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sábado, 11 de octubre de 2025

Una semana con Marino (7)

 

Discurrir por la vida es, para Marino, como cruzar un bosque de guijarros, con fieras agazapadas esperando un tropiezo, un error mortal de necesidad en su intensidad adolescente. Es caminar descalzo, con la piel al descubierto, alejado del calor o, peor aún, del amor.

Un día, siendo niño, su héroe se convirtió en villano. Engañado, compartió su inocencia sin miedo. Los pijamas apartados con las otras prendas. Sujeto boca abajo contra el colchón y, aun así, deseando comprender el juego, resistió las acometidas de un ariete ya menos infantil, más pérfido. El sudor de sus cuerpos, la puerta bloqueada, las mentiras no explicadas, la ansiedad de lo que escapa a la razón.

Y ahora, siendo adolescente, no asocia, no imagina qué mal padece su cuerpo para permanecer tan frío. Por qué nadie en su familia le ayuda si su cabeza no funciona.

Los documentales muestran a los machos sujetando a las hembras. Quizá ese cuerpo asténico, algo femenino, su falta de arrojo, fueran motivo suficiente para crear la confusión.

Marino prefiere cantar a la vida. A los "perjúmenes" de Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina, sin comprender del todo su pícaro sentido. Y canta, ya en secreto, "Don't let it show", de Alan Parsons Project, porque no le cabe duda de que debe ocultar, borrar todo lo sucedido, tantas cosas malas: la mentira, la imagen imborrable de un agujero marrón y arrugado, los olores, los tactos...

La música es su refugio y canta sin dificultad a su reflejo asustado, aunque decidido, sobre la magistral voz de Barbra Streisand: "Run Wild", robándole los significados, sumando fantasía a sentimientos de un tono rosa que viven en él sin importarle:


Puede que esté roto, pero mi amor se las arreglará.
Cariño, habrá otros en el camino
que tratarán de cuidarme como yo cuido de ti.
Como yo me preocupo por ti. 
Corre salvaje al borde del tiempo, niño.
Lleva tus sueños lejos, amor.
Nadie puede retenerte ahora
porque eres una isla. 

Y la emoción clausura sus cuerdas vocales en medio de la incomprensible lluvia de corazoncitos egocéntricos: los negados y los traicionados, junto a los que conservan su esperanza, invencibles y eternos.

Ay... qué bonito.

El niño, el adolescente, cuál de ellos no lo sé, acudió como siempre a su habitación, pero la puerta estaba entornada. Pasó dentro y encontró a su hermano sin ropa. La parálisis duró un millar de milisegundos antes de dar la vuelta y salir. Escuchó:
—¡Vuelve, que no pasa nada! ¡Solo me estoy cambiando! —y añadió sonidos y más palabras que no fueron tomadas en cuenta en ese momento, ni estas otras después de estar vestido:
—No tienes que tener miedo. En la mili, por ejemplo, te hacen desnudar y pasar así debajo de los camiones, mancharte de grasa y cosas peores, y no pasa nada. Todos nos reímos, todos somos hombres.
—(Yo no soy de ese tipo de hombres y no pienso ir a la mili) —pensó.
—¿Me escuchas? Mírame, no mires al suelo. Si te lo digo es por tu bien, para que no te pase lo que a mí... —Marino esbozó una sonrisa—. ¡Bah! Haz lo que quieras. Avisado estás.

Todo el mundo lo sabe: en el mundo animal puedes ser predador o presa. Los predadores disponen de un instinto autónomo y visión de foco. Son capaces de seleccionar al instante la presa con dificultades, la diferente, la que resultará más sencilla. Las presas tienen el instinto contrario: visión de amplitud, velocidad para escapar, para mimetizarse y no ser vistas ni escuchadas, para encontrar alternativas a la pelea.

Las personas también pueden ser predadoras o presas. Marino sabe que debe estar atento para prevenir el peligro, debe escapar ante señuelos, encantos y todo aquello que su experiencia ha ido determinando. Compartir espacio sin ropa con alguien de su mismo género es motivo de escape: como la violencia, los gritos, la sinrazón, la lengua envenenada, el grupo, etc.

Marta, su otra hermana, un año y medio mayor, al escuchar aquellas arengas de hombre adulto, se acercó a él y le dijo:

—No le hagas caso. Tú pídete todas las prórrogas para la mili, que son siete, y cuando no quede remedio, ya serás mayor y lo entenderás todo mejor. —Y añadió—: ¿Me dejas leer el último Don Miki? —muy contento se lo entregó y ella susurró—: Luego, cuando todos estén distraídos, nos fumamos un mentolado.

A Marta también la quería mucho. Era una chica muy sensible y aún más llorona, pero combativa. Ambos compartían ascos para la comida que consumían los nervios a su madre. Un día, en medio de una comida con sopa de verdura, Marino dijo con solemnidad:

—Esto no es sopa de verdura, es de carne. —Y todos pensaron que se le habían aflojado las tuercas al pobre Francostillas. Su madre, aludida primera, respondió:
—Déjate de tonterías y come. —Pero Marta preguntó:
—Marino siempre tiene un motivo. ¿Por qué lo dices?
—Pues... estos cuerpos negros, pequeños, estos insectos de la sopa son carne, ¿no?

