Indecente brillo aparente
Germán cruza el vestíbulo de mármol del Gran Casino de Madrid con la soltura que otorgan las cifras largas y la vanidad. Lleva un frac impecable, un clavel rojo en la solapa y la sonrisa exacta que aprende quien cena con ministros. Le fascina observar a los demás: cuerpos envueltos en seda, copas que tintinean, miradas que suplican un favor. En ese circo de lujo él es domador y fiera.
Cuando cierran la carpa de los eventos sociales regresa a su chalet, a la urbanización donde las farolas iluminan defecaciones despistadas; las secas de ayer junto a las frescas de hoy al lado del mismo seto. Una cosa es pasear a los perros para que disfruten y otra terminar cuanto antes la aburrida tarea de todos los días. Encontrarse las heces es de una vulgaridad que le enerva porque insinúa que podría pertenecer a la misma especie de humano. ¿El? ni de coña. Germán no tiene ni perro ni felino, pico o aleta y no tuerce la espalda para recoger nada: su perfeccionismo se desahoga de otro modo. Bajo el suelo de su bodega, en una cavidad oculta e insonorizada, conserva trofeos minúsculos –un pendiente, un mechón de pelo, la huella impresa de un llanto recién consumido– de mujeres a las que arrancó voz y futuro.
Frente al espejo del baño, con el nudo de la corbata ya suelto, susurra una frase de Mary Bell: «Siento placer lastimando a los seres vivos, animales y personas que son más débiles que yo, que no se pudien defender» y se ríe narcisista, psicópata. Imitando sus asesinos favoritos en serie recuerda su adolescencia quemando pollitos vivos, luego envenenando gatos y perros en el vecindario para disfrutar el dolor de sus propietarios. Creciendo poco a poco como las malas hierbas pero refinando su técnica perversa hasta ocultarla para pasar por completo desapercibido.
Más tarde, sentado en un sillón de cuero, repasa sus apuntes sobre asesinos en serie. Al azar escoge uno de Ted Bundy, su personaje preferido, como si hubiese escrito por él: «El asesinato no se trata de lujuria y no se trata de violencia. Se trata de posesión. Cuando sientes el último aliento de vida que sale de la mujer, te fijas en sus ojos. En algún punto, es ser Dios». La idea de ser un dios maléfico y omnipotente, un ente etéreo, le seduce tanto como la dominación física; ambas transformables desde el vértigo donde su mente habita.
No sabe que, mientras bebe whisky, una pareja de la Guardia Civil reconstruye su itinerario nocturno: trato despreciable al vendedor de gasolina en la finca de Segovia, el señorito adinerado comprando ferralla sin dar que hacer a algún empleado, ojos tan aburridos como curiosos con querencia por los visillos que recuerdan su porte paseando casi a oscuras con la última desaparecida. El hilo invisible se trenza, y al final del carrete aguarda un verdugo recién nombrado de flacas convicciones pero gruesas necesidades.