Hola. Buenos días.
Después de unas cuantas jornadas marcadas por la inestabilidad, el tiempo hoy se presenta distinto. Poco a poco se va imponiendo el anticiclón, así que tendremos un día tranquilo, sin riesgo de lluvias. Cielo parcialmente nublado por la mañana, y luego, ya por la tarde, el sol. Temperaturas suaves, rondando los veinte grados. Viento del oeste y suroeste, flojo, con alguna racha moderada en las alturas.
Enfermera. Eso decía cuando me preguntaban qué quería ser de mayor.
Y lo conseguí.
Aunque hace muchos años que no ejerzo.
Ahora soy meteoróloga.
Sí. Manu necesita saber qué tiempo hará cada día. Entra en la cocina, se sienta, y me mira. Yo ya tengo mi rutina: miro por la ventana, después abro una aplicación en el móvil —bastante fiable, por cierto— y le cuento. Parezco Mario Picazo dando el tiempo.
Manu tiene doce años. Es la persona que más quiero en el mundo. Y, aunque no lo diga, yo sé que también soy la persona que él más quiere. Pero su cariño es tan sutil, tan suyo, que a veces parece invisible.
Nunca me había planteado tener un hijo. Fue Carlos quien quiso.
Aunque esa decisión siempre se toma entre dos, ¿no?
Yo creo que, en el fondo, tener un hijo es algo inconsciente, un salto al vacío. No sabes lo que se te viene encima.
Total, que nos pusimos a ello. Yo con más ganas que él.
Y, mira, al final la tortilla se dio la vuelta: él era el que quería tenerlo y fui yo la que se empeñó. Tras varios abortos me diagnosticaron útero bicorne, un útero en forma de corazón. Cuando lo escuché, me pareció tan romántico.
Un útero en forma de corazón.
Pensé: no puede haber lugar mejor para albergar el fruto de nuestro amor.
Pero no.
Todo lo contrario: abortos, ingresos, pérdidas.
Y al final, después de tantos intentos, el embarazo llegó a término.
Siempre pienso que Manu nació cinco semanas antes por las ganas que yo tenía de tenerlo conmigo. Bueno, conmigo… y con su padre.
Me moría por ver la cara de Carlos cuando lo tuviera en brazos.
Recuerdo el alivio que sentí cuando me lo pusieron encima.
Porque, por muchas cosas que digan sobre el embarazo y el parto, lo que sientes es eso: alivio.
Alivio, y una felicidad que te deja temblando.
De Carlos no recuerdo nada.
No recuerdo si me tocó la mano, si me acarició, si dijo algo.
Nada. Curioso, ¿no?
Mi hombre, el amor de mi vida, mi gran apoyo… y al final, mi gran decepción.
El diagnóstico de Manu lo cambió todo. Se cargó, de un plumazo, el amor, la comprensión, la complicidad de tantos años.
Tener un hijo con autismo no es fácil.
Habrá quien piense que es una desgracia.
Yo misma lo pensé.
¿Por qué a nosotros? ¿Por qué se nos tiene que complicar así la vida?
¿Qué hice mal?
¿Y si fue culpa mía por empeñarme tanto?
Se te cae el mundo encima.
Luego aprendes, te acostumbras, incluso llegas a disfrutarlo.
Yo ahora lo disfruto.
Carlos nunca pudo.
Él siempre necesitó buscar culpables: mi útero, yo, lo que fuera, por no haberle dado un hijo “normal”.
Al final nos separamos.
Cada uno siguió por su lado.
Y no solo dejamos de ser amigos: ahora somos enemigos.
Nunca más se preocupó de su hijo.
Por eso digo que las madres estamos hechas de otra pasta.
No nos resignamos, porque resignarse es rendirse.
Nosotras asumimos, naturalizamos y seguimos luchando para que nuestros hijos sean felices… y nosotras con ellos.
No quiero decir que no haya padres así también, pero son los menos.
Somos nosotras las que dejamos el trabajo para dedicarnos a la crianza, las que vamos al neurólogo, las que discutimos con los profesores, las que aprendemos a traducir el lenguaje de nuestros hijos.
