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jueves, 2 de octubre de 2025

Una semana con Marino (5)



Amanece otro domingo de verano, de julio. Caruso guarda su bel canto para después del aseo, pero lanza mini graznidos de ave rapaciña. El dependiente durmiente abre los ojos y se estira risueño al traducir los sonidos en la típica imagen del pajarraco de las historietas de Mortadelo y Filemón graznando un “Pioookk” o un “Grñieek” horribles:

—Qué diferencia un halcón peregrino de nuestro canario —hablar estando solo es natural para él.
—Pues casi nada. Que uno puede volar a más de 300 km por hora y el vuelo del otro no se tiene en cuenta.
—Pero eso es cuando se lanza en picado —sus manos se lanzan desde lo alto contra la cama—. ¡Fium!
—Las garras del halcón son temibles cuchillos —se pone las uñas en garra contra la cara—. ¡Grrr!
—El canto del canario es maravilloso y le gusta tener compañía… —desaparece la sonrisa por unos segundos—. Bueno, ya basta.

Cumple su tarea de avicultor parlanchín con libertad para expresarse. Por ejemplo, va dando saltos de lado como los lémures del comedor a la cocina para cada fase:
—Baaaañera, ¡Boing! ¡Boing! ¡Boing!
—Bebederoooos, ¡Hop! ¡Hop! ¡Oh, que se cae!
—Cacoterooooos, ¡Puag! ¡Puag!

Termina haciéndole rabiar un poco y desayuna. Hace la cama estilo abuelita: entra el sol, el aire, deja que se ventile en lo que se lava el pelo y empieza a preguntarse qué hacer, cuando suena el teléfono:
—Buenos días, Marino, soy Felisa.
—Hola.
—Que si te apetece, pasamos luego por tu casa y te vienes con nosotros a la piscina.
—Vale.
—Bueno, pues estate preparado con la toalla y el bañador sobre las doce y media. ¿Te gusta el pollo asado y las patatas de allí?
—Sí.
—Venga, pues ya está. Y no olvides tu carné.

Calcula que hasta esa hora le da tiempo a ir a jugar una partida al Galaxian y otra al Asteroids. Coge su navaja y sale hacia el salón recreativo. Al llegar tan pronto, está perfecto: casi no hay nadie y su máquina está libre. Disfruta cuanto puede, pero se pone muy nervioso y las vidas se consumen demasiado pronto. Luego empieza con los Asteroids. Él prefiere viajar en la nave y pasar de los asteroides, pero así no progresa el juego. De pronto, un chico a su espalda:

—Tronco, así no se juega, hay que destruir los asteroides.
—Ya —y empieza a disparar con algo de susto, porque el interlocutor desconocido huele mal y se intuye peor.

Termina la partida y sale disimulando del salón, pero ya en el semáforo, el mismo chico…
—Tú, pringao, dame todo lo que tengas.
—No tengo nada.
—Vacía los bolsillos —entonces saca la navajita.
—Esta navaja es de juguete. No vale para nada, como tú, pero me la quedo. —El ladronzuelo se da media vuelta, pero sabe que Marino está observando su navajita—. ¡Larga, no te quedes mirando! Joder… se te ve a la legua que eres bobo.

Regresa tratando de rebobinar una y otra vez para averiguar dónde se equivocó, pero la concentración en las máquinas es lo único que recuerda con claridad. Cuando entra en casa, la cabeza le da vueltas y se sienta en el sofá.
—Tenía que haber ido al bar —y concluye al poco—:
—He salvado la vida.

Luego reproduce un clip mental:
—¿Qué prefieres, “mordisquito” o “pinchaina”?
—Prefiero salir por patas.

En aquella época se contaba que algunos macarras te daban a elegir entre machacarte un labio con un alicate o pincharte con una navaja. Para entender a nuestro prota, encendamos el amplificador mental, y esta será la descripción correcta para continuar el relato: divagando entre muerte por desangrado infecto del alicate oxidado y muerte por puñal de medio metro con sierra desgarradora envenenada en la tripa, llamaron al interfono.

