Llegó la hora de comer. Su madre traía la cesta con la comida y la nevera; su padre, el camping-gas, la cafetera, la cubertería… los útiles necesarios para terminar el sábado de piscina. Después del cierre se atrincheraban en las terrazas junto a recepción, y a eso de las 22:00 les echaban con aparentes buenas maneras.
Su hermano mayor había finiquitado para siempre con las piscinas y estaba de camping con sus amigos karatekas, sin miedo a la aventura en ningún lugar junto a un riachuelo. Su hermana mayor fue a casa de la tía migrante en Suiza, dejando cierta congoja en el corazón de hojalata del muchacho, palpitando como aceitera antigua. Solo acertó a hacerle una foto mientras preparaba su ropa para el viaje al lejano planeta helado, pero ella entendió: le abrazó y procuró consolarlo mientras él hacía como que contaba las fotos restantes de su Kodak Instamatic.
Cuando Marino quiso saber cómo era salir de España para vivir “en otro mundo”, aquella tía —también loca, según su padre— le explicó que fue muy duro y lo pasó muy mal al comienzo, ofreciendo como ejemplo que se ponía paños y servilletas para “la regla” por falta de dinero. Su otra hermana, estudiante excelente, estaba de viaje de fin de curso por Galicia.
Por último, aquel sábado, Rosa, la más pequeña, prefirió intentar de nuevo ser amiga de unas chicas tontas y “ricas” del colegio que vivían en una urbanización cercana los findes. Cuando Marino llegó a la vida adulta fue consciente de que le hacían el típico bullying por estatus socioeconómico inferior. Ser hija de comerciantes era sinónimo de baja estopa, de “manolargas”, de tramperos furtivos. Lo soportó mucho tiempo, hasta que un día no pudo más y buscó nuevas amistades adineradas con la esperanza secreta de encontrar mejores trasfondos espirituales. No se pregunte usted si lo logró: jamás sucedió. Su hermano la veía sufrir sin intervenir, sin comprender por qué, si eran amigas, le hacían esas cosas; y sus temores hacia otros seres humanos iban poblando los huecos vírgenes que aún quedaban en su cabeza.
Marino, con casi dieciséis años, ya no tiene amigos: ni listos, como su hermana, ni tontos, como él; ni cobardes como él, o valerosos, como su hermano. Ni siquiera de otra raza, porque en semejante colegio “pijo” no había ni un simpático romaní.
Tuvo un amigo, y marchó como vuelan los pájaros al final de temporada. Tenía uno, y eran ellos dos sin necesidad de más ruidos ni discusiones. Pura ilusión de Marino creer que su amigo pensaría igual. Aunque creía no sentir pesar —o, más bien, no era capaz de nombrar aquella ausencia—, quiso despedirse a su modo: sin palabras.
Se acercó al portal de quien fuera más que nada su compañero de colegio —pues fuera de él compartían poco tiempo—. Esperó para colarse, subió las escaleras y dejó un tesoro a su nombre junto a la puerta del piso, en el felpudo. Tocó el timbre y bajó las escaleras escuchando su nombre en boca de la madre, mientras unas lágrimas asomaban curiosas e indignadas en contraste con la sonrisa antagónica del rostro. Imaginó aquellas lágrimas de balcón ocupando un lugar en su pecho, porque sentía agujeritos dentro.
El amigo extendió sus alas y nunca más superaron los quinientos metros entre ambos nidos. De vuelta a su casa, calló las voces de aquel drama con los ruidos de la calle; pero, durante mucho tiempo, echó de menos aquel vínculo: la primera “revista del saber”, enorme tesoro que editaron juntos.
Siempre tan preocupado por la fauna, los asesinatos del fanatismo terrorista, la injusticia de las guerras, los abusadores y los abusones —que son lo mismo—, temeroso de cualquier agresión, conflicto o interés sexual hasta el punto de ponerse el pijama a oscuras y acudir siempre con la ropa de deporte puesta por miedo a los vestuarios con los demás chicos de la clase, empleaba muchas noches en tratar de comprender la vida y las personas. Aquello debía de tener un sentido distinto, incomprensible, porque no lograba hallar su camino ni el motivo de su existencia, cuando la explicación más simple era que no tocaba aún tal reflexión. Lo remediaba imaginando provenir de un planeta exterior que nunca logró ubicar en sus infantiles viajes espaciales, y sentía que debía continuar a la espera de recibir órdenes para desarrollar su poder telequinético y otras magias con las que devolver al mundo el amor y la paz.