La que se lió no fue chica. Su madre no tenía costumbre de limpiar los armarios de la cocina, y aquello era un microcosmos de organismos con vida autónoma. Algún ingrediente de la sopa tenía bichos, achicharrados con sus patitas y demás. Todos verificaron y recusaron la sopa. No sirvieron de nada las alegaciones maternas. Pero a la hora del café, la cosa continuó. Su madre puso la jarra con leche y la del café. Y Marino dijo:
—¿Qué pasó con el café? —a lo que su madre se repuso, inquieta:
—¡Qué le pasa al café! ¡Es el mismo de siempre! ¡No dirás que tiene bichos también! —y su padre añadió:
—No hay marrano que no sea escrupuloso. —Pero Marta insistió:
—Marino, dinos qué le ves al café... si aún no lo probaste. —Y su madre, sin convicción, aprovechó la ocasión:
—¡ESO, QUE NO LO HAS PROBADO... TONTO!
—A ese café le has echado algo. Está turbio y normalmente es cristalino: oscuro, pero no turbio. —Su madre, esta vez asombrada, estalló en una risa:
—Jaaa, ja, jaaaa... —y los demás monos de la feria rieron con ella—. Pero mira que eres especial, cariño. Sí. Es que no había café suficiente y le eché Nescafé en polvo, pero nada más. —Y todos comprendieron y tomaron el café con risas compartidas que el chaval disfrutaba como un enano, al que llamaban enano, si bien la más enana era su otra hermanita, Rosa.

Rosa, a quien también quería mucho, tenía lo que ahora llaman "terrores nocturnos". Solía suceder que la echaban a dormir antes que al resto porque era muy chiquita, de unos seis años, cuando empezó con este problema. A Marino se le partía el corazón y no podía soportar escuchar su llanto sin que nadie la atendiese. Para el resto era una niña caprichosa, una niña consentida, pero para nuestro prota había un problema y no podía encoger los hombros sin poner en marcha alguna iniciativa.

Una noche, tras acostarla, comenzó a acudir al dormitorio de las chicas. Jugaba con ella a las cartas infantiles de El bosque de Tallac.
Jugaban, y él se dejaba ganar, algo inconcebible, pues odiaba perder.
Rosa reía pícara y disfrutaba un montón. Sus padres les reñían, y poco a poco, tras leer unos cuentos, cuando ya le parecía que su hermana estaba lista, lo dejaban en secreto. Apagaban la luz y esperaba a que se durmiese. Luego salía medio mareado de aquella oscuridad, pero feliz y satisfecho, a pesar de perderse lo mejor de la tele. La niña no volvió a tener aquellos terrores.

Pero es verano y la piscina es, de nuevo, nuestro siguiente escenario. Allá va este cantarín, amigo de Caruso, tan ufano. Con la vajilla completa, si descontamos algún plato roto.

Entra con su familia al merendero, cargado con bártulos para pasar el día con las demás. Y de nuevo hay baño, natación y tostones asados, vuelta y vuelta. El padre de Javucho ha tomado las pulsaciones de ambos: 168 el chico grande y 125 el pequeño:
—¿168 es... bueno... no? —pregunta jadeando.
—Hombre, pues no es demasiado bueno, pero... —reduce la marcha al ver la cara de susto—. Pero no tiene importancia, solo ha sido un largo intenso. ¡Uy, se hace tarde! Id saliendo, que se acerca la hora de comer.

Pues no le dijeran otra cosa. Empezó a entrar en bucle y se reservó el derecho de consulta al tomo enciclopédico de lo cardíaco, a los médicos de turno para el siguiente día de enfermedad, a los expertos en deporte de su vida futura, etcétera, etcétera. Pero eso no le impidió incorporarse a la hora de comer. Había bullicio, muchas cosas compartidas entre todos, que a él le producían rechazo y mucha hambre loca por doquier. Y vino. El señor Juli dijo:

—Toma, Marino, un vasito de vino, granuja.
—¿Es Paternina Banda Azul? —solo tomaba vino para hacer gracia, para integrarse y resultar simpático, chistoso: el niño borrachuzo. Lo hacía desde siempre y le reían la gracia cada vez.
—Bueno, Juli, no te pases echando —recriminó Felisa—, que de estas cosas a los niños, cuanto menos, mejor. —Ella tenía en cuenta que Juli era un borrajas sin control.
—¿Niño? Pero si este ya es tan alto como yo... claro que... por lo que me han dicho, no le sirve de mucho.
—¿Se puede saber a qué viene eso? —preguntó molesta la madre de Marino. El chaval no había tomado un trago y ya se le estaba atascando el tinto.
—¡Ah! ¿No lo sabes? Aquí el Javito es el más valiente de estos tres. —Rosario, su mujer, un tanto sorda, venía del servicio e intuía que su marido estaba haciendo alguna de las suyas—. Pues que estaban el otro día por el parque y otro niño se metió con ellos. Javi fue el único en plantar cara y pelear. —Rosario llegó en este punto, pero continuó—: Aquí el Marino salió corriendo y Paulo detrás de él. Ja, ja, le dejaron solo cuando podían haberlo hecho papilla, siendo tres. Además, el gitanillo era un renacuajo que... —su esposa le interrumpió muy enfadada—. ¡CALLA LA BOCA! ¡Que siempre tienes que dar la nota! ¡IMBÉCIL!

Los segundos de silencio se extendieron como si una bomba hubiera estallado, dejando a todos sordos y pasmados.

Marino había dejado el vaso de vino nada más escuchar las primeras palabras sobre la valentía de Javi y se levantó. No quería hacer de borrachín tonto pudiendo ser el cobardica más ganso. Justo lo que odiaba su padre que fuera. Escapó de aquel lugar cumpliendo con lo esperado por aquel padre suyo.

Caminó en zigzag por entre las mesas de muchas otras familias, también con amigos, también con niñas, niños y adolescentes como él, mientras la discusión se dejaba de escuchar. Desorientado, preso del bañador, de la vergüenza, de necesitar ayuda para volver a su casa, a la seguridad de su habitación, buscó dónde esconderse.

Basta una sola estupidez para romper cualquier magia, cualquier afecto. Estropear cualquier recuerdo y cubrirlo de la porquería más puerca.

