero, el bisbita, el acentor y la lavandera alba. Aquí el cuco expresa cómo se siente Marino en nido ajeno por una parte y los problemas de alojamiento del ... "pájaro". 😂🙏Lo siento.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

Una semana con Marino (3)


El cuarto de baño, decorado con azulejos rosa hasta la mitad superior en altura, incluía a la izquierda la típica bañera de obra en tamaño colosal, y una cortina de plástico la recorría a lo largo de una barra acodada. Un bidé al fondo, bajo las toallas. Frente a la bañera, un espejo y un lavabo amplio.

Desconectarse los ganchos que la ropa solía clavarle era ya un placer en sí mismo. Pasó dentro y abrió el grifo. Cuando el agua estaba ya bien caliente, la dejó caer por su cabeza mirando hacia arriba con los ojos cerrados. Como bautizo, como la bendición que supone disponer de grifo y agua caliente al girarlo. Sintió cómo su cuerpo iba relajándose y empezaba a estar en sintonía con la vida. Deslizó el gel por todos los rincones, y sus hormonas adolescentes le jugaron un desafío que no estaba dispuesto a aceptar. Lo dejó estar mientras terminaba de asearse. Abrió la cortina, cogió la áspera toalla y secó por encima.

Se vio en el espejo las caderas más anchas que la cintura y recordó aquel libro que describía los tipos de cuerpos existentes en la especie humana.

Al padre de Marino le encantaban los libros. Para coleccionar, ponerlos en estanterías y poder decirse a sí mismo —pues a nadie le interesaba—: aquí está la colección de Los Episodios Nacionales y allá la colección en fascículos de la Guerra Civil del ABC Doble Diario, que nunca gozó el privilegio de ser encuadernada. Le encantaba coleccionar por minicompra semanal. Una de las favoritas de Marino era la de vinilos de música clásica de RTVE.

Si bien el chaval tuvo durante años la extraña costumbre de repasar los títulos y autores escritos en aquellos lomos como quien pasa revista a un batallón, ojeó muchos buscando imágenes y leyó algunos. Encontró en concreto uno de feas ilustraciones que describía cuerpos con carácter científico.

Como estaba solo en casa, se puso las zapatillas y fue a en su busca. Sabía con exactitud el lugar que ocupaba y, sobre todo, los libros con imágenes. Aquello de caminar sin ropa se le hizo una sensación agradable, de no ser por la incómoda presión que limitaba la completa extensión de su título de hombre, como decía el obsceno papá. Qué angustia ignorar al cuerpo.

Volvió al espejo y su figura, según aquellos dibujos, sería una de estas:

  • Leptosomático o asténico
  • Atlético o epileptoide
  • Pícnico o ciclotímico
  • Displásticos

Asténico. Tengo forma de asténico. Es horrible de feo. Vaya asco. A ver qué pone. 

Estas personas tienen un cuerpo delgado de hombros, son altos, con un tórax estrecho, cara y nariz alargadas y cráneo abombado. Tienen una personalidad introvertida, con dificultades de adaptación. Son individuos sentimentales, especulativos, con interés por el arte.

Tienen un temperamento esquizotímico, y su carácter oscila entre la hipersensibilidad y la frialdad. Estas personas son más propensas a sufrir un trastorno mental grave llamado esquizofrenia.

Cerró el libro y lo tiró al suelo. Se puso de perfil y su nariz no le pareció alargada. Algo alargado le reclamaba aún atención pero no su nariz. De frente de nuevo.

—Asténico. Si mi padre es un neurasténico, normal que yo sea asténico. Además de chalado, la vida me coloca dentro de un cuerpo de persona con tormentos. Los demás lo reconocerán y dirán: “Mira, ese chaval es un esquizofrénico. Pues no es rarito ni nada. Todo el mundo lo sabe”.

Dejó todo tirado en el cuarto de baño: gel, ropa, toalla, libro ... Se difuminó la ilusión por desmontar el video-2000 bajo tal desánimo que desinfló también el deseo en su cuerpo.

Se recogió en su habitación compartida. Su cama plegable, extendida y desecha, al lado de la puerta. Un poco más allá y junto al ventanal, la de su hermano. Bajó la persiana hasta los topes y, a pesar del calor, cerró la ventana con tal de acallar los sonidos nocturnos en lo posible, por leves que fuesen.

