Algo de frío. Algo de distancia.
La piel mudada en escamas sin una sola caricia.
La sangre esperando en vano, por esta vez, un abrazo de su propia sangre.
Deslizarse sobre oscuras sombras a plena luz de un nuevo día.
El eco mudo de las respuestas omitidas. El perdón sincero no aceptado.
Ser aquel a quien le esquivan la mirada, fantasma pasando junto a ellos sin ser visto, estorbo detenido entre maletas y armarios.
Sus padres llegaron armados con un siniestro enfado destinado a desintegrarle, pero todas las cosas que hicieron con Marino no sirvieron demasiado.
Aprendió que se puede intentar otra vez. Y que se puede pedir perdón siendo mudo, tratar de ayudar siendo manco, encender la mecha de una conversación sin fuego y prender fuego al hielo más obstinado.
Aprendió que podía intentarlo otra vez dando espacio, guardando silencio, reteniendo la ansiedad, la culpabilidad.
Aprendió que no basta el deseo de solucionar cuando nadie quiere resolver. Había aprendido a huir y, con trabajo, también aprendió a rendirse: a dejarlo todo y destruir lo que quedase. Para morir por dentro siguiendo adelante. Para volver a levantarse sin enmiendas ni ataduras, pero haciendo conservas de lo recibido.
Marino aprendió que su hermana mayor escribía muy bien. Encontró sus pensamientos secretos y le parecieron hermosos. Decidió que, cuando no pudiera más, escribiría los propios.
Ya no puede más y, de momento, deja atrás todo eso que no entiende y le hace daño. Va a su habitación, donde los animales le cuentan cosas desde un fichero, y aguarda.
Cuando siente que la puerta se ha cerrado, que vuelve a estar solo —pues a su hermanita la recogió su madrina, su padre está en la tienda e imagina a su madre de compras—, sale a ver el campo de batalla.
Caruso pide su bañera, sus tanques de agua, su limpieza. Hoy no le habla ni le hace rabiar. Solo le pone su manzana, y la agradece con un lindo “Piii”. No hay conversaciones a uno, ni saltos, ni muecas. La cama queda hecha; el sol y el aire limpian lo que queda.
Al cabo de un rato, le reclaman que baje a la tienda.
—¿Se puede saber por qué has quitado los embellecedores de los tubos del techo? —su padre quiere una respuesta rápida.
—Siempre hay poca luz, dicen que esto parece una cueva y...
—Y pensaste.
—Quitan mucha luz.
—Vuelve a ponerlos donde estaban. —Marino ve en la papelera los gráficos de ventas—. Voy a tomar una cerveza y un pincho, y te dejo pagados unos calamares. Venga, que es para hoy.
Inmóvil, despreciado y con el amor que cabe bajo el rebozado de un par de calamares, se le vuelven a humedecer los ojos, momento en que entra su madre.
—¿Por qué habéis tirado los gráficos que hice? Me costaron mucho tiempo. ¿Los ha mirado?
—Eso a tu padre le parece un insulto. Él estudió maestría industrial y sabe de sobra llevar sus negocios.
—Yo no digo que él no sepa, solo...
—Le haces esas cosas sin tener ni idea de lo que costó poner este negocio. Vas y te inventas lo de las lámparas. Es verdad que se ve mejor, pero también lo descolocas todo y te haces el listillo con los dibujos esos... Es como si no respetaras lo que hace.
—No era... solo quería...
—Anda, déjate de lloriquear, que como te vea otra vez así se va a enfadar. Fíjate cómo tu hermano nunca llora; deberías aprender.
Debía aprender tantas cosas de su hermano... las buenas por las malas y las malas de la peor de las maneras. Pero su hermano sí que llora: en contadas ocasiones, bajo sentimientos muy distintos y con consecuencias de dudosa ejemplaridad.
Lloró cuando aquella chica le rechazó y escribió su carta de despedida al mundo. Marino, habituado a encontrar todos los secretos, acudió aquella ocasión a su hermana mayor:
—Mira, mira, ¡creo que se va a suicidar!
—Desde ya te digo yo que no. Cálmate. Trae, déjame ver... —nerviosito, esperaba su opinión—. Qué va. Esto es puro teatro. Es rabia porque no consiguió lo que quería. Fue tan idiota que quiso hacer en Madrid la mili para estar cerca de la prima Consi y le salió el tiro... —Marino abre los ojos:
—¡QUÉ TIRO! ¡Ya te lo dije! ¡¡SE HA DISPARADO!!
—¡CALLAAAA! ¡Que no, hombre!, es un decir. “El tiro por la culata” es... es como cuando las cosas no salen como imaginas. ¿Entiendes?
—Ah, sí, me acuerdo. Es una frase hecha, como los proverbios en inglés. Hay uno que dice “While the cat’s away, the mice will play” —cosa que encanta al chaval— y otro que dice “Don’t put all your eggs in one basket”.
—Exacto, hermanito, y aquí hubo alguien que puso todos sus huevitos sudados en la misma cesta.
—¿Sudados? —visualiza huevos con gotas y arruga la nariz.
—Ufff, na, es una broma de tebeo, no hagas caso. —Pero aquí suena un clic en la mente de su hermanito:
Tebeo + HermanaMayor → Permiso-comics-Star
—¿Me dejas ver tus cómics de Star?
—¿Qué? No. Ni se te ocurra. Como me entere de que los coges, me enfado contigo. Eso no es para niños... o sea, ni para adolescentes. Es para adultos, y no para cualquier adulto.
—Anda, por favor, si yo ya estoy acostumbrado a todo tipo de cosas.
—Joooeerrr, ¿qué quieres decir con eso?