Marino llega así a su adolescencia: con una pasión desmedida por los animales en medio del rechazo de su entorno. Ellos obedecen a instintos programados, son predecibles. Los padres, los hermanos y los chicos del colegio no. Estos insultaban y pegaban a su amigo sin motivo, sin provocación, por ser diferente, por ser buena persona. Asistiendo asustado a las agresiones, aceptaba las burlas recibidas pues “lo mío no es nada en comparación”. Ambos sentían mucho dolor, pero no se defendían. Quería ser como él, estudioso, aprobar todo, pero estaba abonado al fracaso. Aunque dedicó intensos esfuerzos, todo se disipaba de su cabeza ante cualquier pensamiento divergente en aquel 8.º curso de EGB y… bueno, en todos los anteriores.
Sin embargo, le dijeron que era guapo y aseguraron que las chicas estarían locas por él siendo un nene de siete años. Rompecorazones. Ya había crecido y ninguna ingresó en el psiquiátrico que él supiera, y recordó que se crecía hasta los veinte. Le echaron en cara que tenía un don musical y otro más para el dibujo, pero por dejadez no los aprovechaba. También que era listo, pero un vago empedernido. Y sin sangre.
No tenía sangre en las venas. Una estúpida exageración sin gracia que tenía aprendida, traducida y almacenada en el mismo cajón de “sangre de toro”, “sangre de horchata”, “de un susto no mueres” o “vivirás muchos años”. Odiaba a muerte escucharlo, porque primero había que buscar entre todos los cajones y, para cuando lo encontraba y verificaba que no estaba equivocado, la otra persona ya confirmaba que era un lerdo sin espíritu.
Las personas opinan, lanzan sus pensamientos desde la ignorancia y diseccionan a un ser en formación, pelándolo como una manzana hasta dejarlo desnudo, comiéndole a dolorosos mordiscos sus dulces entrañas para dejarlo seco, y luego lo lanzan al cubo donde se tira lo que no sirve, lo deficiente, lo podrido.
La gran noticia del día para ese chico tan serio, tan impasible por fuera, tan necesitado de transfusiones e inyecciones de sentido común fue quedarse solo en casa mientras sus padres salían de vacaciones con la hermana pequeña. Eso sí, debería atender el negocio familiar, y le remediaron el comer regalándole una semana de restaurante.
“Qué más se puede pedir”, pensaría su hermano, para quien Marino era como un pez: le echas de comer y listo.
Cuando más tarde rebuscó entre sus sentimientos para averiguar cómo había recibido la noticia, solo razonó que debía aceptar su castigo por el fracaso escolar; y no era un mal castigo disfrutar de tal independencia. Al contrario, le encantaba quedarse solo, disponer de tiempo y espacio para continuar lo que denominaba “la gran búsqueda”: encontrar el documento clínico con los resultados de su lobotomía o la prueba irrefutable de falsa paternidad, entre otras teorías sin descartar la de alienígena inducido o loco redomado.
Su primera jornada laboral habría transcurrido… “sin problema”, cuando su padre preguntase. Lo tenía decidido. No era trabajo nuevo, pero en solitario sí. Estuvo colocando los cinturones, indeciso si por precios, por colores, por material… ¡había tantos! Colgaban de ruedas metálicas con ganchos a dos alturas: para caballero más anchos y para ellas más finos y variopintos. Si la cintura era escasa, los cortaba a medida; si excedía, poco se podía hacer.
—¿No tendrás alguno más largo?
—Los que tenemos están aquí todos.
—¿Y cuándo vas a recibir más?
—No los recibimos. En general, mi padre va a Madrid y compra allí los que le parecen o compra rollos de material sintético, de polipiel, para fabricar estos más sencillos que nosotros cortamos a diferentes longitudes. Les ponemos la hebilla, el remache, hacemos los agujeros con un sacabocados, la trabilla y listo. Si te fijas, se curvan un poco. Es porque recuerdan la forma de la rueda y, según se va consumiendo más cerca del eje, se… —la mujer interrumpió el insufrible rollo, valga la redundancia, tocándole el hombro.
—¿Y el que tienes en el escaparate? —se miró el hombro, se mosqueó por la interrupción, tan maleducada, justo cuando le estaba explicando el trabajo.
—El del escaparate es como estos.
—¿Seguro? Parece más largo. —Como ya sabe, la única forma de zanjar esa cuestión es tomarlo y demostrarlo.
—Ah, vaya. Tenías razón.
—Ya.
—Anda, dices que estos sencillos los hacéis vosotros… ¿puedes hacerme uno?
—Sí. Ahora te enseño las hebillas que tenemos.