Hizo la cama considerando para otro día hacerla como su abuela recomendó: a primera hora, ventilando bien y recogiéndola. Su hermano nunca lo hacía, y muchas veces era él quien se encargaba. Así encontró en varias ocasiones que sus sábanas tenían manchas medio transparentes, casi almidonadas, como las cortinas por la parte de abajo, sin ser capaz de leer el motivo durante mucho tiempo.


Después se sentó con la almohada por respaldo y encendió la luz de lectura de su cubículo. Le agradaba la sensación de estar en el hueco donde se guardaba la cama plegable como un perro en su caseta, conocer los límites. Los peligros solo podían venir del único espacio abierto conocido. Se puso un cojín donde apoyar el primer tomo de Famosas novelas de Bruguera, que le regalaron por Navidad años atrás. Le encantaba eso de comprender las novelas a través de aquellas 3.900 ilustraciones. Repitió extasiado:

—3.900 ilustraciones a todo color, pedazo de asténico maníaco, te vas a enterar. Verne, tú también te inventaste cosas y gustaron a todo el mundo. ¿Puedo subir al submarino?


Se vio jugando con el submarino de Montaplex. El de Nemo era más pequeño y antiguo que el suyo. Surcaba los mares de sus memorias con tal fidelidad que a buen seguro podrían haber coincidido si los océanos no fuesen inabarcables y las coordenadas de la isla Lincoln le hubieran sido reveladas.

Las hojas se soltaban de tanto uso, pero las colocaba en su sitio con delicadeza, tratando de hacer coincidir cada resto de pegamento sobrante con el faltante.

Quería identificarse con el Capitán Nemo, pero ...

... no se describe como “raro”, sino como un personaje complejo y fascinante, un príncipe indio de la India (el príncipe Dakkar) que odia profundamente a los ingleses por las injusticias cometidas contra su pueblo y su familia, y que vive en exilio autoimpuesto en el fondo del mar con su submarino, el Nautilus.

Su comportamiento y sus motivaciones son el resultado de una vida de opresión y pérdida, lo que lo convierte en un personaje trágico y rebelde, más que en alguien simplemente “raro”.

—Tú también eres un raro, don Nemo.—Apagó la luz, dejó el libro en el suelo, se tapó con la sábana y empezó su rutina de dormir, pero no encontró pensamientos de bondad, de salva mundos, de poderes mágicos o telequinésicos, sino espacios vacíos envueltos en silencios, ausencias y soledades.

Boca arriba, con los ojos abiertos en medio de la negrura nocturna de su habitación, una vez más lloró por su insalvable locura y, como estaba solo, lloró con más ganas que nunca contra aquella pobre almohada.

Exhausto y mareado por no haber cenado, sin tan siquiera ser consciente de ello, se durmió entre el amargo y salado de sus lágrimas. Con el peor de los castigos: su propia condena.

Resulta curioso, pues, que sus sueños no recorrieran infiernos de sufrimiento, que no tuviera la necesidad de huir perseguido por monstruos repugnantes, sino que algo mucho más hermoso le fue revelado.

Conocía el cuerpo femenino a través de las múltiples revistas Penthouse que su padre escondía en un archivador metálico bajo llave, disimuladas bajo facturas y al fondo del fondo. Un archivador que no suponía reto alguno para Marino careciendo de su llave.

Marino nadaba soñándose bajo el agua, tras una mujer al natural que también nadaba despreocupada con impulsos sinuosos de sus piernas, sirena, el summum de la belleza, de la proporción y la juventud. De pronto despertó con dolor y abundante placer. Iba a eyacular en la cama por primera vez, pero consiguió cerrar el flujo y salió como pudo, corriendo hacia el baño entre espasmos que le doblaban las piernas.

Nunca más volvería a sucederle porque su cuerpo aprendió y despertaría con suficiente antelación para evitarlo. Tanto fue así que pronto comenzaría a tener despertares nocturnos con temblores, con una ansiedad como de muerte inminente que su médico de cabecera remediaría después con medicación. 

