"Cuando terminás un buen libro no se acaba. Se esconde adentro tuyo." Liniers, de nombre Ricardo Siri.
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| Justyna Kopania |
He ido a la empresa «Ediciones Zutano».
Sip. Con ayuda del GPS me he perdido tres veces antes de llamar por teléfono para saber llegar, a pesar de… ¡estar justo al lado la primera vez!
Sip. Con ayuda del GPS me he perdido tres veces antes de llamar por teléfono para saber llegar, a pesar de… ¡estar justo al lado la primera vez!
Lo importante es que, al entrar, olía a libro nuevo. El olor de la infancia cuando estrenabas libro de texto, que no era muchas veces porque en esa época hubo un
«baby ¡¡¡BOOOOMMMM!!!».
(Explosión de tripas femeninas llenas de millones de bebés a lo largo de una España por repoblar). (Ya veremos cuando los nenes estos se quieran jubilar a millones; faltan pocos años).
Y pues tenía yo, por desgracia, de quién heredar libros de texto sobados y/o subrayados. Provenían de niños estudiosos y los muy «probitos» fueron a caer en manos de un equivalente a Jack el Destripador, versión educativa.
Yo comenzaba curso como los demás… más o menos, supongo. Había muchos niños ricos en mi colegio estrenando anualmente material escolar fantástico, que exponían a la vista de todos sin pudor ni mesura. Carteras modernas o estuches con doble cremallera, repletos de lapiceros de colores, rotuladores, gomas, reglas, sacapuntas… bah. Y con estúpidas decoraciones a la moda, por incomprensible que esta fuera y tal y tal; ya, ya… que sí, que muy interesante.
Comenzaba curso creyendo que ese año, JUSTO ESE, iba a ser el año donde todos quedarían maravillados por mis calificaciones. Nadie podría recordar al antiguo yo, el de las malas notas. Ese olor a libro nuevo era mi noradrenalina, mi droga natural autoinyectable. Y la meaba tan rápido como el libro entraba en la cartera para ir a clase: me ponía en una fila y terminaba llamándome el 37, con el culo sobre el asiento duro de un pupitre feo y viejo, cubierto de escrituras jeroglíficas de antepasados de la subespecie «muchachus neanderthalensis». Vamos, parecidos a mí, pero más brutos y, sobre todo, más guarros.
Recuerdo el momento como si lo estuviera viendo. A la derecha tenía la puerta; a la izquierda, Pedro —que no Pedrito— y su estuche doble florecía abierto con el mejor frescor de su corta vida. Entonces su dueño estornudó y lanzó sobre aquel compendio de colores, amarrados por una cinta elástica a lo largo de estilizadas cinturas de madera (prefería las de Alpino, con una vida más libre y sencilla, metidas en su caja de cartón verde, un pupitre más arriba) …
aaaaAAAAcccCHiiiIIISSS!!
Estornudó y, como decía, lanzó una especie de bala de fusil: un enorme empaquetado de mocos con variopintos verdores. Debo reconocer que en la hierba queda sublime, pero en el moco resulta entre abominable y ruin. Y quiero aclarar, a quien no lo sepa, que estos últimos son antónimos de sublime.Hombre. Mi primera idea fue atravesar la puerta como en los dibujos y dejar recortado en ella mi perfil de niño con pantalones cortos, corriendo despavorido. No regurgité el desayuno porque no era la hora propicia, pero los ojos empezaron a dar vueltas, para envidia de la futura protagonista de El exorcista. Unas horas antes y me hubiera convertido en aspersor infantojuvenil, lanzando Cola-Cao con auténtica «leche de vaca» comprada en granja de pueblo y puré fino de galletas.
Dejé de ansiar automáticamente el estuche con dopleter cremayerunden del camarada Pieter von Mocarren, alias Prepotentis Tuis Opus 45 (suena muy barroco, ¿no?). Fue el final de ansias más rápido visto hasta la fecha. Hasta tenía miedo de los Alpinos, escondidos en su montañesa gruta del mal, al acecho de un ciervo perdido. Y el muy mamón todavía se reía.
Cuánto dinero y mísera categoría reunida en una sola criatura.
Inaudito. Inconcebible. Y luego nos quieren cortar a todos por el mismo rasero. Que no, hombre, que no.
