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sábado, 28 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (5)


Convergencia

El amanecer sobre la prisión de Carabanchel tiñe de plomo los muros y hace crujir los candados. Damián aguarda la apertura de una puerta que se adivina pesada, con cuerpo de metal, a pesar de esa pintura verde ceniciento tan ampliamente utilizado en hospitales, corredores de colegios y demás entidades públicas. En el centro, un pequeño ventanuco  redondo con cristal reforzado se le antoja mirilla para trols u ogros.

Otra puerta que solo se abre al cerrar la anterior. Una firma, el nombre, entregar el documento de identidad, vaciar los bolsillos y una voz recorriendo los recovecos del mostrador de  seguridad que dice "Pase".

Otra puerta al final de un pasillo curvo en torno a un patio de vegetación inanimada. Bancos de espera vacíos de familiares que aún no aguardan a ningún padre pendenciero, ningún hermano chusquero o hijo camello, a ningún amigo ladrón o asesino, a ningún compañero comunista, socialista, anarquista o sindicalista. Todos en el mismo saco de entropía.

Los funcionarios miran aburridos con recochineo los temores de quienes nunca estuvieron a un lado u otro de unos barrotes. Comentarios también jocosos de esos trabajadores todos un poco desquiciados; algo deshumanizados, algo más resistentes a las realidades. Todos un poco contagiados de los resultados que produce la connivencia con una sociedad enferma.

Entra acompañado al lugar de la ejecución por un alguacil y el médico; en el bolsillo interior de la chaqueta pasó oculto un pequeño y delicado tesoro. Cuando el funcionario extiende su mano hacia la herramienta de matar—un collar de hierro refulgente y su diente sediento—se reconoce como el verdugo roba-vidas, el quita-esencias, el chupa-sangres que en noches de insomnio vendía su vida: pero nadie compra nada a un verdugo; sólo reclaman callados su presto tornillo de aguijón romo.

En la celda contigua, Germán oye pasos, arrastra los nudillos por la pared y descubre astillas de pintura verde. Entre los restos escribe con sarcasmo su final: Así termina el linaje de los Galindo, en una espiral de oro que se aprieta al cuello. Por primera vez la vanidad le abandona y se instala en su interior un hueco helado al rememorar la frase anotada en uno de sus cuadernos funestos: «Me gustaría estrechar otro cuello delicado en estas manos, ver cómo sus ojos pasan del terror a la ausencia inerte y nublada del infinito …». Una gota de baba resbala por la comisura de sus labios.

Cuando los guardias conducen al condenado al patíbulo, Damián retiene sus latidos y se pregunta si su secreto seguirá entero en el bolsillo.

Entra el sentenciado con arrugas negras en la frente. Atraviesa el corredor de linóleo y se detiene frente a la silla. Su hermano, ahora si demacrado, le sostiene la mirada sin arrogancia; por primera vez se reconocen sorprendidos por un destino macabro. Son como dos gotas de agua turbia. Damián recupera la imagen de su padre saliendo de la bañera: solo había un pene diminuto sobre una bolsa vacía con cicatrices de metralla. No hizo falta preguntar si su padre sería porque no podía en realidad.

El mismo giro de la fortuna llevó al médico, 50 años de trapicheos en los paritorios, asombrado, a recordar el robo de un gemelo a cambio de un montón de sabrosos billetes en manos del propietario de calzados Galindo.

—Empiece cuando den la orden —susurra impasible el secretario.

Y Damián avanza pero, en vez tomar el cincho y aguardar que el condenado esté sentado, deja sobre la silla la flor blanca que ocultaba.

Un silencio con asfixia retumba como campana abolida el día de difuntos.

Ya no escucha órdenes, ni los gritos de los familiares tras la ventana para el público, ni el resoplido del director; sólo un leve zumbido interior que dice NO.

Da un paso atrás, otro, y abandona el cadalso sin pronunciar una palabra.

lunes, 23 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (4)


El crujido del garrote

Madrid, 1969. En los almacenes subterráneos del Ministerio de Justicia, Mariano, un funcionario del Convenio enseñó a Damián la máquina para ejecutar la condena: una silla de madera negra, un collar de hierro con tornillo y la orden mecanografiada con tinta morada:

«Instrucciones:
Atar el cuerpo con el cincho para que no se mueva, a la altura de los brazos. Ajustar la altura al cuello. Poner el grillete al rededor del cuello y poner el pasador. Girar la manivela con fuerza. 
Media vuelta rápida y queda hecho.
El médico certifica y el verdugo cobra.»

Damián quiso preguntar si debía llevar y sentar él a la persona condenada.