Sacó el rollo, tomó el cabo inicial y se lo ofreció. Ella levantó los brazos para que le tomase la cintura. Recordó que su padre lo hacía, pero no se veía imitándolo. En un momento dado, lo cogió y se rodeó ella sola. El pidió que considerase cuánto de más quería pasar por la trabilla. Cortó y montó todo en un santiamén.
—Gracias —dijo a la mujer tras cobrarle 120 pesetas.
—De nada. —Y, antes de salir por la puerta, añadió—: Has sido muy amable, pero para otra vez que no tengas de la talla adecuada podrías ofrecer hacerlo a medida en primer lugar. —Sonrió y se despidió—. ¡Adiooooss!
El dependiente, con los ojos bien abiertos, levantó la mano.
Después entró otra señora, que quería un bolso, pero ninguno de los diez que le mostró se acomodaba, y dijo señalando detrás de él:
—¿Y ese de ahí?
—Lo tienes aquí, es idéntico a este.
—¿Sí? Desde aquí parece diferente… —Se dio la vuelta y preguntó—: ¿Este?
—Sí, ese. —Se lo puso en el mostrador al lado de su igual.
—Pues desde aquí parecía…
—Ya. Me pasa mucho, no se preopuque. —Ella le miró de arriba a abajo y luego se decidió por el que acababa de sacar, el repetido. Luego estuvo revisando la conversación en busca de errores. “Puke”.
Hoy sería una ruina si las clientas tuvieran que pedir permiso para tocar y ver un producto, pero entonces no había tal costumbre. Marino se ponía muy nervioso cuando entraba algún extranjero y decía I’m just looking, o señalaba sus ojos para meterse sin permiso detrás del mostrador a tocar y olisquear entre sus artículos. La incomodidad era mutua, y “esa gente tan rara” solía marcharse al sentirse perseguida y observada de cerca.
En su primera comida de restaurante pidió calamares a la romana y así, cuando su madre preguntase, respondería que estaban muy ricos. Aquella señora romana tuvo una idea estupenda inventando el rebozado. Ese día, de diario, no había muchos comensales; pero los que había le miraban, y una pareja decía:
—Ese chico… ¿ves cómo come?
—¿Cómo qué come? —responde ella.
—Calamares, pero… ¿te das cuenta de cómo los come?
—Ay, lo que come lo sé, pero digo que cómo los come.
—Como raro, como si se los fuesen a quitar del plato.
—Será que le gustan mucho y mastica poco.
—Será que puede gastar poco, y masticar mucho tampoco.
—¿Quieres parar ya? Seguro que le dan de comer gratis, que es pobre… ¿no ves qué caras pone? Está mal el probito.
Todo puras imaginaciones, pero suficiente para no volver más. Menos lo imposible, Marino lo intentaba todo, trataba de hacer como el resto del mundo, por más miedos que tuviera; pero la vida se empeñaba en decirle: “Así no es, idiota”, o “Te vas a enterar”.
Por la tarde continuó vendiendo maletas, bolsos de viaje, fin de semana y algún neceser de caballero.
Cuando subió a casa sonó el teléfono, y su padre le preguntó:
—¿Cuánta caja has hecho?—para responder a determinadas preguntas se demoraba en responder y eso enervaba a su padre
—7.123 pesetas
—Bah, bueno. Te paso a tu madre.
—Buenas noches, hijo. ¿Te has acordado de poner la reja?—y para contestar en ciertas situaciones, también
—Sí.
—¿Y bajaste el gancho? (el de la corriente)—e inexplicable que en muchas otras también tardase o ni siquiera contestase
—Sí.
—Bueno, pues ya está. Nosotros estamos tomando unos pinchos en una terraza con vistas al mar y…—de pronto interrumpió
—¿Qué hace Rosa?
—Te la paso—una pausa excelente para pensar: playa
—Hola. —Su voz sonaba diferente.
—Hola. ¿Te has metido en el agua?
—Sí.
—¿Has jugado con la arena?
—No. —en esta pausa la madre aprovechó para retomar la conversación—Bueno, hijo, que dice tu padre que sube mucho la llamada. Ya, si eso, mañana… ¿vale?
—Vale.
Agotado, la cabeza le daba vueltas de repente. Se metió en el cuarto de baño y eligió ducha para tardar poco y tener tiempo de desarmar el vídeo-2000 Philips: quería ver cómo era por dentro, cómo olía, si los componentes estaban ordenados en las placas como los aparatos de Sony, si los cables estaban colocados con guías, si la calidad era patente.
Pero incluso su amada y relajante agua en forma de pequeña ducha le guardaba una sorpresa.