Discurrir por la vida es, para Marino, como cruzar un bosque de guijarros, con fieras agazapadas esperando un tropiezo, un error mortal de necesidad en su intensidad adolescente. Es caminar descalzo, con la piel al descubierto, alejado del calor o, peor aún, del amor.
Un día, siendo niño, su héroe se convirtió en villano. Engañado, compartió su inocencia sin miedo. Los pijamas apartados con las otras prendas. Sujeto boca abajo contra el colchón y, aun así, deseando comprender el juego, resistió las acometidas de un ariete ya menos infantil, más pérfido. El sudor de sus cuerpos, la puerta bloqueada, las mentiras no explicadas, la ansiedad de lo que escapa a la razón.
Y ahora, siendo adolescente, no asocia, no imagina qué mal padece su cuerpo para permanecer tan frío. Por qué nadie en su familia le ayuda si su cabeza no funciona.
Los documentales muestran a los machos sujetando a las hembras. Quizá ese cuerpo asténico, algo femenino, su falta de arrojo, fueran motivo suficiente para crear la confusión.
La música es su refugio y canta sin dificultad a su reflejo asustado, aunque decidido, sobre la magistral voz de Barbra Streisand: "Run Wild", robándole los significados, sumando fantasía a sentimientos de un tono rosa que viven en él sin importarle:
que tratarán de cuidarme como yo cuido de ti.
Y la emoción clausura sus cuerdas vocales en medio de la incomprensible lluvia de corazoncitos egocéntricos: los negados y los traicionados, junto a los que conservan su esperanza, invencibles y eternos.
Ay... qué bonito.
El niño, el adolescente, cuál de ellos no lo sé, acudió como siempre a su habitación, pero la puerta estaba entornada. Pasó dentro y encontró a su hermano sin ropa. La parálisis duró un millar de milisegundos antes de dar la vuelta y salir. Escuchó:
—¡Vuelve, que no pasa nada! ¡Solo me estoy cambiando! —y añadió sonidos y más palabras que no fueron tomadas en cuenta en ese momento, ni estas otras después de estar vestido:
—No tienes que tener miedo. En la mili, por ejemplo, te hacen desnudar y pasar así debajo de los camiones, mancharte de grasa y cosas peores, y no pasa nada. Todos nos reímos, todos somos hombres.
—(Yo no soy de ese tipo de hombres y no pienso ir a la mili) —pensó.
—¿Me escuchas? Mírame, no mires al suelo. Si te lo digo es por tu bien, para que no te pase lo que a mí... —Marino esbozó una sonrisa—. ¡Bah! Haz lo que quieras. Avisado estás.
Todo el mundo lo sabe: en el mundo animal puedes ser predador o presa. Los predadores disponen de un instinto autónomo y visión de foco. Son capaces de seleccionar al instante la presa con dificultades, la diferente, la que resultará más sencilla. Las presas tienen el instinto contrario: visión de amplitud, velocidad para escapar, para mimetizarse y no ser vistas ni escuchadas, para encontrar alternativas a la pelea.
Las personas también pueden ser predadoras o presas. Marino sabe que debe estar atento para prevenir el peligro, debe escapar ante señuelos, encantos y todo aquello que su experiencia ha ido determinando. Compartir espacio sin ropa con alguien de su mismo género es motivo de escape: como la violencia, los gritos, la sinrazón, la lengua envenenada, el grupo, etc.
Marta, su otra hermana, un año y medio mayor, al escuchar aquellas arengas de hombre adulto, se acercó a él y le dijo:
—No le hagas caso. Tú pídete todas las prórrogas para la mili, que son siete, y cuando no quede remedio, ya serás mayor y lo entenderás todo mejor. —Y añadió—: ¿Me dejas leer el último Don Miki? —muy contento se lo entregó y ella susurró—: Luego, cuando todos estén distraídos, nos fumamos un mentolado.
A Marta también la quería mucho. Era una chica muy sensible y aún más llorona, pero combativa. Ambos compartían ascos para la comida que consumían los nervios a su madre. Un día, en medio de una comida con sopa de verdura, Marino dijo con solemnidad:
—Esto no es sopa de verdura, es de carne. —Y todos pensaron que se le habían aflojado las tuercas al pobre Francostillas. Su madre, aludida primera, respondió:
—Déjate de tonterías y come. —Pero Marta preguntó:
—Marino siempre tiene un motivo. ¿Por qué lo dices?
—Pues... estos cuerpos negros, pequeños, estos insectos de la sopa son carne, ¿no?