—No, joder. De eso se encargan los funcionarios de la prisión.
—Ah, ¿entonces no va ser aquí?
—Noooo, estás aquí para aprender cómo funciona. Si esto es muy simple. Mira. Además esta silla es nueva. La vas a estrenar tú.
—Y ... ¿sufrirá mucho esa persona?
—¡ Qué persona ni qué niño muerto ! ¿ Eres bobo ? ¡ Aquí se van a sentar bestias, asesinas y criminales ! 
—Es que esto parece ...—Mariano le interrumpe con desprecio y burla
—Parece, parece ... lo que parece es que eres un mierda. ¿ Pa qué te metes a esto ? Aquí no hay que andarse con contemplaciones. Al bicho lo sientan aquí, ajustas al cuello, aprietas con todas tus ganas y chas, se le chasca el cogote y las espicha rápido. Las víctimas de estos bichos no tienen tanta suerte.
—Yo no ...—otra vez le interrumpe
—Yo no... ¡ ME CAGO EN SAN APAPUCIO ... !
—Mariano  hace una pausa para recuperar su escasa paciencia ¿ Quieres el trabajo o llamamos a otro ? Hay gente de sobras dispuesta. Con esto no vas a sudar como cavando zanjas
—y rebosando sarcasmo añade:
—Si es que tenías que pagar por el placer de quitar del medio a la gentuza. Anda, déjate de gilipolleces y marcha pa tu casa que ya te avisarán cuando tengas que dar garrote al primero, que no será tarde, con tanto rojo de mierda y tanto sicópata como andan sueltos y revueltos.

Salió de las catacumbas del ministerio ya con mareo, sintiéndose menos, tratando de sacar fuerzas para que no se le notase. Se preguntó por las almas de las víctimas y sus familias, sedientas de justicia. Rodó desde la misericordia de sus oraciones mecánicas hasta las familias de los condenados por una justicia poco o nada justa; también le alcanzaba para ponerse en su lugar.

Camino a la pensión donde pasaría algunas noches antes de tomar el tren de regreso, su paso aflojó y se sintió muy cansado; su cuerpo trataba de seguir esa loca marcha que exige la sociedad mientras empezaba a escuchar los sonidos del silencio. Se sentía desdoblado: su cuerpo manifestaba la mayor negación; su alma gritaba invisible, anulada, asediada por contradicciones en un entorno hostil e implacable.

Los ensayos duraron dos días. Le entregaron un saco de arena con forma humana. Por columna vertebral un palo. Por cabeza una sandía echada a perder. Cuántas bromas sobre la muerte -asesinato para disfrazar su especial negrura.

Giró con fuerza, escuchó un leve crujido, similar al chasquido con que un ataúd avisa cuando su madera no soporta el peso de más tierra húmeda.

Aquella noche, en la pensión de Lavapiés, ojeó un relato de sucesos sobado, amarillento, con olor a escalabros. En él, el autor se pregunta "¿Cómo pudo haber tanta violencia indiscriminada… y nadie hizo nada por las víctimas?». Damián comprendió que ser verdugo no era sólo un oficio; era la advertencia del régimen para oprimir; para seguir alargando la temible sombra de un descomunal garrote sobre la población. Para evitar el crujido de su poder bajo el peso de una rebelión. De las libertades de reunión tan canceladas como  inevitables y clandestinas. 

Al mismo tiempo, Germán tropezaba con su propia altivez narcisista descuidando los límites propuestos por una relativa inteligencia. Dos chicas habían desaparecido tras cenar con él en Segovia. Una patrulla husmeó su coche, encontró cabellos, fibras  y las clásicas cerillas de propaganda de hotel que una de ellas perdió. En comisaría se preguntaron por los horarios de los vigilantes de su urbanización; por qué su chófer lavaba el maletero de madrugada. Si sería cosa de ricos o taparía algo más que aparente. Si se hubiera tratado de un cualquiera, de un Damián u otro miserable de los que proliferaban obedeciendo al régimen, ya estaría recibiendo golpes en las mazmorras de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol.

El hilo se tensó hasta romperse: registros, perros y un sótano de los horrores. Huesos retorcidos supervivientes a la sosa cáustica. El juez instructor —brindando a puerta cerrada con brandy "Veterano"— selló la causa: pena de muerte por garrote vil y todos los bienes decomisados.

La noticia salió en ABC con la frase seca de un capitán: «El criminal será ajusticiado públicamente para ejemplo de la nación».

Era una mañana soleada cuando Damián desayunaba al recibir el telegrama: «Primer servicio confirmado. Preso: Germán de la Santísima Trinidad Galindo. Fecha: 24-IV-1970.» Su mano tembló y el café se derramó sobre el plato.

Esa noche escribió una sola frase en su libreta: «Si pudiera explicarte cómo es mi tristeza… huye de desconocidos y también del abrazo amigo». Después apagó la lámpara y decidió que nadie le obligaría a girar aquella palanca. Ni Franco, ni las necesidades de su familia.

miércoles, 18 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (3)

Infancias cruzadas

A veces la distancia entre dos hermanos se mide en palmos de tierra seca entre parcelas contiguas, como sucede con herencias no conformes.