Perdido como andaba en aquel lapsus corrosivo, llamaron por segunda vez:
—¡YAAAA BAJOOOO!

De un salto cogió la toalla + bañador + carné y bajó por las escaleras de dos en dos. De pronto, en el quinto, se abrió la puerta del ascensor y aprovechó para bajar con alguien…
—(Oh, Dios mío, qué mala suerte).

La mujer a quien debía dar el pésame dijo, al ver que el burro no saludaba:
—Buenos días. —La mujer mira el bañador y la toalla que lleva en la mano.
—Hola —entraron al aparato—. Ehhh… (¿Cómo demonios se hace esto?).

Ella le mira y él baja la mirada mientras discurre. 4º, 3º, 2º, 1º… y justo antes de llegar abajo espeta un:
—¡Pésame!
La mujer tardó en reaccionar, pero contestó:
—Bueno… en fin… entiendo, gracias.
—¡De nada! —Y feliz por haber cumplido la misión salió corriendo hacia el R8 amarillo limón que había perfumado la calle a gasolina.

Ahí estaban Javi, su simpática hermana con coletas, la mamá Felisa y el señor abogado. La mujer tenía todos los planes preparados y él solo tenía que pensar en consumirlos. Por el camino hizo, eso sí, diferentes indagaciones sobre los padres, los libros, los horarios, las comidas que había hecho y otras funciones básicas de la vida, momento en que pensó que debería haber rechazado la oferta porque notó que ella miraba a su marido y este encogía los hombros e inclinaba la cabeza. Marino entendía que ahí había un diálogo y no era capaz de inventarse nada para detenerlo.

Nunca distinguiría si la gente le asignaba estados mentales que no se correspondían con lo que sentía o si en realidad lo entendían mejor que él, aun resultándole inexplicable desde un punto de vista científico. Quizá los dientes apretados bajo una extraña sonrisa de su hijo funcionasen como señal de incomodidad ajena suficiente para hacer mudar rápido de tema a su madre.

Cuando llegaron al merendero tenían disponible la mesa habitual y, para ahorrarles el paseo de vuelta a los vestuarios y no tener que andar al cuidado de la ropa, Felisa los tapaba un poco con la toalla mientras se ponían los bañadores. Don Javier prendía otro Ducados mientras leía el periódico entre sombras, y ella le regañaba por tanto “fumique”.

Mientras tanto, llegó la familia de Carmela, su marido funcionario, la hija Carmela y el pequeño Paulo en su R7 beige. Paulo era como un pez y aspiraba a ser nadador. De hecho, logró ganar algún campeonato tiempo después. En la cabeza de nuestro enclenque protagonista, la imagen era la de un manatí. Tenía la edad de Javito y los tres disfrutaron del baño hasta arrugarse. Paulo continuaría un poco más incluso porque más que jugar aprovechaba para entrenar. Javito fue emplastecido con Nivea a la espátula de obra mientras de nuevo sonreía y apretaba los dientes ante la mirada atónita de Marino, cuya madre se pringaba la punta del dedo, la extendía por sus palmas y luego pretendía cubrir la piel. En concreto, su madre aplicaba el mismo estilo que cuando ponía la Nocilla: teñía el pan de marrón glaseado dejando visible del todo la miga reseca.

—¿No quieres que te ponga crema?
—No, no, no —no permitía a su madre sobarle con ungüentos y no iba a permitírselo a esta buena señora de inteligentes y razonables respuestas.
—Te pones demasiado tiempo al sol sin crema. Aunque estés más negro que un conguito, no es bueno para la piel. Todavía eres un niño.
—Ya, ya, ya. —Eso le hacía ilusión: “niño”.
—Hay que ver lo mostrenco que eres. —Y eso le hacía gracia.
—Sí, sí, lo soy. —Y lo dejó por imposible.