—Julián se ganó otra bronca. No me lo esperaba. Yo creía... —imaginaba que aquellas personas le querían—. Corre salvaje, al borde del tiempo, niño. Lleva tus sueños lejos, amor.

Lo buscaron sin hallarle. Usaron sin éxito la megafonía para encontrarle. A Julián “le cayó la del pulpo”, para quienes vean sentido en la analogía, y solo Felisa supo dónde estaba. Se encerró en uno de los dos vestuarios pequeños a la vuelta del bar del merendero.

—Abre, no hagas caso a Julián, no seas tonto. Es lo que él quiere. Sal de ahí y te explico por qué lo hace.

Con su cara, más negra que morena, llena de lágrimas-rímel extendidas, haciendo contraste con el blanco del cloro, los ojos enrojecidos y el último llanto con hipo de su vida, abrió y salió encogido, temblando, al cegador sol y el calor del mediodía.

Felisa le explicó los problemas que había en la familia de Julián: que bebía de más y decía cosas que no pensaba. Que tenían problemas con su hijo pequeño, Alberto, de su misma edad y amigo perdido. Explicó que discutía con su esposa todo el tiempo y, como Rosario se mostraba agradable con el padre de Marino, para chincharle, la había tomado con él en revancha.

—Pues no es casualidad. Ya otra vez hizo algo parecido, cuando no quise cantar delante de todos la de Palacagüina y me cogió por los brazos y me agitó como a una botella de Mirinda para que la echase fuera. —A Felisa se le escapó la risa:
—¡Jaaa, ja, jaaa! Pero mira que eres gracioso. Anda, ven conmigo, que te están buscando. —Cayó en la trampa de sentirse gracioso mientras ella le tiraba de la muñeca y lo llevaba como trofeo de vuelta al matadero—. Espera, que te limpio esa cara. Y ponte derecho, que no te vean triste. No hay nada de lo que avergonzarse. Cada uno es como es.

Por más que quisieron que hablara, no volvió a decir una palabra. Escuchaba por detrás todo tipo de encomiendas hasta que se cansaron y le dejaron por imposible.

Sería su último día de hacer el borrachuzo. Su último día de ir a la piscina. Y, en verdad, ni Dios conseguiría que volviese ya más. Perdía otro amiguito sin culparlo; tan solo era un niño que le contaba a sus papás todo, con absoluta naturalidad.

Más adelante se enteró, de forma indirecta, de que Javito aún se hacía pis en la cama y por eso nunca pasaba una noche fuera de casa. Es lamentable cuán bajo pueden caer y lo lejos que pueden llegar las personas para defender sus más miserables intereses.

En el camino de vuelta a casa, el sonido del motor y el carrusel deportivo permitían mantener la tensión, hasta que su padre sentenció, haciendo pausas entre frases:

—Siempre huyes de todo. Como los cobardes. Qué poco te pareces a tu hermano. Ni a mí. Ni a nadie. Ya verás cuando hagas la mili. Ahí te hacen hombre a la fuerza. —Y Marino pensó:
—(¿A la fuerza? Al que me toque, le meto un tiro).
—Bueno, ya basta —cortó su madre—. Déjale en paz, ya ha tenido suficiente por hoy.
—Cobarde además de loco, otra decepción.
—¡YA BASTA! —el enfado de su madre puso fin a tanto amor envuelto en hermosas palabras.
—Bien dejado está.

Cierto. Dejado de la mano de nadie.

O si el abandono es alguien, entonces tuvo larga compañía y enseñanza. O si lo son libros de sexualidad que su hermano les mostraba, donde Santa Águeda llevaba en un plato sus pechos cercenados, aprendió demasiado pronto.

O si las revistas de aquel hombre-padre, con mujeres de piernas esparcidas, y que según él eran “todas de nata por dentro”, cual postre para hombres, entonces hizo el servicio militar antes que nadie.

Llegados al domicilio, desenvueltos los achiperres de campo y reunidos todos los terrícolas, y algún alienígena allí alojado, hubo reunión de pastores y el del bastón dijo:

—Este fin de semana vamos a Andorra vuestra madre y yo. Decidme qué queréis que os traiga de regalo. —Marino esperó a escuchar a los hermanos y hermanas.
—¿Y tú qué, Marino? —el instinto de Marino, equivocado o no, presintió en aquellas palabras algo que disgustó al chico.
—No quiero nada.
—¿Ni chocolate?
—Déjale, si no quiere nada, pues ya está —su madre era bastante tacaña y quería reducir gastos.

Mientras sus padres les dejaban solos, por enésima vez, “acostumbrados”, hasta cierto punto, desde pequeños, a esperar su regreso en el balcón con ansiedad, Marino aprovechó para grabar sus Sesiones con Juan Salvador Gaviota.

En casa tenían una grabadora de bobina abierta y, en ella, con la máxima velocidad (calidad) que ofrecía el aparato, combinó Marino la música de la banda sonora de la película y la melancólica voz de su hermana Marta leyendo el texto apropiado a cada canción.

Cuando regresaron de Andorra, trajeron un montón de cosas en un sinfín de bolsas. Había olores sugerentes: a nuevo, a sabroso, con tactos suaves, de goma o rugosos, cosas blandas o duras dentro de preciosas cajas envueltas en papel transparente que brillaban como el oro y un montón de regalos que se concedieron a cada hija e hijo. Menos a él. Todos felices y sonrientes, hasta que su hermana mayor dijo:

—¿Pero...? ¿Y a Marino? ¿No le habéis comprado nada?
—No. Dijo que no quería nada. —Y Marta añadió:
—Que sí, mira, esta cajita de After Eight es para él.
—No. Trae, no líes las cosas, que se la prometimos a la Rosario.

Marino no había calculado, no había previsto la situación, y se marchó a su habitación, como todos los que leéis esta historia ya podéis imaginar, para llorar por ser un estúpido, por quedarse mudo y por no saber nunca cómo decidir, qué elegir.