Otras veces la distancia es marcada por silencios que se van tendiendo entre dos puntos, como cables entre postes de telégrafo sin señal.

Damián creció en la ladera agreste de un pueblo manchego, hijo de un jornalero tullido por la posguerra. La miseria, su sequedad y falta de pulso, extendida en raíces huecas por los recovecos de las mentes que de ella mamaron sinsabores y privaciones acrecentando así las secuelas.

Su madre, que trabajó en casa de un rico fabricante hasta quedar embarazada, le enseñó que la soledad podía convertirse en oración estúpida, infértil enseñanza y que cuando la tristeza apretaba bastaba mirar el cielo del anochecer, robando al sueño momentos vitales para abrir paso a las estrellas ... y  los impertinentes graznidos de una tripa vacía.

Aunque la penuria no permitía juegos; aun así, Damián se entretenía con piedras, con lo que tiraban vecinos de mayor fortuna o cortando el paso del regato si traía agua, allá arribita por donde no apestaba. El resto de su interés era soñar con sierras que olían a pino, con escapar del calor veraniego en charcas y disfrutar de la tranquilidad de calles de tierra; pequeños afluentes de una naturaleza plena.

A cien kilómetros, por no decir más, Germán gozaba de bañarse en casa, en agua caliente. Como si el agua corriente entubada fuese lo normal. Como si escribir con pluma de oro no fuera señal. Como si disponer de hojas en blanco, de calefacción, comida abundante, bebidas no transparentes y juegos modernos resultaran una cosa habitual.

Su padre —propietario de un taller de calzado que la autarquía convirtió en emporio— le repetía que el mundo no puede pararse; "dialogar es cosa de cotorras, algo inútil para empresarios en nuestra posición". Bajo aquella máxima de prisa perpetua, de ordeno y mando, Germán descubrió el poder de quedarse quieto: observaba a los criados, adivinaba sus temores, les echaba cebo, picaban, los llevaba donde quería. Ensayaba conejillos de Indias emocionales.

La primera vez que hizo daño a una muchacha apenas tenía trece años; se dijo, se convenció que era curiosidad científica.

Mientras Germán coleccionaba silencios rotos de las más débiles y aprendía a retorcer su perversión, Damián acumulaba rezos estériles y aprendía a callar cuando los falangistas entraban al bar; a quitarse la boina ante el cura; a obedecer. Pero una tarde, al volver del camposanto donde ayudaba a su tío, escuchó por la radio que el Gobierno abría plazas de verdugo «de confianza». Pagaban tres veces lo que un enterrador ganaba en un mes y, sobre todo, otorgaban un salvoconducto para evitar la leva de su hija mayor. Desde el umbral de casa, Damián miró los zapatos remendados de sus niñas y pensó "Vendería mi vida para salir de esta miseria".

Entretanto, en la mansión de mármol, Germán hacía inventario de trofeos: una horquilla especial, un pañuelo bordado "para Carmen", la pulsación asustada de un reloj de caballero que una chica llevaba en recuerdo de su padre y detenido en esa medianoche estrellada. En su cuaderno de contabilidad privada anotaba sensaciones: «piel tibia», «floración de sangre», «silencio definitivo», «expiración mínima», «olor a miedo». A veces releía versos de almas rotas, cansadas de vivir, pesimistas y se reconocía en cada palabra como si portara algún viso de sentimiento, como quien se mira en un espejo quebrado y trata de repararlo para no ser visto.

domingo, 8 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (2)


Indecente brillo aparente

Germán cruza el vestíbulo de mármol del Gran Casino de Madrid con la soltura que otorgan las cifras largas y la vanidad. Lleva un frac impecable, un clavel rojo en la solapa y la sonrisa exacta que aprende quien cena con ministros. Le fascina observar a los demás: cuerpos envueltos en seda, copas que tintinean, miradas que suplican un favor. En ese circo de lujo él es domador y fiera. 

Cuando cierran la carpa de los eventos sociales regresa a su chalet, a la urbanización donde las farolas iluminan defecaciones despistadas; las secas de ayer junto a las frescas de hoy al lado del mismo seto. Una cosa es pasear a los perros  para que disfruten y otra terminar cuanto antes la aburrida tarea de todos los días. Encontrarse las heces es de una vulgaridad que le enerva porque insinúa que podría pertenecer a la misma especie de humano. ¿El? ni de coña. Germán no tiene ni perro ni felino, pico o aleta y no tuerce la espalda para recoger nada: su perfeccionismo se desahoga de otro modo. Bajo el suelo de su bodega, en una cavidad oculta e insonorizada, conserva trofeos minúsculos –un pendiente, un mechón de pelo, la huella impresa de un llanto recién consumido– de mujeres a las que arrancó voz y futuro.