Había una cuarta familia que ese día no vendría a la piscina. A la hora de comer solían juntarse las cuatro familias en diferentes combinaciones, compartiendo mesas y bancadas de cemento en grupos de dos, con ayuda de mesas supletorias y sillas según la ocupación.

La familia de Carmele tenía una dieta limitada, demasiadas veces basada en huevo y patata, disfrazando los ingredientes con recetas variadas, según la madre de Marino. Una creyó que podía opinar sobre ello en público y la otra se despachó a gusto con el aguijón de vuelta. Aunque Felisa había olisqueado de más en el camino con el chico, del grupo materno-filial era con mucho la más razonable. Cuando surgían riñas, las cortaba con humor y obligaba a besos y abrazos aunque fuese a empujones. Aquello terminaba con risas de todos, estiramientos orgullosos y lágrimas de Marino yendo con prisa a “hacer falso pis” para ocultar sus emociones traicioneras.

Muchas veces los adultos no entienden las diferentes sensibilidades ni tienen en cuenta las de cuantas criaturas les observan.

Ese día comieron las dos familias. Sin más: cordiales y naturales, sin entrar en detalles. Luego había que hacer la digestión y esperar permiso para el baño, así que los tres chicos, después de descansar las tripas tirados en las toallas, se pusieron a jugar a la “Bola Loca” por turnos. 

La hija de Carmele, de piel morena y pelo castaño a lo garçon, era ya una mujer de 20 años: con mucha curva, muy bonita y tontita, chulita y algo creída de sí misma. No limitada por horarios infantiles, venía de darse un chapuzón en la piscina mediana. El agua goteaba desde su bikini blanco de tejido a crochet, atado con simples lazos. Marino estaba en turno “off” de juego, así que su mirada se sorprendía con Carmelita —nada que envidiar a la Ursula Andress contra el Dr. No—, pero de pronto se tuvo que sentar en cuclillas cuando le tocaba turno a la “Bola Loca”.

—¿Qué haces? ¡Que te toca a ti! —le reprochaba Javi.
—Es que me duele la tripa —respondió arrugando la nariz.
—¡Bueh! Que vas perdiendo y te fastidia, jaja —decía Paulo—. Anda, no seas pato, si esto es muy fácil.
—Que no, que... —se sentó cogiéndose las piernas—. No es por eso, es que me duele la tripa.
—Vamos, levántate. Ayúdame, Javi, jua, jua.

Felisa era una lechuza. Durante la comida había observado y, viendo llegar a Carmelilla del baño con algunos hombres volteándose a su paso, supo de inmediato lo que pasaba:

—¡HALA!, ya podéis ir al agua —gritó a los chavales.
—¡BIEEN! ¡Venga Marino!
—¿Tonto el último?
—Yo no puedo ir...
—Dejadle, que le descanse la tripa y ahora va.
—¡UEEEEE! —a correr y tirarse de cabeza los dos locuelos.

Felisa se acercó a Marino:
—No te agobies, es normal que tu cuerpo reaccione, es la adolescencia. Cuando se te pase, vas con ellos. Tú tranquilo.
—(Jo, qué vergüenza, habrá pensado que soy un guarro, vaya corte, todo el mundo se da cuenta de todo).

Carmelita sonreía mientras se cambiaba con la ayuda despreocupada de su madre. El muchacho se echó boca abajo, como si le apeteciese una siesta, y no ayudó seguir mirando y adquirir el perfil de ella entre movimientos de la toalla. Había suficiente espacio para todos, pero tampoco demasiado, y la chica se sentó a su lado con su bolsito y una revista de cotilleos.

Al chaval le olía a algo nuevo, fantástico, hiperbólico y surrealista... hasta el momento de encenderse un Winston y sujetarlo con mucha gracia, momento en que prefirió voltearse, a la espera de reducir la presión y... los latidos. Felisa lo tapó un poco para evitar que se enfriase y, con la tripa llena, el olor de los cafés y las aburridas conversaciones adultas, se quedó dormido.