Se preguntaba si alguna vez en la vida podría vivir sin ayuda de nadie. Si conseguiría parecer normal para trabajar para alguien normal. Si le amaría alguien tal como era, pues no podría engañar a esa persona; a pesar de su piel de lagarto, de sus pies palmeados, de su horroroso cuerpo asténico, de su extraño caminar, con esa asquerosidad a la hora de comer, con tanta falta de valor.



Como en Juan Salvador Gaviota, se diría que Marino añoraba las olas estallando contra el espigón en la desembocadura del río Bidasoa, los días de tormenta. El sabor a sal de las partículas en el aire y el poder del mar, persistente, como él quería ser.

Envidiaba a las gaviotas, suspendidas allí arriba, tan inalcanzables y seguras como él quisiera ser.

Santo, bendecido, con la profundidad con que la voz de Neil Diamond canta:


"Holy, Holy ... Sanctus, Sanstus ... Be."

Y ser.

Tan solo quería SER.



NOTA FINAL

A Marino le ha gustado la historia y ha querido añadir esto:

A veces pienso que todo lo que fui se quedó en aquella piscina, en el eco de las voces que se alejaban mientras yo me escondía. Que el resto ha sido aprender a salir de ese vestuario, una y otra vez, con la cara lavada y el temblor disimulado.

Quizá todos vivimos intentando ser alguien frente a los demás, pero lo que realmente importa es poder ser sin testigos. Sin público, sin aplauso, sin la necesidad de probar nada.

He entendido que el silencio también puede ser una forma de respuesta. Que no hablar no siempre es rendirse, sino conservar lo que uno no quiere que le quiten.

Y si algo queda de aquel niño, o de mí, es la certeza de que existir ya es bastante.
Que a veces ser —solo eso— es el acto más valiente que nos queda.


Os dejo una versión de la canción de Joni Mitchell "Urge for going" cuando el verano y todos sus recuerdos tienen prisa por partir:



miércoles, 8 de octubre de 2025

Una semana con Marino (6)


Algo de frío. Algo de distancia.
La piel mudada en escamas sin una sola caricia.
La sangre esperando en vano, por esta vez, un abrazo de su propia sangre.
Deslizarse sobre oscuras sombras a plena luz de un nuevo día.
El eco mudo de las respuestas omitidas. El perdón sincero no aceptado.
Ser aquel a quien le esquivan la mirada, fantasma pasando junto a ellos sin ser visto, estorbo detenido entre maletas y armarios.
Sus padres llegaron armados con un siniestro enfado destinado a desintegrarle, pero todas las cosas que hicieron con Marino no sirvieron demasiado.

Aprendió que se puede intentar otra vez. Y que se puede pedir perdón siendo mudo, tratar de ayudar siendo manco, encender la mecha de una conversación sin fuego y prender fuego al hielo más obstinado.
Aprendió que podía intentarlo otra vez dando espacio, guardando silencio, reteniendo la ansiedad, la culpabilidad.
Aprendió que no basta el deseo de solucionar cuando nadie quiere resolver. Había aprendido a huir y, con trabajo, también aprendió a rendirse: a dejarlo todo y destruir lo que quedase. Para morir por dentro siguiendo adelante. Para volver a levantarse sin enmiendas ni ataduras, pero haciendo conservas de lo recibido.

Marino aprendió que su hermana mayor escribía muy bien. Encontró sus pensamientos secretos y le parecieron hermosos. Decidió que, cuando no pudiera más, escribiría los propios.

Ya no puede más y, de momento, deja atrás todo eso que no entiende y le hace daño. Va a su habitación, donde los animales le cuentan cosas desde un fichero, y aguarda.

Cuando siente que la puerta se ha cerrado, que vuelve a estar solo —pues a su hermanita la recogió su madrina, su padre está en la tienda e imagina a su madre de compras—, sale a ver el campo de batalla.

Caruso pide su bañera, sus tanques de agua, su limpieza. Hoy no le habla ni le hace rabiar. Solo le pone su manzana, y la agradece con un lindo “Piii”. No hay conversaciones a uno, ni saltos, ni muecas. La cama queda hecha; el sol y el aire limpian lo que queda.

Al cabo de un rato, le reclaman que baje a la tienda.

—¿Se puede saber por qué has quitado los embellecedores de los tubos del techo? —su padre quiere una respuesta rápida.
—Siempre hay poca luz, dicen que esto parece una cueva y...
—Y pensaste.
—Quitan mucha luz.
—Vuelve a ponerlos donde estaban. —Marino ve en la papelera los gráficos de ventas—. Voy a tomar una cerveza y un pincho, y te dejo pagados unos calamares. Venga, que es para hoy.

Inmóvil, despreciado y con el amor que cabe bajo el rebozado de un par de calamares, se le vuelven a humedecer los ojos, momento en que entra su madre.

—¿Por qué habéis tirado los gráficos que hice? Me costaron mucho tiempo. ¿Los ha mirado?
—Eso a tu padre le parece un insulto. Él estudió maestría industrial y sabe de sobra llevar sus negocios.
—Yo no digo que él no sepa, solo...
—Le haces esas cosas sin tener ni idea de lo que costó poner este negocio. Vas y te inventas lo de las lámparas. Es verdad que se ve mejor, pero también lo descolocas todo y te haces el listillo con los dibujos esos... Es como si no respetaras lo que hace.
—No era... solo quería...
—Anda, déjate de lloriquear, que como te vea otra vez así se va a enfadar. Fíjate cómo tu hermano nunca llora; deberías aprender.

Debía aprender tantas cosas de su hermano... las buenas por las malas y las malas de la peor de las maneras. Pero su hermano sí que llora: en contadas ocasiones, bajo sentimientos muy distintos y con consecuencias de dudosa ejemplaridad.

