Bienvenida la muerte así presentada. Una figura cualquiera de atributos extraños, una molienda femenina de testosterona lacia, escaldada y dispersa. Derrengada hacia lo grave, lo pesado. Para personas como Luján, que no comprenden por qué tiene entre las piernas esto y no aquello, la desnudez representa un solícito grito que debe ser aclarado de forma honesta. Llana. Sobre todo, sana.
No siendo poeta ni escritor de renombre, puedo elaborar frases horribles y creer que lo hago estupendamente, abundando en lo barroco. Ved:
Los vampiros de ficción arden, trocándose inermes en polvo volátil. Los lujanes vivos se tuestan y recuecen y sus sexos escuecen y reverberan bajo tanta luz. Abatido el organismo, pero blando, suave y sin mácula, debe anular el caprichoso deseo y saturarse de textil hasta las cejas. Luján olvida si era mujer u hombre, si criatura sexuada en prematuro o si muestra todas las señales que acusan y proporcionan el formidable veredicto: persona adultizada.
Sueña insomne al comienzo de su jornada: "Soy una máquina. Coger esto y ponerlo allí. Unir lo uno y lo otro. Con amor." Como el bisturí del cirujano bien afilado, dócil abre el plástico, piel en su memoria, y salen las formas de su interior como aquella sangre evocadora. Pone el pendrive con cuidado en su ranura, dilatando la mirada quieta. Imprime 1.000 juegos, como sucede en otras imprentas, pero con menor ruido y olor, menos fallos y consumo, mayor calidad y beneficio, siempre con pulcritud y organización germánica. Guillotina el papel mimando el milímetro. ¡Habría tanto que seccionar! Una y otra vez, una y otra vez. Laminar, cantear, grapar... coloca vigilando patrones, uniendo hasta la extenuación. Y fin de la jornada.
Atardeció.
Casual sesión fotográfica como modelo específico válido para una causa noble. Toma su vehículo. Sube la cima, entra en el túnel, sale, entra en otro, sale, y oleada a oleada brota al fondo el mar, intenso placer imaginado. Accedió Luján al interior del estudio sin saludo, sin tocar manos, sin miradas, sin conversaciones, con miedo y esta sentencia:
—No quiero que mi cara pueda reconocerse—y la buena profesional, Laia Abril*, contesta:
—No te preocupes. Pon la ropa por ahí.
La sesión empieza tensa, difícil, negativa la luz, sombras difusas, color pálido y gris depresivo. Llevan casi una hora de acá para allá, forzando la falta de rostro, cortando perfiles en ángulos no posibles, borrando ingles interminables, cubriendo formas alteradas.
Entre ida y vuelta detiene Luján su mirada en la foto de un chaval sin expresión que observa la calle tras un ventanal. Y ya no puede más. Ya no oye nada. Cae sobre las rodillas, se cubre el rostro, brazos cruzados arañando el torso, clava los codos en el suelo mientras abraza, oprime y sacude su cerebro contra el suelo.
No siente si su sexo es libro abierto o gusano inmerso en carroñas, porque lo apretuja y extrae cuando se desploma sobre un lado. Las costillas dramatizan la luz, se inca brusca la cadera, las vértebras abemolan su teclado ambivalente mientras sus piernas y brazos resecos anticipan el trance de una dolencia obstinada.
Sus todos son solo huesos y piel lunática e hidrópica que sorbe llantos.
Y ya viene dipsómana entre plumas.
Fetal viene la catatonia a devolverle la razón,
para sumirse en un relax,
con una mano vuelta
pulsando junto a sus ojos
espasmos en aire.
Registrando vagamente el suelo
y la urdimbre madre de la alfombra;
embeleso de detalles
en un tiempo sin fronteras.
Y el sonido vuelve, poco a poco. Click, click, click. Ya todas son buenas.
—¡¡FABULOSO!!"—Click, click.—¿Cómo se te ha ocurrido?—Luján no responde. Un zombi que se levanta. Click, click. Dramática, Mila Kunis de rímel borracho.
—¡No, espera!—Click. Se cubre torpe, el hombro por el brazo, comicidad leve, el cuello vuelto, la ropa interior asoma torcida. Click, click.
—¿En qué pensabas?—Click. Con oculta ceguera busca el zapato.—¿Ha sido la foto del chico?—Click. Salir. Marchar sin decir ni escuchar.
Gira el manillar desconchado y tira de esa puerta que piensa repintada, realquilada, caída, sucia, gastada, hueca, barata, insegura, antigua y baja, chirriante, con agujero de mirilla sin mirilla, denunciable, insolente, incendiable o pateable. Click, click.
—¡NO TE MUEVAS!—Ruega a quien, sin moverse, estaba y ahora entorna un octavo su cabeza. Click, click. Comienza a cerrarla.—¡Espera! ¡No te vayas así!—Click.
Pero así es como marcha siempre Luján. A rebufo de vacíos y silencios. Entre colapsos de pensamientos reiterativos e infinitos sobre los objetos que ve. A zancadas inseguras figuradas sobre pilones clavados en el fondo de un infierno invisible. Si algo hay cierto, es que ya cae sobre él.
Anocheció.
Retorna prófugo Luján al hogar con la cesta de pescar rebosante de dolor entre mimbres de esquinas tronchadas. Lleva anzuelos nuevos metidos en los ojos y atragantados, entre óxido y pus, los más añosos. Sigue sin ser ni hombre ni mujer. No es mi niño la princesita de ningún rey. Es un ángel preso en barro legendario. Un ser desgraciado nada especial que desespera la única verdad.
La de exhalar un punto y final.


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