Así comprendió el origen almidonado de sábanas y cortinas y reconoció aquellos extraños ruidos que producía su hermano y que temía tanto que parecía jadear encima de él, ya aterrorizado de por sí, sin motivo aparente, preso de sus obsesiones y unos recuerdos que ocultaría casi toda la vida.

Por suerte para nuestro chico el día siguiente sería más grato, más humano, menos raro. Todo bueno o ... casi todo, según se mire.

 “En estos momentos, nos encontramos en la misma bahía de Vigo y sólo de usted depende el descubrir los misterios que en ella se encierran” Profesor Aronnax

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Una semana con Marino (2)

Llegó la hora de comer. Su madre traía la cesta con la comida y la nevera; su padre, el camping-gas, la cafetera, la cubertería… los útiles necesarios para terminar el sábado de piscina. Después del cierre se atrincheraban en las terrazas junto a recepción, y a eso de las 22:00 les echaban con aparentes buenas maneras.

Su hermano mayor había finiquitado para siempre con las piscinas y estaba de camping con sus amigos karatekas, sin miedo a la aventura en ningún lugar junto a un riachuelo. Su hermana mayor fue a casa de la tía migrante en Suiza, dejando cierta congoja en el corazón de hojalata del muchacho, palpitando como aceitera antigua. Solo acertó a hacerle una foto mientras preparaba su ropa para el viaje al lejano planeta helado, pero ella entendió: le abrazó y procuró consolarlo mientras él hacía como que contaba las fotos restantes de su Kodak Instamatic.

Cuando Marino quiso saber cómo era salir de España para vivir “en otro mundo”, aquella tía —también loca, según su padre— le explicó que fue muy duro y lo pasó muy mal al comienzo, ofreciendo como ejemplo que se ponía paños y servilletas para “la regla” por falta de dinero. Su otra hermana, estudiante excelente, estaba de viaje de fin de curso por Galicia.

Por último, aquel sábado, Rosa, la más pequeña, prefirió intentar de nuevo ser amiga de unas chicas tontas y “ricas” del colegio que vivían en una urbanización cercana los findes. Cuando Marino llegó a la vida adulta fue consciente de que le hacían el típico bullying por estatus socioeconómico inferior. Ser hija de comerciantes era sinónimo de baja estopa, de “manolargas”, de tramperos furtivos. Lo soportó mucho tiempo, hasta que un día no pudo más y buscó nuevas amistades adineradas con la esperanza secreta de encontrar mejores trasfondos espirituales. No se pregunte usted si lo logró: jamás sucedió. Su hermano la veía sufrir sin intervenir, sin comprender por qué, si eran amigas, le hacían esas cosas; y sus temores hacia otros seres humanos iban poblando los huecos vírgenes que aún quedaban en su cabeza.

Marino, con casi dieciséis años, ya no tiene amigos: ni listos, como su hermana, ni tontos, como él;  ni cobardes como él, o valerosos, como su hermano. Ni siquiera de otra raza, porque en semejante colegio “pijo” no había ni un simpático romaní.

Tuvo un amigo, y marchó como vuelan los pájaros al final de temporada. Tenía uno, y eran ellos dos sin necesidad de más ruidos ni discusiones. Pura ilusión de Marino creer que su amigo pensaría igual. Aunque creía no sentir pesar —o, más bien, no era capaz de nombrar aquella ausencia—, quiso despedirse a su modo: sin palabras.

Se acercó al portal de quien fuera más que nada su compañero de colegio —pues fuera de él compartían poco tiempo—. Esperó para colarse, subió las escaleras y dejó un tesoro a su nombre junto a la puerta del piso, en el felpudo. Tocó el timbre y bajó las escaleras escuchando su nombre en boca de la madre, mientras unas lágrimas asomaban curiosas e indignadas en contraste con la sonrisa antagónica del rostro. Imaginó aquellas lágrimas de balcón ocupando un lugar en su pecho, porque sentía agujeritos dentro.

El amigo extendió sus alas y nunca más superaron los quinientos metros entre ambos nidos. De vuelta a su casa, calló las voces de aquel drama con los ruidos de la calle; pero, durante mucho tiempo, echó de menos aquel vínculo: la primera “revista del saber”, enorme tesoro que editaron juntos.