Somos nosotras.
Carambolatea.
Tea.
T-E-A.
Cuando me dijeron que mi hijo tenía TEA, me quedé paralizada.
No por miedo, ni por pensar que esa etiqueta iba a cambiar mi vida, sino porque simplemente no podía creerlo.
—Su hijo tiene TEA —me dijo el médico, con esa voz sin matices.
Y yo me quedé callada, sin saber ni qué responder.
Trastorno del espectro autista.
Pero con el tiempo encontré otro significado para esas tres letras.
TEA: tienes especiales aptitudes.
Porque creo que estos niños están tocados por un don.
Manu, con tres años, era capaz de girar un libro como un malabarista.
Y ahora observa los objetos, los sube, los baja, los mira de lado, los examina sin que nunca se le caigan.
Tiene su ritmo, su forma de mirar el mundo.
Recuerdo otro niño, de la asociación a la que vamos.
El primer día que nos vio —o que yo pensé que nos vio, porque no cruzaba la mirada con nadie— me dijo:
—Los martes a las seis nunca estáis aquí.
Yo le respondí:
—Nos cambiaron la hora.
Y enseguida preguntó:
—¿Cuál es tu fecha de nacimiento?
—Quince de agosto —le dije.
—Completa —me pidió.
—Quince de agosto de 1976.
Él se quedó un segundo callado y murmuró:
—Domingo.
Domingo.
Yo me quedé helada. Miré a su madre, y ella sonrió.
¿Cómo podía estar tan tranquila con semejante Einstein al lado?
Por eso digo: TEA, tienes especiales aptitudes.
Me gusta fijarme en eso. En el don.
A Manu siempre le digo:
“Mira, tú tienes un superpoder. Un secreto. Puede que haya muchas cosas que se te den mal, pero si los niños del cole supieran lo que sabes hacer, creerían que eres un superhéroe.”
Ahora lo veo así.
En positivo.
Lo que un día me pareció una tragedia, hoy ya no lo es.
Mi escala de valores cambió por completo.
Sé que nunca lo recogeré de un partido de fútbol ni de una clase de inglés.
Pero también sé que hace cosas que otros niños no pueden.
Y aplaudo sus pequeños logros.
Recuerdo el día que señaló el armario y dijo:
—Colate.
Yo: —¿Chocolate?
Asentó.
Le dejé media tableta. Y la otra media me la comí yo. Había que celebrarlo.
Pero no, no es fácil.
Es duro.
Muy duro.
A veces tienes que soportar las miradas de los demás:
esas que te juzgan, que preguntan qué le pasa, por qué chilla, por qué se mueve así.
Y tú… tú te preguntas: ¿qué quieren que haga?
Si muchas veces ni yo misma sé qué hacer.
Entonces te sientes sola.
Sola.
Cuando descubres que lo que era un proyecto de dos terminó siendo un proyecto de una.
Sola cuando tus amigos dejan de invitarte.
Sola cuando las abuelas no se atreven a cuidarlo.
Sola cuando a tu hijo no lo llaman a los cumpleaños.
Y piensas:
¿Cuándo dejé de pensar en mí?
¿Cuándo cambié los tacones por zapatos planos?
¿Cuándo dejé de preocuparme por las canas, por el pelo que se me cae?
Y piensas también: podría volver a enamorarme, ¿no?
Podría.
Conocer a alguien que me hiciera sentir deseada otra vez.
Pero no.
No ahora.
Vuelvo a la realidad.
Y me digo: ahora tengo que pensar en Manu.
En él.
Porque él me necesita.
Y aunque esté cansada, agotada, harta de pelear contra todo, pienso en él, respiro hondo… y encuentro fuerzas para seguir.
Solo hay una palabra que me ronda la cabeza todo el tiempo: mañana.
Mañana, el futuro.
¿Qué va a pasar mañana?
No lo sé.
Pero hoy, hoy al mediodía, va a salir el sol.
Nota:
Este texto es una transcripción adaptada del video que lo encabeza.
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