Lloró cuando aquella chica le rechazó y escribió su carta de despedida al mundo. Marino, habituado a encontrar todos los secretos, acudió aquella ocasión a su hermana mayor:

—Mira, mira, ¡creo que se va a suicidar!
—Desde ya te digo yo que no. Cálmate. Trae, déjame ver... —nerviosito, esperaba su opinión—. Qué va. Esto es puro teatro. Es rabia porque no consiguió lo que quería. Fue tan idiota que quiso hacer en Madrid la mili para estar cerca de la prima Consi y le salió el tiro... —Marino abre los ojos:
—¡QUÉ TIRO! ¡Ya te lo dije! ¡¡SE HA DISPARADO!!
—¡CALLAAAA! ¡Que no, hombre!, es un decir. “El tiro por la culata” es... es como cuando las cosas no salen como imaginas. ¿Entiendes?
—Ah, sí, me acuerdo. Es una frase hecha, como los proverbios en inglés. Hay uno que dice “While the cat’s away, the mice will play” —cosa que encanta al chaval— y otro que dice “Don’t put all your eggs in one basket”.
—Exacto, hermanito, y aquí hubo alguien que puso todos sus huevitos sudados en la misma cesta.
—¿Sudados? —visualiza huevos con gotas y arruga la nariz.
—Ufff, na, es una broma de tebeo, no hagas caso. —Pero aquí suena un clic en la mente de su hermanito:
Tebeo + HermanaMayor → Permiso-comics-Star
—¿Me dejas ver tus cómics de Star?
—¿Qué? No. Ni se te ocurra. Como me entere de que los coges, me enfado contigo. Eso no es para niños... o sea, ni para adolescentes. Es para adultos, y no para cualquier adulto.
—Anda, por favor, si yo ya estoy acostumbrado a todo tipo de cosas.
—Joooeerrr, ¿qué quieres decir con eso?
—Papá tiene revistas horribles debajo de su cama y no son de dibujos.
—No me extraña pero ... ¿Y mis cómics? ¿También los has fisgoneado?
—Un poco.
—¿Cómo que un poco?
—Bueno, he pasado algunas páginas... pero los he dejado.
—¡Mecagoen! ¡Ya sabía yo que tú ibas a encontrarlos!
—Que tus cómics estaban en tu cajón, ni siquiera tapados del todo... mucho secreto no podían ser tus cómics...
—¡No son míos! ¡Son de Mari Luz! Madre mía, qué fisgón. Se los devuelvo hoy mismo. Tú sigue con tus Don Miki, anda.
—Pero...
—¡YA! —mira hacia el techo— ¡Uff! —hace una pausa mientras su hermano la observa—. Cariño, no te preocupes. No estoy enfadada contigo. Esto es culpa mía. No pasa nada. Hala, venga, te compro un par de Don Mikis, ¿vale? y... ¡NI PÍO!
—(¿Caruso?) ¡VAAAALE! ¡TRATO HECHO!


Así daba gusto hacer “negocios”. Los comic Star, de la época undergroundle parecían también horrendos, así que conseguir a cambio un par de números para su colección de Don Mikis era todo un éxito, o mal visto, casi un chantaje... que no llegó a pagar nunca su hermana. Pero todo esto sucedió en otro momento.

Lo que sí deparaba aquel día era una comida con sorpresa. Su madre preparó una ensalada de lechuga con tomate y aceitunas, tan apreciable frescor en época de calor, para acompañar los filetes. De las hojas de lechuga, a Marino solo le gustaba la parte blanca que une las hojas al tallo: cogollo crujiente, jugoso y de poco sabor.

—Uh, ¿filetes disfrazados tenemos hoy? —en la cocina, su madre reboza los filetes de ternera para que no ande rebuscando ternillas y otros elementos que retirar.
—No empieces. Los rebozo porque saltan menos.
—Y para que yo no escoja.
—Quita de ahí y ve poniendo la mesa, anda.
—Disfraz de antifaz.
—¡Marino! —su madre agita las manos exasperada y el pan rallado sale volando—. ¡UYYYYY!
—Voy poniendo la mesa, si eso.

A la hora de comer, con precisión quirúrgica, retira las capas de rebozado. Su madre aprieta los labios y mira a su marido que no tarda en pronunciarse:

—¡Qué andas quitando! ¡Se come todo! Bah, ¡si le quitas lo más rico! —su padre le retira el plato, coge los disfraces y se los zampa. Marino siente una arcada; toda esa pasta grasienta y espesa, pero impide que se asome.

Cuando van terminando de comer, quedan solo algunos trocitos de hojas en la fuente de la salsa y las escurrindangas del aceite y el vinagre. Su padre toma la fuente para beber de ella como vaca en abrevadero. La madre interrumpe:

—¡NOOOO! ¡No te tomes eso! —y, como él desobedece, su mujer suelta un despechado—. ¡Así te ahogues!



Sería más casual que causal, pero en ese momento se le fue el caldo de ensalada por las vías respiratorias y empezó a toser. Una persona en una situación semejante debe tratar de mantener la calma, aunque sienta que no puede respirar. Su padre, sin embargo, quería tomar aire a toda costa y su tráquea se cerraba para impedir la entrada de más líquidos. La escena fue terrorífica. Su padre avanzaba dando tumbos por el pasillo, mascullando palabras, golpeando las paredes con los puños, mientras los sonidos de su garganta revelaban una asfixia que podía llevarlo a la muerte. Su esposa trataba de tranquilizarlo y recibía los empujones de un toro moribundo con querencia al vallado. Marino, con la cabeza a punto de reventar y dándole vueltas, no sabía qué hacer y marchó a su habitación a esconderse en medio del jaleo. Cuando todo terminó y se recuperó la normalidad, lloró una vez más.