Siempre tan preocupado por la fauna, los asesinatos del fanatismo terrorista, la injusticia de las guerras, los abusadores y los abusones —que son lo mismo—, temeroso de cualquier agresión, conflicto o interés sexual hasta el punto de ponerse el pijama a oscuras y acudir siempre con la ropa de deporte puesta por miedo a los vestuarios con los demás chicos de la clase, empleaba muchas noches en tratar de comprender la vida y las personas. Aquello debía de tener un sentido distinto, incomprensible, porque no lograba hallar su camino ni el motivo de su existencia, cuando la explicación más simple era que no tocaba aún tal reflexión. Lo remediaba imaginando provenir de un planeta exterior que nunca logró ubicar en sus infantiles viajes espaciales, y sentía que debía continuar a la espera de recibir órdenes para desarrollar su poder telequinético y otras magias con las que devolver al mundo el amor y la paz.

Marino llega así a su adolescencia: con una pasión desmedida por los animales en medio del rechazo de su entorno. Ellos obedecen a instintos programados, son predecibles. Los padres, los hermanos y los chicos del colegio no. Estos insultaban y pegaban a su amigo sin motivo, sin provocación, por ser diferente, por ser buena persona. Asistiendo asustado a las agresiones, aceptaba las burlas recibidas pues “lo mío no es nada en comparación”. Ambos sentían mucho dolor, pero no se defendían. Quería ser como él, estudioso, aprobar todo, pero estaba abonado al fracaso. Aunque dedicó intensos esfuerzos, todo se disipaba de su cabeza ante cualquier pensamiento divergente en aquel 8.º curso de EGB y… bueno, en todos los anteriores.

Sin embargo, le dijeron que era guapo y aseguraron que las chicas estarían locas por él siendo un nene de siete años. Rompecorazones. Ya había crecido y ninguna ingresó en el psiquiátrico que él supiera, y recordó que se crecía hasta los veinte. Le echaron en cara que tenía un don musical y otro más para el dibujo, pero por dejadez no los aprovechaba. También que era listo, pero un vago empedernido. Y sin sangre.

No tenía sangre en las venas. Una estúpida exageración sin gracia que tenía aprendida, traducida y almacenada en el mismo cajón de “sangre de toro”, “sangre de horchata”, “de un susto no mueres” o “vivirás muchos años”. Odiaba a muerte escucharlo, porque primero había que buscar entre todos los cajones y, para cuando lo encontraba y verificaba que no estaba equivocado, la otra persona ya confirmaba que era un lerdo sin espíritu.

Las personas opinan, lanzan sus pensamientos desde la ignorancia y diseccionan a un ser en formación, pelándolo como una manzana hasta dejarlo desnudo, comiéndole a dolorosos mordiscos sus dulces entrañas para dejarlo seco, y luego lo lanzan al cubo donde se tira lo que no sirve, lo deficiente, lo podrido.

La gran noticia del día para ese chico tan serio, tan impasible por fuera, tan necesitado de transfusiones e inyecciones de sentido común fue quedarse solo en casa mientras sus padres salían de vacaciones con la hermana pequeña. Eso sí, debería atender el negocio familiar, y le remediaron el comer regalándole una semana de restaurante.

“Qué más se puede pedir”, pensaría su hermano, para quien Marino era como un pez: le echas de comer y listo.

Cuando más tarde rebuscó entre sus sentimientos para averiguar cómo había recibido la noticia, solo razonó que debía aceptar su castigo por el fracaso escolar; y no era un mal castigo disfrutar de tal independencia. Al contrario, le encantaba quedarse solo, disponer de tiempo y espacio para continuar lo que denominaba “la gran búsqueda”: encontrar el documento clínico con los resultados de su lobotomía o la prueba irrefutable de falsa paternidad, entre otras teorías sin descartar la de alienígena inducido o loco redomado.

Su primera jornada laboral habría transcurrido… “sin problema”, cuando su padre preguntase. Lo tenía decidido. No era trabajo nuevo, pero en solitario sí. Estuvo colocando los cinturones, indeciso si por precios, por colores, por material… ¡había tantos! Colgaban de ruedas metálicas con ganchos a dos alturas:  para caballero más anchos y para ellas más finos y variopintos. Si la cintura era escasa, los cortaba a medida; si excedía, poco se podía hacer.

