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miércoles, 3 de septiembre de 2025

Una semana con Marino


Marino tiene 15 años, pero pronto cumplirá los 16. En julio, mes de sofocos para su madre.

Antes que naciera él, la percha de alambre colgaba de un armario de contrachapado barato, oscuro como la casa y con ese olor a humedades de los pisos mal aislados o casas asentadas sobre suelo de terruño húmedo. La percha se mecía, diabólica, con el viento que trepaba por las lamas de la persiana hasta el tambor para reptar como un soplo helado hacia la falda, donde su hilo resignado aguardaba el retorno de la anterior cintura.

Antes de que naciera, los ajenjos, los perejiles y las nueces amoscadas, los jengibres y las caléndulas revoloteaban junto al caldero hirviente como brujas esperpénticas. Nada extraño, teniendo en cuenta el dolor infligido por la grupa de aquellas escobas de paja y la suciedad del negro hollín que dormía entre alacenas de ladrillo blanqueado con cal.

Antes de venir a poblar este mundo como consecuencia del mero gusto por follar (qué feo suena), por más que el sexo se endulce con amor tras besos lujuriosos y manos lascivas, la efervescencia de sangre comprimida y el jugo de sus vapores traen un bebé, dos e incluso tres, y cuando vas a pisar el freno viene el cuarto madaleno: un tal Marino de primer apellido "maldito-seas-que-no-puedo-con-mi-vida" y de segundo "dios-mío-qué-habré-hecho-yo-para-merecer-tanto". Los apellidos ancestrales serían "dame-fuerza-Dios-mío-para-afrontarlo-bienvenido", seguido de "lo-que-Tú-mandes-así-sea-de-todos-los-santos-bendecido".

El primer aviso llega cuando su marido cumple un mes de carretera: una amenorrea secundaria fisiológica, más vinculante que coincidente. Por delante, 280 días; quizá 9 meses desde ese frío octubre que él vino a calentar sus sábanas.

Las contracciones pusieron fin a la historia y Marino asomó su nariz el día que Franco decidió hacer con los republicanos rojillos lo que el padre del susodicho tenía por costumbre con su esposa, siendo el resultado mucha muerte y penuria entre bandos hermanos.

Restemos significado a las fechas: la ONU eligió ese mismo día para Mandela, pero... ¿olvidar a Santa Sinforosa y sus 7 hijos?

A la pobre Sinforosa la ataron al cuello una cuerda que hubiera pasado por colgante, excepto por estar lastrada con piedra y porque la tiraron al río, no sin antes matar a sus siete, porque el oráculo así lo exigía para satisfacer al emperador Adriano.

Tanto parir Crescencios, Julianos, Nemesios, Primitivos, Justinos, Estacteos y Eugenios (ningún Marino) para verlos terminar martirizados por gusto y gana de algún imbécil aburrido que se postuló como intérprete de aquel siniestro lugar llamado Oráculo.

Pues nuestro personaje (ya estarán ustedes aburridas con tanta palabrería) se encontraba en el enorme merendero de la aún mayor extensión de piscinas, bajo las sombras cambiantes que una suave brisa dibujaba con las hojas de sus altísimos plataneros. Estos, plantados a distancias exactas en hileras bidireccionales idénticas, delimitaban imaginarias parcelitas de césped. En el centro de cada una dispusieron mesas de cemento con dos bancadas laterales igual de frías, y todo el conjunto sobre una tarima también de cemento.

Así daba comienzo Marino a ese verano de 1979. Con el recuerdo del curso que acababa de repetir, otra vez repetir. No sentía pesar por el amigo que migraba al instituto en lugar de permanecer de pago, tan majo y único, y por igual buena influencia. Tampoco sintió nada 4 años atrás perdiendo a sus compas de 4º. Lo que aborrecía era imaginarse, situarse ante la nueva hornada de caras nuevas provenientes del séptimo de Egebería. Odiaba ser transparente para los chicos estudiosos, una diana para los odiosos e imán para los más ociosos. Cualquier disfraz valía, excepto uno: el de Marino.

Había elegido la última mesa, en medio de la última fila, al fondo, para tener la menor cantidad de gente alrededor y poder estar sentado de cara a los setos, altos, de tres metros. De espaldas al resto de mesas, de árboles, de sombrillas mimbreras, de vestuarios tan semilimpios como semisucios, al bar de merendero; ignorando tanto la piscina mediana como la pequeña o la olímpica, el bar-restaurante; alejado de los otros vestuarios en los que desnudarse le ponía muy nervioso.

