Me lo pregunta mi hijo. No sé qué contestarle. Le digo que un plan chulo con él y su padre, pero lo digo por decir. Él insiste. Un plan, no. Un regalo. ¿Un regalo? No se me ocurre, no necesito nada.
La pregunta se queda dando vueltas en mi cabeza. Qué quiero para el día de la madre.
Y la respuesta llega de forma súbita y clara.
Estar con la mía. Volver a ser niña otra vez. Que ella tome las riendas un rato. Dejarme llevar. Aburrirme. Improvisar.
Estar con la mía, sí. Con mi madre y con sus amigas. Me he leído estos días Nuestras madres, de Gemma Ruiz Palá, y me han entrado unas ganas enormes de pasar tiempo con ellas, que saben disfrutar tanto de estar juntas. Quiero preguntarles cuáles fueron sus renuncias, sus sueños no cumplidos, pero también quiero saber de sus aprendizajes, de sus alegrías. Las de ahora y las que lograron arañar entonces. A veces tengo la sensación de que yo, que cuento con un montón de privilegios que ellas no tuvieron —un empleo fijo y bien remunerado, una pareja corresponsable, algo de tiempo libre para mi autocuidado sin sensación de culpa—, sufro más este trabajo considerado, sin más, amor.
¿O quizás es que me quejo más porque mis expectativas son otras?
Cuando me desespero con mi hijo porque creo que no está valorando mis pequeños-grandes sacrificios cotidianos, por qué no veo a mi yo-niña que también daba por supuesto que se lo merecía todo. Y qué bien que sea así, que fuera así. Vivir la seguridad del amor incondicional en la primera infancia es crucial para el desarrollo emocional. El tiempo de agradecer y devolver llega más tarde.
Aunque con las figuras maternas quizás nunca. Porque con mi madre, muchas veces, sigo dejándome caer, dejándome cuidar, dejándome ser quien se pone en primer lugar.
Pero si, como se suele decir, la naturaleza sigue su curso, llegará el día en que mi madre, sí o sí, será quien necesite ser cuidada y mimada. Y yo querré estar ahí para devolverle un poco de tanto. Y entonces me arrepentiré de no haberlo hecho antes. No sólo de no haberle agradecido y devuelto lo que se merece, sino de no haberla conocido, en toda su amplitud y no sólo como madre.
Porque nuestras madres tienen sus historias. De eso precisamente va Nuestras madres. De historias poco contadas de mujeres nacidas en la dictadura que renunciaron a sus sueños para que nosotras, sus hijas, pudiéramos escoger qué caminos tomar. Emma Rodríguez enlaza su lectura con la de un ensayo de Susan Griffin —pionera del ecofeminismo—, en el que esta autora se pregunta el porqué de tantas historias silenciadas y llama a que las mujeres se cuenten sus historias entre ellas. «Sobrevivimos al escuchar», afirma.
Y yo, como la Mireia del libro, me doy cuenta de que he admirado a otras mujeres, a quienes he tomado como referentes feministas, y me he olvidado de mi madre cocinando por las noches la comida del día siguiente, alternando trabajo en casa y fuera de casa 24/7 —pues sus «ratos libres» consistían en coser ropa para toda la familia mientras escuchaba la radio o en «hacer recados»—, las caras de asco que le pusimos a casi todas las comidas, cómo me enfadó que le diera por estudiar un posgrado por las tardes en vez de quedarse en casa, su renuncia después a arriesgarse a dejar su empleo —fijo, aunque mal pagado y menos aún reconocido; también por mí misma, que alguna vez me avergoncé de tener una madre costurera— por un futuro incierto como orientadora familiar —qué cosas, a eso me he acabado dedicando yo—.
Y, sin embargo, ahí estaba también el disfrute de las pequeñas cosas, el enfrentarse a quien ayudaba en casa, pero no se corresponsabilizaba, el juntarse con otras y tener proyectos en común, el dejarnos tomar nuestras decisiones sin cuestionarnos nunca —gracias por ese «si es lo que tú eliges, hija, siempre será la decisión correcta»—, el desafiar los estereotipos de género siendo «la manitas» de la casa o el no dejar de encontrar pasiones a pesar de ir cumpliendo años.
Y sin duda todo eso forma parte de quien soy.
Pero no le he dado suficientemente las gracias. Y no he escuchado aún todas sus historias.
Por eso, de regalo, yo quiero irme de viaje con mi madre y sus amigas.
Extraído de "Amanece Metrópolis"
Irene Choya
Irene Choya es editora de la publicación periódica feminista La Madeja y forma parte del colectivo Cambalache. Vive en Oviedo (Asturias)