—¿No tendrás alguno más largo?
—Los que tenemos están aquí todos.
—¿Y cuándo vas a recibir más?
—No los recibimos. En general, mi padre va a Madrid y compra allí los que le parecen o compra rollos de material sintético, de polipiel, para fabricar estos más sencillos que nosotros cortamos a diferentes longitudes. Les ponemos la hebilla, el remache, hacemos los agujeros con un sacabocados, la trabilla y listo. Si te fijas, se curvan un poco. Es porque recuerdan la forma de la rueda y, según se va consumiendo más cerca del eje, se… —la mujer interrumpió el insufrible rollo, valga la redundancia, tocándole el hombro.
—¿Y el que tienes en el escaparate? —se miró el hombro, se mosqueó por la interrupción, tan maleducada, justo cuando le estaba explicando el trabajo.
—El del escaparate es como estos.
—¿Seguro? Parece más largo. —Como ya sabe, la única forma de zanjar esa cuestión es tomarlo y demostrarlo.
—Ah, vaya. Tenías razón.
—Ya.
—Anda, dices que estos sencillos los hacéis vosotros… ¿puedes hacerme uno?
—Sí. Ahora te enseño las hebillas que tenemos.

Sacó el rollo, tomó el cabo inicial y se lo ofreció. Ella levantó los brazos para que le tomase la cintura. Recordó que su padre lo hacía, pero no se veía imitándolo. En un momento dado, lo cogió y se rodeó ella sola. El pidió que considerase cuánto de más quería pasar por la trabilla. Cortó y montó todo en un santiamén.

—Gracias —dijo a la mujer tras cobrarle 120 pesetas.
—De nada. —Y, antes de salir por la puerta, añadió—: Has sido muy amable, pero para otra vez que no tengas de la talla adecuada podrías ofrecer hacerlo a medida en primer lugar. —Sonrió y se despidió—. ¡Adiooooss!
El dependiente, con los ojos bien abiertos, levantó la mano.

Después entró otra señora, que quería un bolso, pero ninguno de los diez que le mostró se acomodaba, y dijo señalando detrás de él:
—¿Y ese de ahí?
—Lo tienes aquí, es idéntico a este.
—¿Sí? Desde aquí parece diferente… —Se dio la vuelta y preguntó—: ¿Este?
—Sí, ese. —Se lo puso en el mostrador al lado de su igual.
—Pues desde aquí parecía…
—Ya. Me pasa mucho, no se preopuque. —Ella le miró de arriba a abajo y luego se decidió por el que acababa de sacar, el repetido. Luego estuvo revisando la conversación en busca de errores. “Puke”.

Hoy sería una ruina si las clientas tuvieran que pedir permiso para tocar y ver un producto, pero entonces no había tal costumbre. Marino se ponía muy nervioso cuando entraba algún extranjero y decía I’m just looking, o señalaba sus ojos para meterse sin permiso detrás del mostrador a tocar y olisquear entre sus artículos. La incomodidad era mutua, y “esa gente tan rara” solía marcharse al sentirse perseguida y observada de cerca.

En su primera comida de restaurante pidió calamares a la romana y así, cuando su madre preguntase, respondería que estaban muy ricos. Aquella señora romana tuvo una idea estupenda inventando el rebozado. Ese día, de diario, no había muchos comensales; pero los que había le miraban, y una pareja decía:

—Ese chico… ¿ves cómo come?
—¿Cómo qué come? —responde ella.
—Calamares, pero… ¿te das cuenta de cómo los come?
—Ay, lo que come lo sé, pero digo que cómo los come.
—Como raro, como si se los fuesen a quitar del plato.
—Será que le gustan mucho y mastica poco.
—Será que puede gastar poco, y masticar mucho tampoco.
—¿Quieres parar ya? Seguro que le dan de comer gratis, que es pobre… ¿no ves qué caras pone? Está mal el probito.