Y ahora sí que no podía más. Cogió una hoja de papel y se puso a escribir mientras las lágrimas corrían alocadas pendiente abajo. Solo vamos a “fisgonear” en sus últimas palabras:

Es muy difícil expresar el miedo de que tu padre, alguien a quien quieres, se pueda morir en tu presencia gritando y aferrándose a tu cuerpo, rígido de dolor. Quieres ir y abrazarlo.
Besarlo y decir “Dios… te quiero”.

En un día tan triste, tan lleno de desprecios, las palabras de Marino fueron aún de cariño. De nuevo, como aquel cachorro que, en respuesta a los palazos de sus amos, solo suplica, recoge su rabito y todo lo perdona.

Aquel mismo día no quedarían ganas de ir a la piscina, pero muy pronto sí. Ni que decir tiene que su madre se la ganó por desear que se ahogase y casi lograrlo. Se repetiría aquel reproche por brujería per saecula saeculorum.


La piscina era, en verano, un lugar refugio para el relax de padres y madres, así que volverían a juntarse todas las familias con esa selección de hijas e hijos que aún acuden con sus papás y mamás. Su hermano ya superó esta etapa y, aunque regresa el próximo día de su acampada de machito autosuficiente, no le “verán el pelo” por la piscina. 

Y menudas melenas, pantalones acampanados, chinchetas y nunchaku calzaba el mozo.

Volverá la familia número cuatro: la de Rosario y Juli, padres de cuatro, pero no sus hijas e hijos. Y Felisa con Javier, Javito y su hermanita. También Carmele con Paulo y Carmelita.

Todos estarán de vuelta como las oscuras golondrinas y, otra vez Marino, el de alargadas extremidades, jugando llamará... la atención de todos.


jueves, 2 de octubre de 2025

Una semana con Marino (5)



Amanece otro domingo de verano, de julio. Caruso guarda su bel canto para después del aseo, pero lanza mini graznidos de ave rapaciña. El dependiente durmiente abre los ojos y se estira risueño al traducir los sonidos en la típica imagen del pajarraco de las historietas de Mortadelo y Filemón graznando un “Pioookk” o un “Grñieek” horribles:

—Qué diferencia un halcón peregrino de nuestro canario —hablar estando solo es natural para él.
—Pues casi nada. Que uno puede volar a más de 300 km por hora y el vuelo del otro no se tiene en cuenta.
—Pero eso es cuando se lanza en picado —sus manos se lanzan desde lo alto contra la cama—. ¡Fium!
—Las garras del halcón son temibles cuchillos —se pone las uñas en garra contra la cara—. ¡Grrr!
—El canto del canario es maravilloso y le gusta tener compañía… —desaparece la sonrisa por unos segundos—. Bueno, ya basta.

Cumple su tarea de avicultor parlanchín con libertad para expresarse. Por ejemplo, va dando saltos de lado como los lémures del comedor a la cocina para cada fase:
—Baaaañera, ¡Boing! ¡Boing! ¡Boing!
—Bebederoooos, ¡Hop! ¡Hop! ¡Oh, que se cae!
—Cacoterooooos, ¡Puag! ¡Puag!

Termina haciéndole rabiar un poco y desayuna. Hace la cama estilo abuelita: entra el sol, el aire, deja que se ventile en lo que se lava el pelo y empieza a preguntarse qué hacer, cuando suena el teléfono:
—Buenos días, Marino, soy Felisa.
—Hola.
—Que si te apetece, pasamos luego por tu casa y te vienes con nosotros a la piscina.
—Vale.
—Bueno, pues estate preparado con la toalla y el bañador sobre las doce y media. ¿Te gusta el pollo asado y las patatas de allí?
—Sí.
—Venga, pues ya está. Y no olvides tu carné.

Calcula que hasta esa hora le da tiempo a ir a jugar una partida al Galaxian y otra al Asteroids. Coge su navaja y sale hacia el salón recreativo. Al llegar tan pronto, está perfecto: casi no hay nadie y su máquina está libre. Disfruta cuanto puede, pero se pone muy nervioso y las vidas se consumen demasiado pronto. Luego empieza con los Asteroids. Él prefiere viajar en la nave y pasar de los asteroides, pero así no progresa el juego. De pronto, un chico a su espalda:

—Tronco, así no se juega, hay que destruir los asteroides.
—Ya —y empieza a disparar con algo de susto, porque el interlocutor desconocido huele mal y se intuye peor.

Termina la partida y sale disimulando del salón, pero ya en el semáforo, el mismo chico…
—Tú, pringao, dame todo lo que tengas.
—No tengo nada.
—Vacía los bolsillos —entonces saca la navajita.
—Esta navaja es de juguete. No vale para nada, como tú, pero me la quedo. —El ladronzuelo se da media vuelta, pero sabe que Marino está observando su navajita—. ¡Larga, no te quedes mirando! Joder… se te ve a la legua que eres bobo.

Regresa tratando de rebobinar una y otra vez para averiguar dónde se equivocó, pero la concentración en las máquinas es lo único que recuerda con claridad. Cuando entra en casa, la cabeza le da vueltas y se sienta en el sofá.
—Tenía que haber ido al bar —y concluye al poco—:
—He salvado la vida.

Luego reproduce un clip mental:
—¿Qué prefieres, “mordisquito” o “pinchaina”?
—Prefiero salir por patas.

En aquella época se contaba que algunos macarras te daban a elegir entre machacarte un labio con un alicate o pincharte con una navaja. Para entender a nuestro prota, encendamos el amplificador mental, y esta será la descripción correcta para continuar el relato: divagando entre muerte por desangrado infecto del alicate oxidado y muerte por puñal de medio metro con sierra desgarradora envenenada en la tripa, llamaron al interfono.

