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domingo, 4 de mayo de 2025

Lo que yo querría para el día de la madre


Me lo pregunta mi hijo. No sé qué contestarle. Le digo que un plan chulo con él y su padre, pero lo digo por decir. Él insiste. Un plan, no. Un regalo. ¿Un regalo? No se me ocurre, no necesito nada.

La pregunta se queda dando vueltas en mi cabeza. Qué quiero para el día de la madre.

Y la respuesta llega de forma súbita y clara.

Estar con la mía. Volver a ser niña otra vez. Que ella tome las riendas un rato. Dejarme llevar. Aburrirme. Improvisar.

Estar con la mía, sí. Con mi madre y con sus amigas. Me he leído estos días Nuestras madres, de Gemma Ruiz Palá, y me han entrado unas ganas enormes de pasar tiempo con ellas, que saben disfrutar tanto de estar juntas. Quiero preguntarles cuáles fueron sus renuncias, sus sueños no cumplidos, pero también quiero saber de sus aprendizajes, de sus alegrías. Las de ahora y las que lograron arañar entonces. A veces tengo la sensación de que yo, que cuento con un montón de privilegios que ellas no tuvieron —un empleo fijo y bien remunerado, una pareja corresponsable, algo de tiempo libre para mi autocuidado sin sensación de culpa—, sufro más este trabajo considerado, sin más, amor.

¿O quizás es que me quejo más porque mis expectativas son otras?

Cuando me desespero con mi hijo porque creo que no está valorando mis pequeños-grandes sacrificios cotidianos, por qué no veo a mi yo-niña que también daba por supuesto que se lo merecía todo. Y qué bien que sea así, que fuera así. Vivir la seguridad del amor incondicional en la primera infancia es crucial para el desarrollo emocional. El tiempo de agradecer y devolver llega más tarde.

Aunque con las figuras maternas quizás nunca. Porque con mi madre, muchas veces, sigo dejándome caer, dejándome cuidar, dejándome ser quien se pone en primer lugar.

Pero si, como se suele decir, la naturaleza sigue su curso, llegará el día en que mi madre, sí o sí, será quien necesite ser cuidada y mimada. Y yo querré estar ahí para devolverle un poco de tanto. Y entonces me arrepentiré de no haberlo hecho antes. No sólo de no haberle agradecido y devuelto lo que se merece, sino de no haberla conocido, en toda su amplitud y no sólo como madre.

Porque nuestras madres tienen sus historias. De eso precisamente va Nuestras madres. De historias poco contadas de mujeres nacidas en la dictadura que renunciaron a sus sueños para que nosotras, sus hijas, pudiéramos escoger qué caminos tomar. Emma Rodríguez enlaza su lectura con la de un ensayo de Susan Griffin —pionera del ecofeminismo—, en el que esta autora se pregunta el porqué de tantas historias silenciadas y llama a que las mujeres se cuenten sus historias entre ellas. «Sobrevivimos al escuchar», afirma.

Y yo, como la Mireia del libro, me doy cuenta de que he admirado a otras mujeres, a quienes he tomado como referentes feministas, y me he olvidado de mi madre cocinando por las noches la comida del día siguiente, alternando trabajo en casa y fuera de casa 24/7 —pues sus «ratos libres» consistían en coser ropa para toda la familia mientras escuchaba la radio o en «hacer recados»—, las caras de asco que le pusimos a casi todas las comidas, cómo me enfadó que le diera por estudiar un posgrado por las tardes en vez de quedarse en casa, su renuncia después a arriesgarse a dejar su empleo —fijo, aunque mal pagado y menos aún reconocido; también por mí misma, que alguna vez me avergoncé de tener una madre costurera— por un futuro incierto como orientadora familiar —qué cosas, a eso me he acabado dedicando yo—.

Y, sin embargo, ahí estaba también el disfrute de las pequeñas cosas, el enfrentarse a quien ayudaba en casa, pero no se corresponsabilizaba, el juntarse con otras y tener proyectos en común, el dejarnos tomar nuestras decisiones sin cuestionarnos nunca —gracias por ese «si es lo que tú eliges, hija, siempre será la decisión correcta»—, el desafiar los estereotipos de género siendo «la manitas» de la casa o el no dejar de encontrar pasiones a pesar de ir cumpliendo años.

Y sin duda todo eso forma parte de quien soy.

Pero no le he dado suficientemente las gracias. Y no he escuchado aún todas sus historias.

Por eso, de regalo, yo quiero irme de viaje con mi madre y sus amigas.

Extraído de "Amanece Metrópolis"

Irene Choya

Irene Choya es editora de la publicación periódica feminista La Madeja y forma parte del colectivo Cambalache. Vive en Oviedo (Asturias)

jueves, 1 de mayo de 2025

Amor de padre



Dicen que las personas dentro del espectro no tenemos empatía. Ya está. No da para más el cliché: estamos en nuestro mundo y lo que pasa al rededor nos resbala, ¿es eso?

Tengo la suerte de poder transitar entre dos mundos: el mío y el otro.
El otro puede ser la suma de miles de millones de mundos. A uno por persona.
El mío la suma de un porcentaje de esos miles de millones. A uno por persona en el espectro.
Sería mucho más sencillo considerar la tierra como el único mundo, compartido con muchos otros seres vivos que perciben todo de formas similares pero bien diferentes. Cualquier gato o perro tiene sentidos más desarrollados y a ellos les perjudican en especial nuestras costumbres, contaminaciones acústicas o lumínicas, ambientales, etc.