Más tarde, después de merendar con Nocilla tapando todo el pan, los padres convinieron que los tres podían pasear por algún parque de la ciudad, al cuidado de Marino, y tomar un helado juntos.

Día nefasto entre los nefastos, de los peores en su corta vida: otro muchacho, como de la edad de sus dos amigos, se cruzó con ellos en el parque e hizo un comentario estúpido. Momentos después, aquel crío vino a pelearse con los tres. Empezó Javi un forcejeo y Marino, sin encomendarse a nada, aprovechó para correr, muy asustado, en busca de ayuda del heladero que estaba a la vista. Paulo corrió detrás de él y dejaron solo a Javi.

—¡Ayuda! ¡Ese chaval nos quiere pegar!
—¡Dejadme en paz de bobadas, que estoy trabajando! ¡Y sois tres contra uno y tú el más grande!
—¡Por favor!

La escena fue realmente penosa. El heladero intervino y puso fin a la disputa. Marino, muerto de vergüenza, rogó que aquello no lo contasen, pero no obtuvo respuesta ni promesa.

Los siguientes días, Marino se dedicó al negocio paterno. Retiró los embellecedores de los tubos fluorescentes para mejorar la iluminación del local. Limpió donde antes nunca se había limpiado, hizo gráficos estadísticos con las sumas diarias de caja por mes y año, demostrando cuándo era más conveniente invertir en material.

El día antes de regresar sus padres, la llamada de turno transcurrió así:

—Buenas noches, hijo, ¿cómo ha ido el día?
—Bien, hoy han sido 8.985 pesetas.
—Bah, poca cosa. ¿Ninguna novedad más?
—Sí, trajeron un papel para firmar.
—¿De qué?
—De tráfico.
—¿UNA MULTA? ¿HAS FIRMADO UNA MULTA?
—Pues... ssi.

A continuación escuchó cómo su padre cedía el teléfono a su madre para patear y golpear por la habitación del hotel mientras decía todo tipo de burradas: promesas de internado, comparaciones con su hermano mayor, inutilidad, otra vez y de nuevo “locura”, hasta provocar que su hermana arrancase a llorar. Fue entonces cuando su madre intervino, al ver que no lograba calmarle:

—Vaya disgusto le has dado a tu padre. ¿Cómo puedes decepcionarle así? No va a dormir y tiene que conducir mañana. No sé qué vamos a hacer contigo... —frases demoledoras, una tras otra, hasta el alarmante pitido que advierte del fin de toda comunicación, de un final interrumpido. De adolescencia interrumpida en demasiadas ocasiones.

El auricular en la oreja sudada del chico cayó al suelo.

Los lagrimones, los tirones de pelo, los golpes que se aplicó Marino con ambos puños fueron mucho más fuertes que los que le hubiera propinado su padre para saciarse. Tras los insuficientes golpes llegaron sus propios insultos, grabándose en la frente como cicatriz que jamás se borraría.

Cayó al suelo encogido, lleno de dolor, de odio hacia sí mismo, de asco en bumerán y llanto tan hueco como esos relámpagos sordos, de un nuevo fracaso en permanente atardecer.

Nunca sabremos por qué en esta vida las desgracias parecen cebarse en determinados seres mientras otros, mucho más siniestros y abyectos las esquivan e incluso utilizan en su favor.

¿Podrá Marino atisbar algún día el amor y disponer de herramientas para reconocerlo y corresponderlo?
¿Caben más problemas, más disgustos en un cuerpo tan consumido por interminables penas sin posibilidad de consuelo?

No conozco todas las respuestas y, por ahora, no tengo más palabras con qué describirlo. Solo dispongo de silencios y no encuentro en la belleza forma de transcribirlos pero me pregunto cómo será el día siguiente, con tanto verano por delante.