Todo puras imaginaciones, pero suficiente para no volver más. Menos lo imposible, Marino lo intentaba todo, trataba de hacer como el resto del mundo, por más miedos que tuviera; pero la vida se empeñaba en decirle: “Así no es, idiota”, o “Te vas a enterar”.

Por la tarde continuó vendiendo maletas, bolsos de viaje, fin de semana y algún neceser de caballero.

Cuando subió a casa sonó el teléfono, y su padre le preguntó:

—¿Cuánta caja has hecho?—para responder a determinadas preguntas se demoraba en responder y eso enervaba a su padre
—7.123 pesetas
—Bah, bueno. Te paso a tu madre.
—Buenas noches, hijo. ¿Te has acordado de poner la reja?—y para contestar en ciertas situaciones, también
—Sí.
—¿Y bajaste el gancho? (el de la corriente)—e inexplicable que en muchas otras también tardase o ni siquiera contestase
—Sí.
—Bueno, pues ya está. Nosotros estamos tomando unos pinchos en una terraza con vistas al mar y…—de pronto interrumpió
—¿Qué hace Rosa?
—Te la paso—una pausa excelente para pensar: playa
—Hola. —Su voz sonaba diferente.
—Hola. ¿Te has metido en el agua?
—Sí.
—¿Has jugado con la arena?
—No. —en esta pausa la madre aprovechó para retomar la conversación—Bueno, hijo, que dice tu padre que sube mucho la llamada. Ya, si eso, mañana… ¿vale?
—Vale.

Agotado, la cabeza le daba vueltas de repente. Se metió en el cuarto de baño y eligió ducha para tardar poco y tener tiempo de desarmar el vídeo-2000 Philips: quería ver cómo era por dentro, cómo olía, si los componentes estaban ordenados en las placas como los aparatos de Sony, si los cables estaban colocados con guías, si la calidad era patente.

Pero incluso su amada y relajante agua en forma de pequeña ducha le guardaba una sorpresa.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Una semana con Marino


Marino tiene 15 años, pero pronto cumplirá los 16. En julio, mes de sofocos para su madre.

Antes que naciera él, la percha de alambre colgaba de un armario de contrachapado barato, oscuro como la casa y con ese olor a humedades de los pisos mal aislados o casas asentadas sobre suelo de terruño húmedo. La percha se mecía, diabólica, con el viento que trepaba por las lamas de la persiana hasta el tambor para reptar como un soplo helado hacia la falda, donde su hilo resignado aguardaba el retorno de la anterior cintura.

Antes de que naciera, los ajenjos, los perejiles y las nueces amoscadas, los jengibres y las caléndulas revoloteaban junto al caldero hirviente como brujas esperpénticas. Nada extraño, teniendo en cuenta el dolor infligido por la grupa de aquellas escobas de paja y la suciedad del negro hollín que dormía entre alacenas de ladrillo blanqueado con cal.

Antes de venir a poblar este mundo como consecuencia del mero gusto por follar (qué feo suena), por más que el sexo se endulce con amor tras besos lujuriosos y manos lascivas, la efervescencia de sangre comprimida y el jugo de sus vapores traen un bebé, dos e incluso tres, y cuando vas a pisar el freno viene el cuarto madaleno: un tal Marino de primer apellido "maldito-seas-que-no-puedo-con-mi-vida" y de segundo "dios-mío-qué-habré-hecho-yo-para-merecer-tanto". Los apellidos ancestrales serían "dame-fuerza-Dios-mío-para-afrontarlo-bienvenido", seguido de "lo-que-Tú-mandes-así-sea-de-todos-los-santos-bendecido".

El primer aviso llega cuando su marido cumple un mes de carretera: una amenorrea secundaria fisiológica, más vinculante que coincidente. Por delante, 280 días; quizá 9 meses desde ese frío octubre que él vino a calentar sus sábanas.

Las contracciones pusieron fin a la historia y Marino asomó su nariz el día que Franco decidió hacer con los republicanos rojillos lo que el padre del susodicho tenía por costumbre con su esposa, siendo el resultado mucha muerte y penuria entre bandos hermanos.

Restemos significado a las fechas: la ONU eligió ese mismo día para Mandela, pero... ¿olvidar a Santa Sinforosa y sus 7 hijos?