Frente al espejo del baño, con el nudo de la corbata ya suelto, susurra una frase de Mary Bell: «Siento placer lastimando a los seres vivos, animales y personas que son más débiles que yo, que no se pudien defender» y se ríe narcisista, psicópata. Imitando sus asesinos favoritos en serie recuerda su adolescencia quemando pollitos vivos, luego envenenando gatos y perros en el vecindario para disfrutar el dolor de sus propietarios. Creciendo poco a poco como las malas hierbas pero refinando su técnica perversa hasta ocultarla para pasar por completo desapercibido.

Más tarde, sentado en un sillón de cuero, repasa sus apuntes sobre asesinos en serie. Al azar escoge uno de Ted Bundy, su personaje preferido, como si hubiese escrito por él: «El asesinato no se trata de lujuria y no se trata de violencia. Se trata de posesión. Cuando sientes el último aliento de vida que sale de la mujer, te fijas en sus ojos. En algún punto, es ser Dios». La idea de ser un dios maléfico y omnipotente, un ente etéreo, le seduce tanto como la dominación física; ambas transformables desde el vértigo donde su mente habita.

No sabe que, mientras bebe whisky, una pareja de la Guardia Civil reconstruye su itinerario nocturno: trato despreciable al vendedor de gasolina en la finca de Segovia, el señorito adinerado comprando ferralla sin dar que hacer a algún empleado, ojos tan aburridos como curiosos con querencia por los visillos que recuerdan su porte paseando casi a oscuras con la última desaparecida. El hilo invisible se trenza, y al final del carrete aguarda un verdugo recién nombrado de flacas convicciones pero gruesas necesidades. 


domingo, 1 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (1)


Tierra sobre la sangre

La luz matinal se precipita con timidez sobre el cementerio cuando Damián hunde la pala otra vez. En cada hachazo palpita la obsesión del oficio bien hecho: la pared de la fosa derecha, las cuencas limpias, secar de la tierra encharcada una vega arrebatada a la naturaleza por un barrio obrero, para dar cabida a despojos estuchados ...

Transcurren las horas mientras abre puertas a húmedas habitaciones compartidas y el calor del oficio a sol, las calamidades a cielo abierto, hacen que el sudor ronde sus ojos por duras veredas. 

Luego, ya en su casa, son semanas durmiendo mal. Vuelta a un costado en la cama. Vuelta al costado contrario. Su esposa le pide que pare.

Piensa en criaturas, no sus 6, que también son 6 desvelos para 7 días, sino en otras, apartadas de la vida, ausentes de cariño, perdidas, sin otro faro ni otra guía que la de callar bajo la violenta batuta que ejecuta prominente entre sus piernas un cura. Su esposa le recrimina:

-¡ Para qué leerás esos libros ! ¡ Con la de vueltas que le das a todo en esa cabeza !

Siente un escalofrío al pensar en sus seis hijas, corriendo entre robles y encinas algún día, en algún lugar lejos de esta ciudad invadida de hedores, cubierta de  carbones por cuyas calles circulan sombreros negros como células portando sombras encaminadas a atrapar cualquier asomo de luz.

Pero todo es rutina. El mundo gira a 1670 km/h y parte cada día a su enésima vuelta sin jamás desengañarse de su total desorientación. Él también gira: del hoyo al despacho de recursos humanos de la alcaldía y de allí a la comandancia donde un funcionario de voz seca pronuncia la palabra «verdugo» mientras señala sañudo con un índice estilo "amarillo tabacalera" un papel. Un contrato para avanzar con mejores expectativas. 

El Estado requiere un brazo firme para aplicar el garrote vil a los condenados del Caudillo y Damián escucha en silencio. Piensa en los salarios atrasados que Igualdad nunca pagará, en un techo que estropea los cuadernos de sus niñas en días de lluvia y en la promesa de triplicar su jornal si acepta. Le invaden el vértigo, la náusea, y una oración archi repetida se mezcla con la acidez de su propio relato: «cuando era niño probó la lucha con espadas de carne y se sentó a esperar el siguiente juego vacío de juego». Ningún hombre debería esperar sentado que otro hombre aplique la siguiente vuelta de tuerca devuelta de vida, de vuelta a la tierra.

Aquella noche, para acallar los pesados tics del reloj, Damián escribe a su esposa una carta llena de preguntas, de amor incondicional y miedo: 

¿Puede un techo triste, el harapo, la tripa rugiente justificar incluso la muerte? 

Sabe la respuesta y, sin embargo, dobla el papel y lo arropa entre hongos que prosperan por las hojas del apocalipsis de una Biblia familiar junto a un pétalo de lavanda más podrido que seco.