—Papá tiene revistas horribles debajo de su cama y no son de dibujos.
—No me extraña pero ... ¿Y mis cómics? ¿También los has fisgoneado?
—Un poco.
—¿Cómo que un poco?
—Bueno, he pasado algunas páginas... pero las he dejado.
—¡Mecagoen! ¡Ya sabía yo que tú ibas a encontrarlas!
—Que tus cómics estaban en tu cajón, ni siquiera tapados del todo... mucho secreto no podían ser tus cómics...
—¡No son míos! ¡Son de Mari Luz! Madre mía, qué fisgón. Se los devuelvo hoy mismo. Tú sigue con tus Don Miki, anda.
—Pero...
—¡YA! —mira hacia el techo— ¡Uff! —hace una pausa mientras su hermano la observa—. Cariño, no te preocupes. No estoy enfadada contigo. Esto es culpa mía. No pasa nada. Hala, venga, te compro un par de Don Mikis, ¿vale? y... ¡NI PÍO!
—(¿Caruso?) ¡VAAAALE! ¡TRATO HECHO!
Así daba gusto hacer “negocios”. Las comic Star, de la época underground, le parecían también horrendas, así que conseguir a cambio un par de números para su colección de Don Mikis era todo un éxito, o mal visto, casi un chantaje... que no llegó a pagar nunca su hermana. Pero todo esto sucedió en otro momento.
Lo que sí deparaba aquel día era una comida con sorpresa. Su madre preparó una ensalada de lechuga con tomate y aceitunas, tan apreciable frescor en época de calor, para acompañar los filetes. De las hojas de lechuga, a Marino solo le gustaba la parte blanca que une las hojas al tallo: cogollo crujiente, jugoso y de poco sabor.
—Uh, ¿filetes disfrazados tenemos hoy? —en la cocina, su madre reboza los filetes de ternera para que no ande rebuscando ternillas y otros elementos que retirar.
—No empieces. Los rebozo porque saltan menos.
—Y para que yo no escoja.
—Quita de ahí y ve poniendo la mesa, anda.
—Disfraz de antifaz.
—¡Marino! —su madre agita las manos exasperada y el pan rallado sale volando—. ¡UYYYYY!
—Voy poniendo la mesa, si eso.
A la hora de comer, con precisión quirúrgica, retira las capas de rebozado. Su madre aprieta los labios y mira a su marido que no tarda en pronunciarse:
—¡Qué andas quitando! ¡Se come todo! Bah, ¡si le quitas lo más rico! —su padre le retira el plato, coge los disfraces y se los zampa. Marino siente una arcada; toda esa pasta grasienta y espesa, pero impide que se asome.
Cuando van terminando de comer, quedan solo algunos trocitos de hojas en la fuente de la salsa y las escurrindangas del aceite y el vinagre. Su padre toma la fuente para beber de ella como vaca en abrevadero. La madre interrumpe:
—¡NOOOO! ¡No te tomes eso! —y, como él desobedece, su mujer suelta un despechado—. ¡Así te ahogues!

Sería más casual que causal, pero en ese momento se le fue el caldo de ensalada por las vías respiratorias y empezó a toser. Una persona en una situación semejante debe tratar de mantener la calma, aunque sienta que no puede respirar. Su padre, sin embargo, quería tomar aire a toda costa y su tráquea se cerraba para impedir la entrada de más líquidos. La escena fue terrorífica. Su padre avanzaba dando tumbos por el pasillo, mascullando palabras, golpeando las paredes con los puños, mientras los sonidos de su garganta revelaban una asfixia que podía llevarlo a la muerte. Su esposa trataba de tranquilizarlo y recibía los empujones de un toro moribundo con querencia al vallado. Marino, con la cabeza a punto de reventar y dándole vueltas, no sabía qué hacer y marchó a su habitación a esconderse en medio del jaleo. Cuando todo terminó y se recuperó la normalidad, lloró una vez más.
Y ahora sí que no podía más. Cogió una hoja de papel y se puso a escribir mientras las lágrimas corrían alocadas pendiente abajo. Solo vamos a “fisgonear” en sus últimas palabras:
Es muy difícil expresar el miedo de que tu padre, alguien a quien quieres, se pueda morir en tu presencia gritando y aferrándose a tu cuerpo, rígido de dolor. Quieres ir y abrazarlo.
Besarlo y decir “Dios… te quiero”.
En un día tan triste, tan lleno de desprecios, las palabras de Marino fueron aún de cariño. De nuevo, como aquel cachorro que, en respuesta a los palazos de sus amos, solo suplica, recoge su rabito y todo lo perdona.
Aquel mismo día no quedarían ganas de ir a la piscina, pero muy pronto sí. Ni que decir tiene que su madre se la ganó por desear que se ahogase y casi lograrlo. Se repetiría aquel reproche por brujería per saecula saeculorum.
La piscina era, en verano, un lugar refugio para el relax de padres y madres, así que volverían a juntarse todas las familias con esa selección de hijas e hijos que aún acuden con sus papás y mamás. Su hermano ya superó esta etapa y, aunque regresa el próximo día de su acampada de machito autosuficiente, no le “verán el pelo” por la piscina.
Y menudas melenas, pantalones acampanados, chinchetas y nunchaku calzaba el mozo.
Volverá la familia número cuatro: la de Rosario y Juli, padres de cuatro, pero no sus hijas e hijos. Y Felisa con Javier, Javito y su hermanita. También Carmele con Paulo y Carmelita.
Todos estarán de vuelta como las oscuras golondrinas y, otra vez Marino, el de alargadas extremidades, jugando llamará... la atención de todos.
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