A la pobre Sinforosa la ataron al cuello una cuerda que hubiera pasado por colgante, excepto por estar lastrada con piedra y porque la tiraron al río, no sin antes matar a sus siete, porque el oráculo así lo exigía para satisfacer al emperador Adriano.

Tanto parir Crescencios, Julianos, Nemesios, Primitivos, Justinos, Estacteos y Eugenios (ningún Marino) para verlos terminar martirizados por gusto y gana de algún imbécil aburrido que se postuló como intérprete de aquel siniestro lugar llamado Oráculo.

Pues nuestro personaje (ya estarán ustedes aburridas con tanta palabrería) se encontraba en el enorme merendero de la aún mayor extensión de piscinas, bajo las sombras cambiantes que una suave brisa dibujaba con las hojas de sus altísimos plataneros. Estos, plantados a distancias exactas en hileras bidireccionales idénticas, delimitaban imaginarias parcelitas de césped. En el centro de cada una dispusieron mesas de cemento con dos bancadas laterales igual de frías, y todo el conjunto sobre una tarima también de cemento.

Así daba comienzo Marino a ese verano de 1979. Con el recuerdo del curso que acababa de repetir, otra vez repetir. No sentía pesar por el amigo que migraba al instituto en lugar de permanecer de pago, tan majo y único, y por igual buena influencia. Tampoco sintió nada 4 años atrás perdiendo a su compa de 4º. Lo que aborrecía era imaginarse, situarse ante la nueva hornada de caras nuevas provenientes del séptimo de Egebería. Odiaba ser transparente para los chicos estudiosos, una diana para los odiosos e imán para los más ociosos. Cualquier disfraz valía, excepto uno: el de Marino.

Había elegido la última mesa, en medio de la última fila, al fondo, para tener la menor cantidad de gente alrededor y poder estar sentado de cara a los setos, altos, de tres metros. De espaldas al resto de mesas, de árboles, de sombrillas mimbreras, de vestuarios tan semilimpios como semisucios, al bar de merendero; ignorando tanto la piscina mediana como la pequeña o la olímpica, el bar-restaurante; alejado de los otros vestuarios en los que desnudarse le ponía muy nervioso.

Eran vestuarios independientes, dispuestos en filas horizontales y verticales. Dentro había un banco y 2 mini puertas a ambos lados que bajaban solo hasta la rodilla: genial idea para saber si estaban ocupados y para salir por el hueco o asomarse y corretear entre pasillos haciendo tremendo ruido con eco, con locura. En aquellos vestuarios sucedían historias, algunas nada agradables de encontrar, ver, escuchar u oler. Había quienes dejaban abierta la puerta y quienes, como Marino, hubieran preferido un búnker ligero.

Después estaba la recepción, los aparcamientos, los edificios inexistentes y el mundo entero, mientras adivinaba un verano radiante sobre una silla de nylon con muelles que daba fe de sus 47 kilos.

Junto a él, volviendo al merendero, una oruga enorme, verde y peristáltica, con cara de Finn, el amigo de Jake en "Hora de aventura". Marino se imaginaba observado de reojo mientras ondulaba hacia la cima del platanero. Casi podía verla babear de solo acercarse a sus jugosas y enormes hojas palmeadas. La oruga sabía que Marino era peligroso, flaco y asqueroso, y que si algo la salvaría sería su horror a las orugas, tan solo superado por el de estas hacia él. La oruga también sabía que repetiría curso por segunda vez y esos pensamientos le salvarían la vida y salir volando más allá de los confines del seto, con cara de seto, donde la estepa reseca nacía y donde habitaban cuervos menos escrupulosos y liberados por natura de todo miramiento.

El suelo del merendero, forrado de jugosa hierba recién regada por aspersores de gran alcance, mojaba y acariciaba sus pies. Miró Marino sus pies: sus dedos, atrofiados y semipalmeados, únicos en aquella familia suya, le concedían el beneficio natatorio de las ranas. Aquel dedo gordo, porroncho, prominente, daba a sus piernas inusualmente largas el aspecto de pata ungulada en jamelgo potroso. Sus manos lucían los dedos de un fauno en el laberinto del ídem. En su cuerpo adolescente nacían los primeros vellos de la hombredad sobre el labio, pero el resto del cuerpo no conocería más que aquel vello casi traslúcido, casi femenino, ni más adelante ni nunca jamás. "Por suerte", pensaba él. ¿Por qué no mencionar su fimosis? No conocía ese sustantivo, pero sí que muy pronto le depararía un descubrimiento asombroso: su cuerpo ocultaba algo allí y él aguardaba el momento apropiado.

