Tierra sobre la sangre
La luz matinal se precipita con timidez sobre el cementerio cuando Damián hunde la pala otra vez. En cada hachazo palpita la obsesión del oficio bien hecho: la pared de la fosa derecha, las cuencas limpias, secar de la tierra encharcada una vega arrebatada a la naturaleza por un barrio obrero, para dar cabida a despojos estuchados ...
Transcurren las horas mientras abre puertas a húmedas habitaciones compartidas y el calor del oficio a sol, las calamidades a cielo abierto, hacen que el sudor ronde sus ojos por duras veredas.
Luego, ya en su casa, son semanas durmiendo mal. Vuelta a un costado en la cama. Vuelta al costado contrario. Su esposa le pide que pare.
Piensa en criaturas, no sus 6, que también son 6 desvelos para 7 días, sino en otras, apartadas de
la vida, ausentes de cariño, perdidas, sin otro faro ni otra guía que la de callar bajo la violenta batuta que ejecuta prominente entre sus piernas un cura. Su esposa le recrimina:
-¡ Para qué leerás esos libros ! ¡ Con la de vueltas que le das a todo en esa cabeza !
Siente un escalofrío al pensar en sus seis hijas, corriendo entre robles y encinas algún día, en algún lugar lejos de esta ciudad invadida de hedores, cubierta de carbones por cuyas calles circulan sombreros negros como células portando sombras encaminadas a atrapar cualquier asomo de luz.
Pero todo es rutina. El mundo gira a 1670 km/h y parte cada día a su enésima vuelta sin jamás desengañarse de su total desorientación. Él también gira: del hoyo al despacho de recursos humanos de la alcaldía y de allí a la comandancia donde un funcionario de voz seca pronuncia la palabra «verdugo» mientras señala sañudo con un índice estilo "amarillo tabacalera" un papel. Un contrato para avanzar con mejores expectativas.
El Estado requiere un brazo firme para aplicar el garrote vil a los condenados del Caudillo y Damián escucha en silencio. Piensa en los salarios atrasados que Igualdad nunca pagará, en un techo que estropea los cuadernos de sus niñas en días de lluvia y en la promesa de triplicar su jornal si acepta. Le invaden el vértigo, la náusea, y una oración archi repetida se mezcla con la acidez de su propio relato: «cuando era niño probó la lucha con espadas de carne y se sentó a esperar el siguiente juego vacío de juego». Ningún hombre debería esperar sentado que otro hombre aplique la siguiente vuelta de tuerca devuelta de vida, de vuelta a la tierra.
Aquella noche, para acallar los pesados tics del reloj, Damián escribe a su esposa una carta llena de preguntas, de amor incondicional y miedo:
¿Puede un techo triste, el harapo, la tripa rugiente justificar incluso la muerte?
Sabe la respuesta y, sin embargo, dobla el papel y lo arropa entre hongos que prosperan por las hojas del apocalipsis de una Biblia familiar junto a un pétalo de lavanda más podrido que seco.