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martes, 1 de noviembre de 2016

El hombre de las cien cajas

The man of a hundred boxes.

"Das poco cuando das tus posesiones. Es cuando das de ti mismo cuando realmente das." Khalil Gibrán
El fotógrafo ruso Danila Tkachenko viajó en busca de personas que habían decidido escapar de la vida social y vivir solos en la naturaleza salvaje, lejos de pueblos, ciudades u otras personas.

Había un hombre que tenía un montón de cajas. ¿Cien? No lo sé. Sus cajas eran todas y cada una muy especiales al menos para él.

En una de ellas con forma plana, de los puros habanos que fumaba su padre  los días de fútbol, tenía guardadas las fotos antiguas. Allí estaban en blanco y negro sus padres y hermanos risueños y su abuelos de gesto serio. En colores algo antiguos también encontrabas algunas fotos donde faltaba algún abuelo. Imágenes de campo, de almuerzos y meriendas, de paseo y vacaciones, de cumpleaños... de familia. Y no se reconocía o no quería reconocerse en aquellas fotos donde su pequeño yo miraba al infinito y al lugar donde no hay nadie contigo, fotos que delataban su verdadero ser como futuro amante de lo triste, lo insociable y lo solitario.



Tenía una caja de membrillo la milagrosa, de latón corriente algo oxidado con muchas cartas igual de oxidadas. Algunas de amigos adolescentes que decían un sin fin de tonterías pero que en su momento fueron importantes, como cuando tal pretendía ligar con cual sin tener en cuenta al amigo ausente. Hojas y hojas en sobres amarillos y blancos de tamaño cuartilla con el sello del rey que contaban el día a día de una adolescencia corriente. Y una postal de "no-te-quiero-pero-me-caes-bien" con la foto de un burro con gafas que le hacía mucha gracia y otras con playas de recuerdo sobre las vacaciones ajenas de amigos. No le gustaba haber sido el destinatario de ese correo. Hubiera preferido ser un tipo diferente. Haber recibido emocionantes cartas de chicas muy interesantes con las que compartir idearios y discutir películas, libros y músicas entre pasionales besos y despedidas de rompe y rasga al filo de un puerto con olor a mar y junto a un barco partiendo con rumbo al lejano oriente. Ay... tontito, cuánta película.


Otra caja se la cogió a su hermano mayor. Era un plumier de dos pisos de la familia ulises del TBO. Dentro tenía pequeños objetos que había "recogido" suponiendo que nadie los echaría en falta. Una pequeña navaja suiza, unas monedas de franco de cincuenta pesetas, un boligrafo bic de 4 colores que siempre quiso y nunca tuvo hasta que lo tuvo cuando ya no lo quería, un pin de la OJE que odiaba por su olor a mili y color a órdenes y disciplina, un llavero de esqueleto muy gracioso como símbolo de su amiga muerte, una lupa cuenta hilos para ver más allá de lo visible, un mechero de gasolina nacarado con flores, un dedal metálico metido en una bellota metálica y otras cuantas cosas totalmente inútiles que no necesitaba. Cosas de su familia totalmente ... conservadas.


Y luego estaban las cajas imprescindibles e impersonales como la clasificadora con tornillos de mil roscas, diámetros y longitudes. Y otra con los posibles tacos, y otra con puntas y alcayatas, y más con atornilladores y otra de alicates y una más con componentes electrónicos y eléctricos que raramente usaba y contenían interruptores, led, resistencias, condensadores, regletas, tubos de goma, gomas elásticas, mini casquillos y mini bombillas, mini altavoces y mini mierdas que tampoco sabía para qué junto a mil imanes de mil formas y potencias que discutían entre ellos...  y dos cajas de Ikea cuadradas e insulsas que dejan ver la una bombillas sin ideas y la otra cables corrientes sin energía así como había otras también de ikea con cd's que no volverían a sonar y juegos sin mando que no divertirían jamás. Por entre tanta caja andaba una de bombones ferrero rellena de fichas sin escribir y su tapa recogía pendrives antiguos haciendo corros y fanfarroneando sobre gigas y velocidades.

