"El crecimiento es dolor. El cambio es dolor. Pero nada es tan doloroso como permanecer atascado donde no perteneces." N. R. Narayana Murthy
Hasta donde soy capaz de recordar, la estupidez masculina obliga (¿obligaba?) a, por lo menos, gustar de alguna cosa de estas:
-Pescar, cazar y manejar los aparatos correspondientes. Ser aventurero.
-Guerras, soldados y manejar sus armas. Ser valiente.
-Deportes, fútbol y gimnasios. Ser fuerte e independiente.
-Coches, motos, barcos o aviones y manejarlos. Ser un manitas.
De pequeño no había en mi vida otra cosa más importante que los coches. Coches en fila india, coches por tamaño, por belleza, por nuevos o viejos, por amortiguadores saltarines o duros, por capacidad de correr más distancia o volcar a los otros en un choque. Pero no se espera este tipo de gusto por los coches. Yo deseaba ser mecánico como quiere ser biólogo el amante de los animales pero en cuanto acompañé a mi padre y conocí mi primer mecánico de manos ennegrecidas en un garaje subterráneo oscuro con fuertes olores ( no muy agradables ) me cambié a los animales.
Me repito como el ajo y no me gusta nada el ajo.
Pescar. Este es el motivo de la "entrada".
Los fines de semana teníamos la suerte de salir al campo y en algunas ocasiones íbamos cerca del río. En la orilla había piedras grises y algunas, las más lisas y planas, lanzadas con pericia podían rebotar contra el agua. Como había caña de pescar en casa, me invitaron a probar con una. De entrada no me apetecía. Empezar ensartando un gusano en el anzuelo es un comienzo realmente repugnante. Sale un líquido que ... asquito.
Yo estas cosas entiendo que quieran probarlas en uno. Como el día que acudí siendo nene con mi padre a un campo de fútbol compuesto por unos señores muy mayores con su pelota y muchos otros sentados en unos escalones que yo decía "de piedra", helados como témpanos. Mi padre chupaba un puro y gritaba, vaya usted a saber por qué. Algo así como el aburrimiento empedernido. No os hago esperar más: no se volvió a ver mi careto en aquél antro de cavernícolas recalcitrantes. Ambos grupos quedamos a gusto: el que formamos yo y mis circunstancias y el que aglutina a los futboleros de la piedra, porque jugarlo es diferente.
Y uno es inocente pero no tonto. Si no consiguen encaminar a su hijo hacia hombre o "machote" con el balompié ni los coches, prueban otra cosa. Lo entiendo porque igual que a mi no me gustan los cambios supongo que hay cosas que nunca cambian. Eso no quiere decir que no deban. Volvamos al tajo, que pierdo el hilo de pescar.
Cuando el pez de turno quiso, pobrecito, saciar su hambre, tragó cebo en gancho. Dicen de las salchichas que "carne en calceta, que la coma el que la meta" pero debían probar bocata de tortilla con anzuelo muchos pescadores. Debo decir que los anzuelos los carga el diablo, porque gracias a mi torpeza disfruté de uno clavado. Y lo que no quieras para tiiii ... El caso es que la caña se dobló. Qué agobio dios mio. Apretaba esa barra con hilos lo mejor que podía. Nadie podía creerse que el niño hubiera pescado en su primera vez tan rápido. Qué algarabía. Qué cúmulo de emociones incomprensibles. La caña haciendo forma de U invertida. Mis manos fundidas a la barra. ¿¡Qué era lo que había pescado que no podía con ello la caña!?
Mi hermano se ofreció para sacar el pez del agua en vista de que yo solo sujetaba aquel palo de plástico, desmontable por cierto en dos partes.
Sí que me gustaba lo del carrete. Podía pasar buen rato haciéndolo sonar mientras algún mecanismo hacía subir y bajar la parte central. En casa jugaba con el carrete y lo observaba subiendo y bajando. Clic, clic, clic ...