Perdido como andaba en aquel lapsus corrosivo, llamaron por segunda vez:
—¡YAAAA BAJOOOO!

De un salto cogió la toalla + bañador + carné y bajó por las escaleras de dos en dos. De pronto, en el quinto, se abrió la puerta del ascensor y aprovechó para bajar con alguien…
—(Oh, Dios mío, qué mala suerte).

La mujer a quien debía dar el pésame dijo, al ver que el burro no saludaba:
—Buenos días. —La mujer mira el bañador y la toalla que lleva en la mano.
—Hola —entraron al aparato—. Ehhh… (¿Cómo demonios se hace esto?).

Ella le mira y él baja la mirada mientras discurre. 4º, 3º, 2º, 1º… y justo antes de llegar abajo espeta un:
—¡Pésame!
La mujer tardó en reaccionar, pero contestó:
—Bueno… en fin… entiendo, gracias.
—¡De nada! —Y feliz por haber cumplido la misión salió corriendo hacia el R8 amarillo limón que había perfumado la calle a gasolina.

Ahí estaban Javi, su simpática hermana con coletas, la mamá Felisa y el señor abogado. La mujer tenía todos los planes preparados y él solo tenía que pensar en consumirlos. Por el camino hizo, eso sí, diferentes indagaciones sobre los padres, los libros, los horarios, las comidas que había hecho y otras funciones básicas de la vida, momento en que pensó que debería haber rechazado la oferta porque notó que ella miraba a su marido y este encogía los hombros e inclinaba la cabeza. Marino entendía que ahí había un diálogo y no era capaz de inventarse nada para detenerlo.

Nunca distinguiría si la gente le asignaba estados mentales que no se correspondían con lo que sentía o si en realidad lo entendían mejor que él, aun resultándole inexplicable desde un punto de vista científico. Quizá los dientes apretados bajo una extraña sonrisa de su hijo funcionasen como señal de incomodidad ajena suficiente para hacer mudar rápido de tema a su madre.

Cuando llegaron al merendero tenían disponible la mesa habitual y, para ahorrarles el paseo de vuelta a los vestuarios y no tener que andar al cuidado de la ropa, Felisa los tapaba un poco con la toalla mientras se ponían los bañadores. Don Javier prendía otro Ducados mientras leía el periódico entre sombras, y ella le regañaba por tanto “fumique”.

Mientras tanto, llegó la familia de Carmela, su marido funcionario, la hija Carmela y el pequeño Paulo en su R7 beige. Paulo era como un pez y aspiraba a ser nadador. De hecho, logró ganar algún campeonato tiempo después. En la cabeza de nuestro enclenque protagonista, la imagen era la de un manatí. Tenía la edad de Javito y los tres disfrutaron del baño hasta arrugarse. Paulo continuaría un poco más incluso porque más que jugar aprovechaba para entrenar. Javito fue emplastecido con Nivea a la espátula de obra mientras de nuevo sonreía y apretaba los dientes ante la mirada atónita de Marino, cuya madre se pringaba la punta del dedo, la extendía por sus palmas y luego pretendía cubrir la piel. En concreto, su madre aplicaba el mismo estilo que cuando ponía la Nocilla: teñía el pan de marrón glaseado dejando visible del todo la miga reseca.

—¿No quieres que te ponga crema?
—No, no, no —no permitía a su madre sobarle con ungüentos y no iba a permitírselo a esta buena señora de inteligentes y razonables respuestas.
—Te pones demasiado tiempo al sol sin crema. Aunque estés más negro que un conguito, no es bueno para la piel. Todavía eres un niño.
—Ya, ya, ya. —Eso le hacía ilusión: “niño”.
—Hay que ver lo mostrenco que eres. —Y eso le hacía gracia.
—Sí, sí, lo soy. —Y lo dejó por imposible.

Había una cuarta familia que ese día no vendría a la piscina. A la hora de comer solían juntarse las cuatro familias en diferentes combinaciones, compartiendo mesas y bancadas de cemento en grupos de dos, con ayuda de mesas supletorias y sillas según la ocupación.

La familia de Carmele tenía una dieta limitada, demasiadas veces basada en huevo y patata, disfrazando los ingredientes con recetas variadas, según la madre de Marino. Una creyó que podía opinar sobre ello en público y la otra se despachó a gusto con el aguijón de vuelta. Aunque Felisa había olisqueado de más en el camino con el chico, del grupo materno-filial era con mucho la más razonable. Cuando surgían riñas, las cortaba con humor y obligaba a besos y abrazos aunque fuese a empujones. Aquello terminaba con risas de todos, estiramientos orgullosos y lágrimas de Marino yendo con prisa a “hacer falso pis” para ocultar sus emociones traicioneras.

Muchas veces los adultos no entienden las diferentes sensibilidades ni tienen en cuenta las de cuantas criaturas les observan.

Ese día comieron las dos familias. Sin más: cordiales y naturales, sin entrar en detalles. Luego había que hacer la digestión y esperar permiso para el baño, así que los tres chicos, después de descansar las tripas tirados en las toallas, se pusieron a jugar a la “Bola Loca” por turnos. 

La hija de Carmele, de piel morena y pelo castaño a lo garçon, era ya una mujer de 20 años: con mucha curva, muy bonita y tontita, chulita y algo creída de sí misma. No limitada por horarios infantiles, venía de darse un chapuzón en la piscina mediana. El agua goteaba desde su bikini blanco de tejido a crochet, atado con simples lazos. Marino estaba en turno “off” de juego, así que su mirada se sorprendía con Carmelita —nada que envidiar a la Ursula Andress contra el Dr. No—, pero de pronto se tuvo que sentar en cuclillas cuando le tocaba turno a la “Bola Loca”.