Y eso. Ya está. Empezaba el año creyendo que podría superar todas las barreras, que podría dominar la suprema, constante e infalible inercia que se empeña —desde que tengo memoria— en apartarme del mundo y sus habitantes, para centrarme en cosas… las cosas… algunas… mis cosas… no sé…
Cuando tienes sed, bebes agua y no intentas evitarlo (esto es la definición). Cuando empleas todo el tiempo en LO QUE SEA que tanto te interesa, tampoco se puede esperar luego gran éxito en el entorno escolar, laboral, amoroso, familiar ni social. Nunca he podido digerir todo esto. Ojalá pudiera echar todo el paquete de historias chungas fuera en un simple estornudo.
Libros nuevos y ojos cerrados, pasando las páginas junto a la nariz para incrementar el aroma.
Hojas que van al pasado, aumentando recuerdos; multiplicando preguntas.
Sin mirar. O mirando sin ver.
Salí de «Ediciones Zutano», donde algunos libros perduran presos en cuadros de cristal, separados y distantes, solos, sin el roce de un lomo amigo. Intuyendo la caricia de unas manos amables. Como arte escrito que miro mientras vigilo unos escalones en caracol que suspiran un «clave sus dientes aquí». De la puerta del edificio a la puerta enrejada de la calle te conduce un precioso caminito en curva, empedrado y abrazado por jugoso césped con flores. Encuentro ahí tinte y luminosidad diversa, pero nada de fragancia.
Entro en mi vehículo y arranco el motor. Cinturón puesto. Cinturón fuera. Busco algo para regalarle entre las cosas que llevo. Nada me parece bueno, ni correcto, ni válido. Busco. Encuentro una linterna LED. Vuelvo la vista, feliz con mi hallazgo en mano, y salgo.
El niño ya no está allí. Corre detrás de otro crío. Grita y salta. Parece un saltamontes que se quema las patas al contacto del suelo. ¡Vaya berridos! De pronto huye riendo, a carcajada limpia, mientras su amigo le persigue igual de alegre, igual de ajeno, sus corazones latiendo a todo trapo…
El niño ya no está allí. Corre detrás de otro crío. Grita y salta. Parece un saltamontes que se quema las patas al contacto del suelo. ¡Vaya berridos! De pronto huye riendo, a carcajada limpia, mientras su amigo le persigue igual de alegre, igual de ajeno, sus corazones latiendo a todo trapo…
…y vuelvo a mi furgo, lento y pesado, con los ojos picando, sonriendo leve, sintiendo triste, presintiendo contento y creyendo agradecido por el enorme regalo recibido de dos niños amigos.
De todos los niños desconocidos. Y poniendo mi corazón de papel en esos otros que, sistemática y artesanalmente, van creando en su interior, recogido y apartado de la mirada adulta, su propia versión del mundo.
Así que corred. Corred como posesos, despendolados y traviesos, saltando o gritando —algo menos, por favor— porque os figuro ya exhaustos, sudados y con vuestra mirada atenta. Como gilipollas que soy, os imagino yendo —curiosos y sin maldad— a sentaros junto a alguno de esos compañeros que esperan, extraños o inmóviles, en alguna esquina del patio. Os veo ahí con ella o él, hablando en monólogos y preguntando cosas sin recibir la respuesta esperada.
Vosotros no lo sabéis. Sois niños. No podéis.
Así que corred. Corred como posesos, despendolados y traviesos, saltando o gritando —algo menos, por favor— porque os figuro ya exhaustos, sudados y con vuestra mirada atenta. Como gilipollas que soy, os imagino yendo —curiosos y sin maldad— a sentaros junto a alguno de esos compañeros que esperan, extraños o inmóviles, en alguna esquina del patio. Os veo ahí con ella o él, hablando en monólogos y preguntando cosas sin recibir la respuesta esperada.
Vosotros no lo sabéis. Sois niños. No podéis.
Ellos, como alfareros, necesitan el calor de una amistad para hornear y hacer fuerte ese rico orbe invisible que procuran ir construyendo.
Esperan sin saberlo, sin pedirlo y creyendo no necesitarlo. El calor justo para que toda su obra no se transforme en lodo informe por el siguiente espasmo inevitable de sus dedos de terciopelo.
Calor y no fuego, que reduzca todo a polvo inerte, incoloro e insignificante tras el primer vuelco incomprensible de sus palabras extravagantes o sus actos de lunático nunca fiero.
«Si no entiendes mi silencio… ¿cómo vas a entender mis palabras?»
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| Justyna Kopania |