Me dijeron que en lugar de ir hacia el agua fuera en dirección contraria porque ya mis zapatillas empezaban a mojarse. No sé, una locura. Cuando por fin apareció el pez saltando sobre las piedras, dijeron que no valía para comerlo (un alivio) y no recuerdo más porque inmediatamente pasé de la pesca y fui en busca de otro entretenimiento más acorde con mis gustos. Digamos que construir una presa. Pequeña. Muy pequeña.
Lo que sucedió después en torno a la pesca no lo entiendo demasiado bien. El caso es que llegamos a casa con los peces. Eran del tamaño de como sardinas gordas y algo oscuros. ¿Sería la Boga del Duero?
Como cualquier ser vivo eran preciosos. Yo no podía dejarlos solos en sus últimos momentos agonizando y cuando nadie se enteraba me los llevé y eché agua en la bañera. Los metí allí y poco a poco se recuperaron.
Aquello me hizo mucha ilusión. Devolver la vida a otro ser, salvarlo de una muerte segura nos hace
más humanos, ¿a que sí?. ¡Qué bonitos mis peces!
Ya. Claro. Aquello pronto se convertiría en un problema. Todos sabían de mi amor por los animales y no querían hacerme cabrear. La bañera hacía falta para lavarse, pero sobre mi tumba habría de ser.
¡Qué poderoso fui yo! Leches, ya no me acordaba cuánto luché ese día por aquellos peces. Nadie pudo bañarse aquel domingo. Así me llamaban "cabezón". No había forma de hacerme cambiar de opinión.
Cuando el lunes siguiente volvía del colegio a mediodía, fui a ver mis queridos pececillos.
No estaban. Corrí asustado a preguntarle a mi madre qué había pasado.
Me contó que tratando de cambiarles el agua por otra más limpia se escaparon por el desagüe y fueron de nuevo al río.
¿He dicho que no soy tonto? Pues eso. Además desconfiado. Conocía a la perfección el tamaño, la redondez, la hondez y la hediondez del sumidero y su rejilla estrellada. Imposible que hubieran escapado por ahí.
¡MENTIRA! ¡NO CABEN!
Pasados los nervios del momento llegó la siguiente explicación, más creíble. Había cambiado los peces al fregadero de la cocina mientras limpiaba la bañera. Y el fregadero no lo controlaba. Me fui solo a mi habitación tratando de comprender, entre consulta y consulta al gran fichero del mundo animal, el insólito viaje de regreso al río. No me terminaba de convencer el asunto y me sentía mal, entre estafado e idiota, diría ahora. Todas las fichas me sabían a poco. A fotos de animales preciosos que no podían consolarme. Los clasificamos según su hábitat, su modo de reproducirse, su alimentación, su sangre, su esqueleto ... pero no sabemos clasificar las emociones, los afectos y sus efectos, las mentiras y sus engaños, los dolores más discretos ni los que provocan más daños.
Basta de rimas gilipollas.
Llegó el momento de comer aquel lunes de estiércol.
Acudí a la llamada de la madre que alimenta a sus polluelos.
Me senté en mi sitio de la mesa rodeado de seres que parecían como yo, de genética y edad equivalente, a los que la vida de mis peces les importaba un bledo.
Mi madre puso lentejas sobre la mesa. De segundo, puso una bandeja de peces fritos.
¡SON MIS PECES! ---- ¡Que nooooo! ---- ¡ASESINAAAAA!
Más explicación no quise escuchar. Que no eran aquellos sino otros, que la mentirijilla no tiene importancia y para finalizar, que los pescamos para comer.
Que la vida es una farsa total, vamos.
Me volví a la habitación y lloré con lágrimas infantiles la muerte, el alimento cruel, mi tontería supina que hacía fracasar en clase, mi locura única, mis fichas estáticas de animales, mis remotos coches abandonados, los años perdidos entre objetos, entre vidas sin objeto, entre sujetos y mentiras, entre risas y cariños de mi hermana por el duelo.
Nunca llenéis de peces vuestra bañera si vais a comer pescado. Al menos hacedme ese favor.