Cosas, cosas y cosas. 
También tenía otras cajas sosas con lápices de colores que imaginar, pinturas de cera por pulir, acuarelas sedientas, pinturas pastel que al polvo no volverían, rotuladores sin cartel, rotrings borrachos que en tiempos fueron rectos, cintas correctoras sin falta que corregir a niños o chicos que ya no estaban y plumas tiradas sin manos poetastras que las acariciaran. A su lado descansaba una caja igual de sosa con sobres buscando sellos con los que pegarse viajes, hojas de din-A4 que amarilleaban resecas anhelando el lento transcurrir de un surco de tinta entre sus fibras y pegatinas de adhesivo pasado que volaban al suelo son soplar por sus esquinas levantadas.

Y más cajas con cosas porque para cada cosa existe una caja especial.
Para guardar lo que no deseamos ver pero en el fondo sí queremos tener siempre hay una caja única, personal, material o inmaterial.



Un día, este hombre encajado, decidió que su soledad no necesitaba la compañía de todas esas cajas y sin saber de dónde venía el dolor en la garganta ni qué le oprimía el pecho, fue tirando a la basura el contenido de aquellas cajas. Las primeras en quedar vacías fueron las feas y las simples de cartón y plástico. Las últimas fueron sus cajas más interesantes y queridas que aún estando vacías parecían susurrar palabras tristes. El hombre quedó solo, acartonado y como plastificado con sus cajas huecas y se sintió vació. No era capaz de comprender para qué había vivido ni qué sentido tenía el vivir en la gran caja del mundo ni por más bonita que pudiera ser. Las lágrimas como botellas de coca cola le caían por la mejilla y no lograba reaccionar. Llevaba tiempo estando mal. Mal consigo mismo y con su casa y las cosas que le rodeaban. Las personas no le podían acompañar porque huía de toda compañía y no hacía caso a amigos ni psiquiatras ni psicólogos. Se lanzó al vacío desde el vacío y llegó a la nada desnudo y sin nada. 

Su última caja se llenó de él, de la escasa carne que lo poseía. Una caja en tierra valdía que dentro albergaba otra, vacía de vida. Y de aquella su fea y postrera cárcel de ocho paredes jamás escaparía. 

Eso tiene la imaginación. Imaginó todo eso del dolor con los huesos reventado y la escena del espatarre en la calle hecho migas. Lo que una vez le salvó de intentar quitarse la vida volvió a hacerlo otra vez. ¿Ponerse a imaginar el suicidio justo antes de intentarlo significa que se te va la olla en cualquier momento o que quizás no estás tan desesperado como para ejecutarlo?

Calella de Palafrugell
Con cien cajas vacías por banda, rumbo a la costa a todo trapo, no sobre la vía porque vuela, AVE un tren con su maletín. Pirata digital le llaman y por su saber es temido, entre clientes y supuestos amigos y el pelo nunca han visto.

Bueno, que siempre deseó vivir en la costa de un mar cualquiera que diera olas a ratos bravas y a ratos mansas y con playa y roca acantilada compatible. Y cogió las maletas de Gabol y empezó una vida nueva de sol, gaviotas turutas y bañadores secos, pinchos dejados y bebidas del tiempo y nunca más se acordó de aquellas cajas bobas. Vivió sin bienes por no necesitarlos; desclasificado, desorganizado, desorientado a ratos y sin reloj ni fotos o recuerdos de tiempos antiguos, sin gabardina ni bufanda ni frío en los costales perforados de los pantalones que a veces se ponía y a veces no. Fue una vida reposada y corta, envejeciendo con el sol y el salitre al aire del mar como él quiso y así por fin, fue feliz hasta el último día en su nueva vida.