Eran vestuarios independientes, dispuestos en filas horizontales y verticales. Dentro había un banco y 2 mini puertas a ambos lados que bajaban solo hasta la rodilla: genial idea para saber si estaban ocupados y para salir por el hueco o asomarse y corretear entre pasillos haciendo tremendo ruido con eco, con locura. En aquellos vestuarios sucedían historias, algunas nada agradables de encontrar, ver, escuchar u oler. Había quienes dejaban abierta la puerta y quienes, como Marino, hubieran preferido un búnker ligero.

Después estaba la recepción, los aparcamientos, los edificios inexistentes y el mundo entero, mientras adivinaba un verano radiante sobre una silla de nylon con muelles que daba fe de sus 47 kilos.

Junto a él, volviendo al merendero, una oruga enorme, verde y peristáltica, con cara de Finn, el amigo de Jake en "Hora de aventura". Marino se imaginaba observado de reojo mientras ondulaba hacia la cima del platanero. Casi podía verla babear de solo acercarse a sus jugosas y enormes hojas palmeadas. La oruga sabía que Marino era peligroso, flaco y asqueroso, y que si algo la salvaría sería su horror a las orugas, tan solo superado por el de estas hacia él. La oruga también sabía que repetiría curso por segunda vez y esos pensamientos le salvarían la vida y salir volando más allá de los confines del seto, con cara de seto, donde la estepa reseca nacía y donde habitaban cuervos menos escrupulosos y liberados por natura de todo miramiento.

El suelo del merendero, forrado de jugosa hierba recién regada por aspersores de gran alcance, mojaba y acariciaba sus pies. Miró Marino sus pies: sus dedos, atrofiados y semipalmeados, únicos en aquella familia suya, le concedían el beneficio natatorio de las ranas. Aquel dedo gordo, porroncho, prominente, daba a sus piernas inusualmente largas el aspecto de pata ungulada en jamelgo potroso. Sus manos lucían los dedos de un fauno en el laberinto del ídem. En su cuerpo adolescente nacían los primeros vellos de la hombredad sobre el labio, pero el resto del cuerpo no conocería más que aquel vello casi traslúcido, casi femenino, ni más adelante ni nunca jamás. "Por suerte", pensaba él. ¿Por qué no mencionar su fimosis? No conocía ese sustantivo, pero sí que muy pronto le depararía un descubrimiento asombroso: su cuerpo ocultaba algo allí y él aguardaba el momento apropiado.

Hasta aquí todo estupendo, pero en su mente había un batido de sensaciones malas y buenas, aderezadas con algunas hormonas despendoladas, fugaces, insuficientes y muy deficientes, como sus calificaciones, como la traición indolente del profesorado salesiano que le ignoró hasta que prefirió martirizarlo con desprecio y violencia física en el transcurso de los 9 años anteriores. ¡Ay, si su madre hubiera sido Sinforosa! ¡Cuántas penas hubiera ahorrado! Mejor vivir feliz y morir quemado que vivir a medias y morir de viejo, acumulando martirios más pequeños.

Eran las 9 de la mañana cuando su padre desembarcaba a Marino con los bártulos en la piscina, bajo la premisa de guardar sitio para la hora de comer. Su hijo valía al menos tanto para estatua como para guarda de sillas y toallas, así que ahí estaba: solo, sentado y escuchando el movimiento de las hojas en el aislamiento de ese merendero, gozando de mirar hacia arriba y sentir la tranquilidad de los árboles.

Al poco rato interrumpió Felisa, redonda desde todos los ángulos, profesora de física, química y matemáticas en toda su mente, madre de vara firme pero flexible y extensible, tan generosa, tanto más joven que Javier, su marido, abogado él, feliz, sencillo, con tres criaturas compartidas, la última en alegre desliz. Y viendo a nuestro Marino, estando al tanto de lo que todo hijo de vecino sabía —pues las noticias buenas caminan sobre arena, pero las malas corren como galgos de carrera desbocados— dijo:

—Bueno, hombre, no estés triste. No le estés dando vueltas. Ya no se puede hacer más. El año que viene te vienes conmigo a clases particulares y verás lo fácil que es.

El aludido no respondió, pero pensó:

—(No estoy triste. O sí. No lo sé. Todo el mundo dice que estoy serio cuando no. Ahora que triste).

—Anda, vete con Javito a dar el primer baño. Verás cómo el agua helada te espabila.

Javi, su hijo, era varios años menor, pero a Marino le gustaba jugar con él.