La que se lió no fue chica. Su madre no tenía costumbre de limpiar los armarios de la cocina, y aquello era un microcosmos de organismos con vida autónoma. Algún ingrediente de la sopa tenía bichos, achicharrados con sus patitas y demás. Todos verificaron y recusaron la sopa. No sirvieron de nada las alegaciones maternas. Pero a la hora del café, la cosa continuó. Su madre puso la jarra con leche y la del café. Y Marino dijo:
—¿Qué pasó con el café? —a lo que su madre se repuso, inquieta:
—¡Qué le pasa al café! ¡Es el mismo de siempre! ¡No dirás que tiene bichos también! —y su padre añadió:
—No hay marrano que no sea escrupuloso. —Pero Marta insistió:
—Marino, dinos qué le ves al café... si aún no lo probaste. —Y su madre, sin convicción, aprovechó la ocasión:
—¡ESO, QUE NO LO HAS PROBADO... TONTO!
—A ese café le has echado algo. Está turbio y normalmente es cristalino: oscuro, pero no turbio. —Su madre, esta vez asombrada, estalló en una risa:
—Jaaa, ja, jaaaa... —y los demás monos de la feria rieron con ella—. Pero mira que eres especial, cariño. Sí. Es que no había café suficiente y le eché Nescafé en polvo, pero nada más. —Y todos comprendieron y tomaron el café con risas compartidas que el chaval disfrutaba como un enano, al que llamaban enano, si bien la más enana era su otra hermanita, Rosa.
Rosa, a quien también quería mucho, tenía lo que ahora llaman "terrores nocturnos". Solía suceder que la echaban a dormir antes que al resto porque era muy chiquita, de unos seis años, cuando empezó con este problema. A Marino se le partía el corazón y no podía soportar escuchar su llanto sin que nadie la atendiese. Para el resto era una niña caprichosa, una niña consentida, pero para nuestro prota había un problema y no podía encoger los hombros sin poner en marcha alguna iniciativa.
Una noche, tras acostarla, comenzó a acudir al dormitorio de las chicas. Jugaba con ella a las cartas infantiles de El bosque de Tallac.
Jugaban, y él se dejaba ganar, algo inconcebible, pues odiaba perder.
Rosa reía pícara y disfrutaba un montón. Sus padres les reñían, y poco a poco, tras leer unos cuentos, cuando ya le parecía que su hermana estaba lista, lo dejaban en secreto. Apagaban la luz y esperaba a que se durmiese. Luego salía medio mareado de aquella oscuridad, pero feliz y satisfecho, a pesar de perderse lo mejor de la tele. La niña no volvió a tener aquellos terrores.
Pero es verano y la piscina es, de nuevo, nuestro siguiente escenario. Allá va este cantarín, amigo de Caruso, tan ufano. Con la vajilla completa, si descontamos algún plato roto.
Entra con su familia al merendero, cargado con bártulos para pasar el día con las demás. Y de nuevo hay baño, natación y tostones asados, vuelta y vuelta. El padre de Javucho ha tomado las pulsaciones de ambos: 168 el chico grande y 125 el pequeño:
—¿168 es... bueno... no? —pregunta jadeando.
—Hombre, pues no es demasiado bueno, pero... —reduce la marcha al ver la cara de susto—. Pero no tiene importancia, solo ha sido un largo intenso. ¡Uy, se hace tarde! Id saliendo, que se acerca la hora de comer.
Pues no le dijeran otra cosa. Empezó a entrar en bucle y se reservó el derecho de consulta al tomo enciclopédico de lo cardíaco, a los médicos de turno para el siguiente día de enfermedad, a los expertos en deporte de su vida futura, etcétera, etcétera. Pero eso no le impidió incorporarse a la hora de comer. Había bullicio, muchas cosas compartidas entre todos, que a él le producían rechazo y mucha hambre loca por doquier. Y vino. El señor Juli dijo:
—Toma, Marino, un vasito de vino, granuja.
—¿Es Paternina Banda Azul? —solo tomaba vino para hacer gracia, para integrarse y resultar simpático, chistoso: el niño borrachuzo. Lo hacía desde siempre y le reían la gracia cada vez.
—Bueno, Juli, no te pases echando —recriminó Felisa—, que de estas cosas a los niños, cuanto menos, mejor. —Ella tenía en cuenta que Juli era un borrajas sin control.
—¿Niño? Pero si este ya es tan alto como yo... claro que... por lo que me han dicho, no le sirve de mucho.
—¿Se puede saber a qué viene eso? —preguntó molesta la madre de Marino. El chaval no había tomado un trago y ya se le estaba atascando el tinto.