—¿Qué haces? ¡Que te toca a ti! —le reprochaba Javi.
—Es que me duele la tripa —respondió arrugando la nariz.
—¡Bueh! Que vas perdiendo y te fastidia, jaja —decía Paulo—. Anda, no seas pato, si esto es muy fácil.
—Que no, que... —se sentó cogiéndose las piernas—. No es por eso, es que me duele la tripa.
—Vamos, levántate. Ayúdame, Javi, jua, jua.

Felisa era una lechuza. Durante la comida había observado y, viendo llegar a Carmelilla del baño con algunos hombres volteándose a su paso, supo de inmediato lo que pasaba:

—¡HALA!, ya podéis ir al agua —gritó a los chavales.
—¡BIEEN! ¡Venga Marino!
—¿Tonto el último?
—Yo no puedo ir...
—Dejadle, que le descanse la tripa y ahora va.
—¡UEEEEE! —a correr y tirarse de cabeza los dos locuelos.

Felisa se acercó a Marino:
—No te agobies, es normal que tu cuerpo reaccione, es la adolescencia. Cuando se te pase, vas con ellos. Tú tranquilo.
—(Jo, qué vergüenza, habrá pensado que soy un guarro, vaya corte, todo el mundo se da cuenta de todo).

Carmelita sonreía mientras se cambiaba con la ayuda despreocupada de su madre. El muchacho se echó boca abajo, como si le apeteciese una siesta, y no ayudó seguir mirando y adquirir el perfil de ella entre movimientos de la toalla. Había suficiente espacio para todos, pero tampoco demasiado, y la chica se sentó a su lado con su bolsito y una revista de cotilleos.

Al chaval le olía a algo nuevo, fantástico, hiperbólico y surrealista... hasta el momento de encenderse un Winston y sujetarlo con mucha gracia, momento en que prefirió voltearse, a la espera de reducir la presión y... los latidos. Felisa lo tapó un poco para evitar que se enfriase y, con la tripa vaya usted a saber cómo, pues siempre iba a destiempo en todo, el olor de los cafés y las aburridas conversaciones adultas, se quedó dormido.

Más tarde, después de merendar con Nocilla tapando todo el pan, los padres convinieron que los tres podían pasear por algún parque de la ciudad, al cuidado de Marino, y tomar un helado juntos.

Día nefasto entre los nefastos, de los peores en su corta vida: otro muchacho, como de la edad de sus dos amigos, se cruzó con ellos en el parque e hizo un comentario estúpido. Momentos después, aquel crío vino a pelearse con los tres. Empezó Javi un forcejeo y Marino, sin encomendarse a nada, aprovechó para correr, muy asustado, en busca de ayuda del heladero que estaba a la vista. Paulo corrió detrás de él y dejaron solo a Javi.

—¡Ayuda! ¡Ese chaval nos quiere pegar!
—¡Dejadme en paz de bobadas, que estoy trabajando! ¡Y sois tres contra uno y tú el más grande!
—¡Por favor!

La escena fue realmente penosa. El heladero intervino y puso fin a la disputa. Marino, muerto de vergüenza, rogó que aquello no lo contasen, pero no obtuvo respuesta ni promesa.

Los siguientes días, Marino se dedicó al negocio paterno. Retiró los embellecedores de los tubos fluorescentes para mejorar la iluminación del local. Limpió donde antes nunca se había limpiado, hizo gráficos estadísticos con las sumas diarias de caja por mes y año, demostrando cuándo era más conveniente invertir en material.

El día antes de regresar sus padres, la llamada de turno transcurrió así:

—Buenas noches, hijo, ¿cómo ha ido el día?
—Bien, hoy han sido 8.985 pesetas.
—Bah, poca cosa. ¿Ninguna novedad más?
—Sí, trajeron un papel para firmar.
—¿De qué?
—De tráfico.
—¿UNA MULTA? ¿HAS FIRMADO UNA MULTA?
—Pues... ssi.

A continuación escuchó cómo su padre cedía el teléfono a su madre para patear y golpear por la habitación del hotel mientras decía todo tipo de burradas: promesas de internado, comparaciones con su hermano mayor, inutilidad, otra vez y de nuevo “locura”, hasta provocar que su hermana arrancase a llorar. Fue entonces cuando su madre intervino, al ver que no lograba calmarle:

—Vaya disgusto le has dado a tu padre. ¿Cómo puedes decepcionarle así? No va a dormir y tiene que conducir mañana. No sé qué vamos a hacer contigo... —frases demoledoras, una tras otra, hasta el alarmante pitido que advierte del fin de toda comunicación, de un final interrumpido. De adolescencia interrumpida en demasiadas ocasiones.

El auricular en la oreja sudada del chico cayó al suelo.

Los lagrimones, los tirones de pelo, los golpes que se aplicó Marino con ambos puños fueron mucho más fuertes que los que le hubiera propinado su padre para saciarse. Tras los insuficientes golpes llegaron sus propios insultos, grabándose en la frente como cicatriz que jamás se borraría.

Cayó al suelo encogido, lleno de dolor, de odio hacia sí mismo, de asco en bumerán y llanto tan hueco como esos relámpagos sordos, de un nuevo fracaso en permanente atardecer.

Nunca sabremos por qué en esta vida las desgracias parecen cebarse en determinados seres mientras otros, mucho más siniestros y abyectos las esquivan e incluso utilizan en su favor.

¿Podrá Marino atisbar algún día el amor y disponer de herramientas para reconocerlo y corresponderlo?
¿Caben más problemas, más disgustos en un cuerpo tan consumido por interminables penas sin posibilidad de consuelo?

No conozco todas las respuestas y, por ahora, no tengo más palabras con qué describirlo. Solo dispongo de silencios y no encuentro en la belleza forma de transcribirlos pero me pregunto cómo será el día siguiente, con tanto verano por delante.