Tengo heridas en el amor propio.

Algunas por golpes en cabeza sin mayor transcendencia. Algunas por decisión propia cuando me creí escalador y coche cocón. Otras por colmar la paciencia de mi padre obligándole a liberar su ira en forma de insultos y demás parafernalias.

En mi trabajo, siempre en el uno a uno, puedo estar al lado de un cliente y este cliente sentir frío polar a mi lado. Imagino. No lo sé.

A veces las cosas suceden de forma más o menos natural. En ocasiones trato personal y trabajo se pueden desempeñar sin problema.

Estuve con un cliente en concreto que me interesaba bastante. Era muy, muy serio. Tardaba en atender mis preguntas. La calma era su bandera.

A mi me interesaba él. Su ordenador, su impresora y su escáner un pimiento. Sé que eso está mal pero es lo que digo empatía ... a mi modo.

Me gusta observar cómo funciona el resto de la gente. Nunca se termina de aprender.

Este hombre era conocido en la empresa desde hacía años pero a nadie le interesaba más que sus compras y los beneficios asociados. Años antes de llegar yo él ya era cliente, pero no le conocían.

Qué te pasó en los oídos ?tiene unos audífonos puestos. No sé si especiales. Su manera de hablar también me llama la atención.

Son un regalo de mi padre—callé.

Seguí con el trabajo informático mientras trataba de entender. Era una de esas respuestas que deben analizarse, ponerse del revés, retirar el hilo de veneno y quemar hasta casi la raíz, hasta dejar la esencia. Lo sabía: el hombre me miraba. Debió comprender que no alcanzaba su idea y decidió explicarme:

Me dejó sordo con sus bofetones. Mi padre era juez y al parecer eso le legitimó para repartir justicia en casa de forma desigual—No creyó que hubiera necesidad de añadir explicación ¿Lo tenía superado? ¿Se superan las secuelas de una agresión paterna o materna, física o psíquica? ¿De una mala persona, personalidad malvada o irascible? Solo acerté a decir:

Vaya

En realidad no era mi padre sino mi padrastro—una pausa y prosigue—En este ordenador antes podía ver la tele pero ya no funciona ¿Se podría recuperar esa función?

No, no hay driver de tarjeta sintonizadora para Windows 10 pero hay un programa, ProgDVB, que quizá lo permita. Lo descargo y probamos.

Intuía que algo salvaje había cruzado por su vida. Podía estar equivocado, pero no. Amargura y dolor no sanan por sí solos. 

Si la vida te da un respiro, una oportunidad ... quizá si encuentras una pareja, cariño y el modo de construir tu propia familia para intentar hacen mejor las cosas ... quizá entonces puedas mitigar las secuelas de tanto dolor, adaptarte y seguir con tu vida.

Desde luego, este hombre lo consiguió. Tenía esposa e hijas y un hijo. En el fondo de pantalla lucía la foto de su familia, felices. Muy felices.

Yo no tengo una empatía al uso pero estoy convencido que hay otras maneras de estar con las demás personas. No digo mejor, tampoco peor.

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Hoy ha sido un día duro. Todos mis sistemas fallaron. He caído como un servidor sobrecargado, sudando nervios sin ser sudoroso y delante de un montón de personas a las que debía dar una pequeña formación. No me he adaptado. No he podido. Cortocircuito. Terminé con el grupo de la primera media hora y traté de afrontar el segundo. Subí una planta y nadie me esperaba. Me rendí. Escapé. Pedí ayuda. 

Con ayuda conseguí, conseguimos, superar el problema. El compañero decía, observándome, escuchando mi mutismo: 

No te pongas triste, joder. Si esto es una gilipollez—no contesté, sopesé si estaba triste o enfadado y no pude elegir. Traté de hacer gestos, encoger los hombros mirando  a ningún lugar allá arriba en el edificio de enfrentetengo pendientes de hacer un montón de cosas pero bueno ... ya las haré.

Pues márchate y yo lo vuelvo a intentar

No, ya no quiero que lo hagas. Cargaré yo con la tarea de dar las formaciones. No te preocupes.

Ha sido jodido pero ... ya está. Tengo los ojos caídos. El cuerpo también se ha rendido y, a su paso, la apisonadora dejó esta figura de papel.

En casa me esperaba el perrito. Le he sacado a pasear.

Un hombre imaginé sin hogar— estaba recogiendo cosas del suelo junto al portal. Colillas, cristales, todo al bolsillo. Mi perro se acercó a saludarle. Despacio, muy despacio, extendió su mano hacia él. Huyó. Le rodeó. Volvió para olerle las zapatillas. El hombre se agachó a recoger la cáscara de una pipa y la llevó al bolsillo al tiempo que trataba de acariciar a mi esquivo compañero. Le dije algo al respecto, pero no contestó. No era su idioma. Quería darle el poco dinero que llevaba pero ganó el miedo a otra decisión no regulada, repentina, directa ... a desconocer las consecuencias.

Seguimos nuestro camino hacia el patio por el pasaje. El nos siguió para, a paso muy lento, dejar el lugar por el acceso de vehículos.

Volvimos a casa. El volvió a la calle si en algún momento dejó de estar en ella.

Qué mundo este, nuestro mundo, donde el amor de un padre se manifiesta con inusitada violencia, la humanidad 
ya no vale nada y cada individuo —mudo, aislado, con su dignidad en vilo— depende de cuantos se crucen en su camino.