El crujido del garrote
Madrid, 1969. En los almacenes subterráneos del Ministerio de Justicia, Mariano, un funcionario del Convenio enseñó a Damián la máquina para ejecutar la condena: una silla de madera negra, un collar de hierro con tornillo y la orden mecanografiada con tinta morada:
«Instrucciones:
Atar el cuerpo con el cincho para que no se mueva, a la altura de los brazos. Ajustar la altura al cuello. Poner el grillete al rededor del cuello y poner el pasador. Girar la manivela con fuerza. Media vuelta rápida y queda hecho.
El médico certifica y el verdugo cobra.»
Damián quiso preguntar si debía llevar y sentar él a la persona condenada.
—No, joder. De eso se encargan los funcionarios de la prisión.
—Ah, ¿entonces no va ser aquí?
—Noooo, estás aquí para aprender cómo funciona. Si esto es muy simple. Mira. Además esta silla es nueva. La vas a estrenar tú.
—Y ... ¿sufrirá mucho esa persona?
—¡ Qué persona ni qué niño muerto ! ¿ Eres bobo ? ¡ Aquí se van a sentar bestias, asesinas y criminales !
—Es que esto parece ...—Mariano le interrumpe con desprecio y burla
—Parece, parece ... lo que parece es que eres un mierda. ¿ Pa qué te metes a esto ? Aquí no hay que andarse con contemplaciones. Al bicho lo sientan aquí, ajustas al cuello, aprietas con todas tus ganas y chas, se le chasca el cogote y las espicha rápido. Las víctimas de estos bichos no tienen tanta suerte.
—Yo no ...—otra vez le interrumpe
—Yo no... ¡ ME CAGO EN SAN APAPUCIO ... !—Mariano hace una pausa para recuperar su escasa paciencia— ¿ Quieres el trabajo o llamamos a otro ? Hay gente de sobras dispuesta. Con esto no vas a sudar como cavando zanjas—y rebosando sarcasmo añade:
—Si es que tenías que pagar por el placer de quitar del medio a la gentuza. Anda, déjate de gilipolleces y marcha pa tu casa que ya te avisarán cuando tengas que dar garrote al primero, que no será tarde, con tanto rojo de mierda y tanto sicópata como andan sueltos y revueltos.
Salió de las catacumbas del ministerio ya con mareo, sintiéndose menos, tratando de sacar fuerzas para que no se le notase. Se preguntó por las almas de las víctimas y sus familias, sedientas de justicia. Rodó desde la misericordia de sus oraciones mecánicas hasta las familias de los condenados por una justicia poco o nada justa; también le alcanzaba para ponerse en su lugar.
Camino a la pensión donde pasaría algunas noches antes de tomar el tren de regreso, su paso aflojó y se sintió muy cansado; su cuerpo trataba de seguir esa loca marcha que exige la sociedad mientras empezaba a escuchar los sonidos del silencio. Se sentía desdoblado: su cuerpo manifestaba la mayor negación; su alma gritaba invisible, anulada, asediada por contradicciones en un entorno hostil e implacable.
Los ensayos duraron dos días. Le entregaron un saco de arena con forma humana. Por columna vertebral un palo. Por cabeza una sandía echada a perder. Cuántas bromas sobre la muerte -asesinato para disfrazar su especial negrura.
Giró con fuerza, escuchó un leve crujido, similar al chasquido con que un ataúd avisa cuando su madera no soporta el peso de más tierra húmeda.
Aquella noche, en la pensión de Lavapiés, ojeó un relato de sucesos sobado, amarillento, con olor a escalabros. En él, el autor se pregunta "¿Cómo pudo haber tanta violencia indiscriminada… y nadie hizo nada por las víctimas?». Damián comprendió que ser verdugo no era sólo un oficio; era la advertencia del régimen para oprimir; para seguir alargando la temible sombra de un descomunal garrote sobre la población. Para evitar el crujido de su poder bajo el peso de una rebelión. De las libertades de reunión tan canceladas como inevitables y clandestinas.
Al mismo tiempo, Germán tropezaba con su propia altivez narcisista descuidando los límites propuestos por una relativa inteligencia. Dos chicas habían desaparecido tras cenar con él en Segovia. Una patrulla husmeó su coche, encontró cabellos, fibras y las clásicas cerillas de propaganda de hotel que una de ellas perdió. En comisaría se preguntaron por los horarios de los vigilantes de su urbanización; por qué su chófer lavaba el maletero de madrugada. Si sería cosa de ricos o taparía algo más que aparente. Si se hubiera tratado de un cualquiera, de un Damián u otro miserable de los que proliferaban obedeciendo al régimen, ya estaría recibiendo golpes en las mazmorras de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol.
El hilo se tensó hasta romperse: registros, perros y un sótano de los horrores. Huesos retorcidos supervivientes a la sosa cáustica. El juez instructor —brindando a puerta cerrada con brandy "Veterano"— selló la causa: pena de muerte por garrote vil y todos los bienes decomisados.
La noticia salió en ABC con la frase seca de un capitán: «El criminal será ajusticiado públicamente para ejemplo de la nación».
Era una mañana soleada cuando Damián desayunaba al recibir el telegrama: «Primer servicio confirmado. Preso: Germán de la Santísima Trinidad Galindo. Fecha: 24-IV-1970.» Su mano tembló y el café se derramó sobre el plato.
Esa noche escribió una sola frase en su libreta: «Si pudiera explicarte cómo es mi tristeza… huye de desconocidos y también del abrazo amigo». Después apagó la lámpara y decidió que nadie le obligaría a girar aquella palanca. Ni Franco, ni las necesidades de su familia.