Hasta aquí todo estupendo, pero en su mente había un batido de sensaciones malas y buenas, aderezadas con algunas hormonas despendoladas, fugaces, insuficientes y muy deficientes, como sus calificaciones, como la traición indolente del profesorado salesiano que le ignoró y prefirió martirizarlo con desprecio y violencia física en el transcurso de los 9 años anteriores. ¡Ay, si su madre hubiera sido Sinforosa! ¡Cuántas penas hubiera ahorrado! Mejor vivir feliz y morir quemado que vivir a medias y morir de viejo, acumulando martirios más pequeños.

Eran las 9 de la mañana cuando su padre desembarcaba a Marino con los bártulos en la piscina, bajo la premisa de guardar sitio para la hora de comer. Su hijo valía al menos tanto para estatua como para guarda de sillas y toallas, así que ahí estaba: solo, sentado y escuchando el movimiento de las hojas en el aislamiento de ese merendero, gozando de mirar hacia arriba y sentir la tranquilidad de los árboles.

Al poco rato interrumpió Felisa, redonda desde todos los ángulos, profesora de física, química y matemáticas en toda su mente, madre de vara firme pero flexible y extensible, tan generosa, tanto más joven que Javier, su marido, abogado él, feliz, sencillo, con tres criaturas compartidas, la última en alegre desliz. Y viendo a nuestro Marino, estando al tanto de lo que todo hijo de vecino sabía —pues las noticias buenas caminan sobre arena, pero las malas corren como galgos de carrera desbocados— dijo:

—Bueno, hombre, no estés triste. No le estés dando vueltas. Ya no se puede hacer más. El año que viene te vienes conmigo a clases particulares y verás lo fácil que es.

El aludido no respondió, pero pensó:

—(No estoy triste. O sí. No lo sé. Todo el mundo dice que estoy serio cuando no. Ahora que triste).

—Anda, vete con Javito a dar el primer baño. Verás cómo el agua helada te espabila.

Javi, su hijo, era varios años menor, pero a Marino le gustaba jugar con él. A ratos prefería recorrer incansable el carril para lavar los pies que rodeaba la olímpica. A pesar de lo poco recomendable que era le resultaba gratificante ver avanzar esa olita que se levantaba.

Casi siempre terminaban los dos arrugados y tiritando de frío. Javi se secaba con la toalla y tumbaba al sol mientras Marino se ponía la gafa y se tumbaba directo porque su madre no usaba suavizante y su toalla eras rasposa.

Luego, superada la tensión del frío y ya adaptado a las demás sensaciones desagradables podía Marino a
cariciar la hierba y buscar entre nubes difusas y escasas algún dibujo sugerente. De cuando en vez  perdía una mirada de extrañeza al hueco que dejaba entre sus caderas la tela tensa del bañador Speedo. Nada de grasa ni idea de qué sería eso de tener tripa cuando Felisa apareció para poner crema a Javi y despejar las dudas con su redondez. Como buena madre sugirió:

—Deberías secarte primero como hace Javi porque las gotas hacen de lente. Y ponte crema—pero nunca hacía caso.

—Al menos quítate la gafa porque el sol te puede quemar con las lentes y dañar los ojos ... ¡¿me escuchas?!

—(Claro que te escucho, Felisa, pero mira ese cielo, ¿no ves esa inmensidad azul? ¿no es hermosa? ¿respiras el mismo aire limpio que yo? ¿no te asombra la fuerza del sol? ¿no tienes calor? Ay ... pobre Javi. Le estás embadurnando de nivea ... uff. Parece un cerdito cubierto de manteca listo para hornear. Pero tienes razón con la gafa.)—y se guardó la gafa.

Tan relajado como estaba aquel mismo día recibiría una noticia inesperada.