—¡Ah! ¿No lo sabes? Aquí el Javito es el más valiente de estos tres. —Rosario, su mujer, un tanto sorda, venía del servicio e intuía que su marido estaba haciendo alguna de las suyas—. Pues que estaban el otro día por el parque y otro niño se metió con ellos. Javi fue el único en plantar cara y pelear. —Rosario llegó en este punto, pero continuó—: Aquí el Marino salió corriendo y Paulo detrás de él. Ja, ja, le dejaron solo cuando podían haberlo hecho papilla, siendo tres. Además, el gitanillo era un renacuajo que... —su esposa le interrumpió muy enfadada—. ¡CALLA LA BOCA! ¡Que siempre tienes que dar la nota! ¡IMBÉCIL!
Los segundos de silencio se extendieron como si una bomba hubiera estallado, dejando a todos sordos y pasmados.
Marino había dejado el vaso de vino nada más escuchar las primeras palabras sobre la valentía de Javi y se levantó. No quería hacer de borrachín tonto pudiendo ser el cobardica más ganso. Justo lo que odiaba su padre que fuera. Escapó de aquel lugar cumpliendo con lo esperado por aquel padre suyo.
Caminó en zigzag por entre las mesas de muchas otras familias, también con amigos, también con niñas, niños y adolescentes como él, mientras la discusión se dejaba de escuchar. Desorientado, preso del bañador, de la vergüenza, de necesitar ayuda para volver a su casa, a la seguridad de su habitación, buscó dónde esconderse.
Basta una sola estupidez para romper cualquier magia, cualquier afecto. Estropear cualquier recuerdo y cubrirlo de la porquería más puerca.
—Julián se ganó otra bronca. No me lo esperaba. Yo creía... —imaginaba que aquellas personas le querían—. Corre salvaje, al borde del tiempo, niño. Lleva tus sueños lejos, amor.
Lo buscaron sin hallarle. Usaron sin éxito la megafonía para encontrarle. A Julián “le cayó la del pulpo”, para quienes vean sentido en la analogía, y solo Felisa supo dónde estaba. Se encerró en uno de los dos vestuarios pequeños a la vuelta del bar del merendero.
—Abre, no hagas caso a Julián, no seas tonto. Es lo que él quiere. Sal de ahí y te explico por qué lo hace.
Con su cara, más negra que morena, llena de lágrimas-rímel extendidas, haciendo contraste con el blanco del cloro, los ojos enrojecidos y el último llanto con hipo de su vida, abrió y salió encogido, temblando, al cegador sol y el calor del mediodía.
Felisa le explicó los problemas que había en la familia de Julián: que bebía de más y decía cosas que no pensaba. Que tenían problemas con su hijo pequeño, Alberto, de su misma edad y amigo perdido. Explicó que discutía con su esposa todo el tiempo y, como Rosario se mostraba agradable con el padre de Marino, para chincharle, la había tomado con él en revancha.
—Pues no es casualidad. Ya otra vez hizo algo parecido, cuando no quise cantar delante de todos la de Palacagüina y me cogió por los brazos y me agitó como a una botella de Mirinda para que la echase fuera. —A Felisa se le escapó la risa:
—¡Jaaa, ja, jaaa! Pero mira que eres gracioso. Anda, ven conmigo, que te están buscando. —Cayó en la trampa de sentirse gracioso mientras ella le tiraba de la muñeca y lo llevaba como trofeo de vuelta al matadero—. Espera, que te limpio esa cara. Y ponte derecho, que no te vean triste. No hay nada de lo que avergonzarse. Cada uno es como es.
Por más que quisieron que hablara, no volvió a decir una palabra. Escuchaba por detrás todo tipo de encomiendas hasta que se cansaron y le dejaron por imposible.
Sería su último día de hacer el borrachuzo. Su último día de ir a la piscina. Y, en verdad, ni Dios conseguiría que volviese ya más. Perdía otro amiguito sin culparlo; tan solo era un niño que le contaba a sus papás todo, con absoluta naturalidad.
Más adelante se enteró, de forma indirecta, de que Javito aún se hacía pis en la cama y por eso nunca pasaba una noche fuera de casa. Es lamentable cuán bajo pueden caer y lo lejos que pueden llegar las personas para defender sus más miserables intereses.
En el camino de vuelta a casa, el sonido del motor y el carrusel deportivo permitían mantener la tensión, hasta que su padre sentenció, haciendo pausas entre frases:
—Siempre huyes de todo. Como los cobardes. Qué poco te pareces a tu hermano. Ni a mí. Ni a nadie. Ya verás cuando hagas la mili. Ahí te hacen hombre a la fuerza. —Y Marino pensó:
—(¿A la fuerza? Al que me toque, le meto un tiro).
—Bueno, ya basta —cortó su madre—. Déjale en paz, ya ha tenido suficiente por hoy.
—Cobarde además de loco, otra decepción.
—¡YA BASTA! —el enfado de su madre puso fin a tanto amor envuelto en hermosas palabras.
—Bien dejado está.
