Dicen que las personas dentro del espectro no tenemos empatía. Ya está. No da para más el cliché: estamos en nuestro mundo y lo que pasa al rededor nos resbala, ¿es eso?
Tengo la suerte de poder transitar entre dos mundos: el mío y el otro.
El otro puede ser la suma de miles de millones de mundos. A uno por persona.
El mío la suma de un porcentaje de esos miles de millones. A uno por persona en el espectro.
Sería mucho más sencillo considerar la tierra como el único mundo, compartido con muchos otros seres vivos que perciben todo de formas similares pero bien diferentes. Cualquier gato o perro tiene sentidos más desarrollados y a ellos les perjudican en especial nuestras costumbres, contaminaciones acústicas o lumínicas, ambientales, etc.
Tengo heridas en el amor propio.
Algunas por golpes en cabeza sin mayor transcendencia. Algunas por decisión propia cuando me creí escalador y coche cocón. Otras por colmar la paciencia de mi padre obligándole a liberar su ira en forma de insultos y demás parafernalias.
En mi trabajo, siempre en el uno a uno, puedo estar al lado de un cliente y este cliente sentir frío polar a mi lado. Imagino. No lo sé.
A veces las cosas suceden de forma más o menos natural. En ocasiones trato personal y trabajo se pueden desempeñar sin problema.
Estuve con un cliente en concreto que me interesaba bastante. Era muy, muy serio. Tardaba en atender mis preguntas. La calma era su bandera.
A mi me interesaba él. Su ordenador, su impresora y su escáner un pimiento. Sé que eso está mal pero es lo que digo empatía ... a mi modo.
Me gusta observar cómo funciona el resto de la gente. Nunca se termina de aprender.
Este hombre era conocido en la empresa desde hacía años pero a nadie le interesaba más que sus compras y los beneficios asociados. Años antes de llegar yo él ya era cliente, pero no le conocían.
—Qué te pasó en los oídos ?—tiene unos audífonos puestos. No sé si especiales. Su manera de hablar también me llama la atención.
—Son un regalo de mi padre—callé.
Seguí con el trabajo informático mientras trataba de entender. Era una de esas respuestas que deben analizarse, ponerse del revés, retirar el hilo de veneno y quemar hasta casi la raíz, hasta dejar la esencia. Lo sabía: el hombre me miraba. Debió comprender que no alcanzaba su idea y decidió explicarme:
—Me dejó sordo con sus bofetones. Mi padre era juez y al parecer eso le legitimó para repartir justicia en casa de forma desigual—No creyó que hubiera necesidad de añadir explicación ¿Lo tenía superado? ¿Se superan las secuelas de una agresión paterna o materna, física o psíquica? ¿De una mala persona, personalidad malvada o irascible? Solo acerté a decir:
—Vaya
—En realidad no era mi padre sino mi padrastro—una pausa y prosigue—En este ordenador antes podía ver la tele pero ya no funciona ¿Se podría recuperar esa función?
—No, no hay driver de tarjeta sintonizadora para Windows 10 pero hay un programa, ProgDVB, que quizá lo permita. Lo descargo y probamos.
Intuía que algo salvaje había cruzado por su vida. Podía estar equivocado, pero no. Amargura y dolor no sanan por sí solos.
Si la vida te da un respiro, una oportunidad ... quizá si encuentras una pareja, cariño y el modo de construir tu propia familia para intentar hacen mejor las cosas ... quizá entonces puedas mitigar las secuelas de tanto dolor, adaptarte y seguir con tu vida.
Desde luego, este hombre lo consiguió. Tenía esposa e hijas y un hijo. En el fondo de pantalla lucía la foto de su familia, felices. Muy felices.
Yo no tengo una empatía al uso pero estoy convencido que hay otras maneras de estar con las demás personas. No digo mejor, tampoco peor.
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Hoy ha sido un día duro. Todos mis sistemas fallaron. He caído como un servidor sobrecargado, sudando nervios sin ser sudoroso y delante de un montón de personas a las que debía dar una pequeña formación. No me he adaptado. No he podido. Cortocircuito. Terminé con el grupo de la primera media hora y traté de afrontar el segundo. Subí una planta y nadie me esperaba. Me rendí. Escapé. Pedí ayuda.
Con ayuda conseguí, conseguimos, superar el problema. El compañero decía, observándome, escuchando mi mutismo:
—No te pongas triste, joder. Si esto es una gilipollez—no contesté, sopesé si estaba triste o enfadado y no pude elegir. Traté de hacer gestos, encoger los hombros mirando a ningún lugar allá arriba en el edificio de enfrente—tengo pendientes de hacer un montón de cosas pero bueno ... ya las haré.
—Pues márchate y yo lo vuelvo a intentar
—No, ya no quiero que lo hagas. Cargaré yo con la tarea de dar las formaciones. No te preocupes.
Ha sido jodido pero ... ya está. Tengo los ojos caídos. El cuerpo también se ha rendido y, a su paso, la apisonadora dejó esta figura de papel.
En casa me esperaba el perrito. Le he sacado a pasear.
Un hombre —imaginé sin hogar— estaba recogiendo cosas del suelo junto al portal. Colillas, cristales, todo al bolsillo. Mi perro se acercó a saludarle. Despacio, muy despacio, extendió su mano hacia él. Huyó. Le rodeó. Volvió para olerle las zapatillas. El hombre se agachó a recoger la cáscara de una pipa y la llevó al bolsillo al tiempo que trataba de acariciar a mi esquivo compañero. Le dije algo al respecto, pero no contestó. No era su idioma. Quería darle el poco dinero que llevaba pero ganó el miedo a otra decisión no regulada, repentina, directa ... a desconocer las consecuencias.
Seguimos nuestro camino hacia el patio por el pasaje. El nos siguió para, a paso muy lento, dejar el lugar por el acceso de vehículos.
Volvimos a casa. El volvió a la calle si en algún momento dejó de estar en ella.
Qué mundo este, nuestro mundo, donde el amor de un padre se manifiesta con inusitada violencia, la humanidad ya no vale nada y cada individuo —mudo, aislado, con su dignidad en vilo— depende de cuantos se crucen en su camino.