Cierto. Dejado de la mano de nadie.
O si el abandono es alguien, entonces tuvo larga compañía y enseñanza. O si lo son libros de sexualidad que su hermano les mostraba, donde Santa Águeda llevaba en un plato sus pechos cercenados, aprendió demasiado pronto.
O si las revistas de aquel hombre-padre, con mujeres de piernas esparcidas, y que según él eran “todas de nata por dentro”, cual postre para hombres, entonces hizo el servicio militar antes que nadie.
Llegados al domicilio, desenvueltos los achiperres de campo y reunidos todos los terrícolas, y algún alienígena allí alojado, hubo reunión de pastores y el del bastón dijo:
—Este fin de semana vamos a Andorra vuestra madre y yo. Decidme qué queréis que os traiga de regalo. —Marino esperó a escuchar a los hermanos y hermanas.
—¿Y tú qué, Marino? —el instinto de Marino, equivocado o no, presintió en aquellas palabras algo que disgustó al chico.
—No quiero nada.
—¿Ni chocolate?
—Déjale, si no quiere nada, pues ya está —su madre era bastante tacaña y quería reducir gastos.
Mientras sus padres les dejaban solos, por enésima vez, “acostumbrados”, hasta cierto punto, desde pequeños, a esperar su regreso en el balcón con ansiedad, Marino aprovechó para grabar sus Sesiones con Juan Salvador Gaviota.
En casa tenían una grabadora de bobina abierta y, en ella, con la máxima velocidad (calidad) que ofrecía el aparato, combinó Marino la música de la banda sonora de la película y la melancólica voz de su hermana Marta leyendo el texto apropiado a cada canción.
Cuando regresaron de Andorra, trajeron un montón de cosas en un sinfín de bolsas. Había olores sugerentes: a nuevo, a sabroso, con tactos suaves, de goma o rugosos, cosas blandas o duras dentro de preciosas cajas envueltas en papel transparente que brillaban como el oro y un montón de regalos que se concedieron a cada hija e hijo. Menos a él. Todos felices y sonrientes, hasta que su hermana mayor dijo:
—¿Pero...? ¿Y a Marino? ¿No le habéis comprado nada?
—No. Dijo que no quería nada. —Y Marta añadió:
—Que sí, mira, esta cajita de After Eight es para él.
—No. Trae, no líes las cosas, que se la prometimos a la Rosario.
Marino no había calculado, no había previsto la situación, y se marchó a su habitación, como todos los que leéis esta historia ya podéis imaginar, para llorar por ser un estúpido, por quedarse mudo y por no saber nunca cómo decidir, qué elegir.
Se preguntaba si alguna vez en la vida podría vivir sin ayuda de nadie. Si conseguiría parecer normal para trabajar para alguien normal. Si le amaría alguien tal como era, pues no podría engañar a esa persona; a pesar de su piel de lagarto, de sus pies palmeados, de su horroroso cuerpo asténico, de su extraño caminar, con esa asquerosidad a la hora de comer, con tanta falta de valor.
Como en Juan Salvador Gaviota, se diría que Marino añoraba las olas estallando contra el espigón en la desembocadura del río Bidasoa, los días de tormenta. El sabor a sal de las partículas en el aire y el poder del mar, persistente, como él quería ser.
Envidiaba a las gaviotas, suspendidas allí arriba, tan inalcanzables y seguras como él quisiera ser.
Santo, bendecido, con la profundidad con que la voz de Neil Diamond canta:
"Holy, Holy ... Sanctus, Sanstus ... Be."
Y ser.
Tan solo quería SER.
A Marino le ha gustado la historia y ha querido añadir esto:
A veces pienso que todo lo que fui se quedó en aquella piscina, en el eco de las voces que se alejaban mientras yo me escondía. Que el resto ha sido aprender a salir de ese vestuario, una y otra vez, con la cara lavada y el temblor disimulado.
Quizá todos vivimos intentando ser alguien frente a los demás, pero lo que realmente importa es poder ser sin testigos. Sin público, sin aplauso, sin la necesidad de probar nada.
He entendido que el silencio también puede ser una forma de respuesta. Que no hablar no siempre es rendirse, sino conservar lo que uno no quiere que le quiten.
Y si algo queda de aquel niño, o de mí, es la certeza de que existir ya es bastante.
Que a veces ser —solo eso— es el acto más valiente que nos queda.
Os dejo una versión de la canción de Joni Mitchell "Urge for going" cuando el verano y todos sus recuerdos tienen prisa por partir:
GRACIAS por escribir, por contar...., por describir, por sentir a pesar de las " roturas" , gracias por ser increíble. Gracias por habernos encontrado..,
ResponderEliminarComparto el agradecimiento. 😊
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