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miércoles, 17 de septiembre de 2025

Una semana con Marino (3)


El cuarto de baño, decorado con azulejos rosa hasta la mitad superior en altura, incluía a la izquierda la típica bañera de obra en tamaño colosal, y una cortina de plástico la recorría a lo largo de una barra acodada. Un bidé al fondo, bajo las toallas. Frente a la bañera, un espejo y un lavabo amplio.

Desconectarse los ganchos que la ropa solía clavarle era ya un placer en sí mismo. Pasó dentro y abrió el grifo. Cuando el agua estaba ya bien caliente, la dejó caer por su cabeza mirando hacia arriba con los ojos cerrados. Como bautizo, como la bendición que supone disponer de grifo y agua caliente al girarlo. Sintió cómo su cuerpo iba relajándose y empezaba a estar en sintonía con la vida. Deslizó el gel por todos los rincones, y sus hormonas adolescentes le jugaron un desafío que no estaba dispuesto a aceptar. Lo dejó estar mientras terminaba de asearse. Abrió la cortina, cogió la áspera toalla y secó por encima.

Se vio en el espejo las caderas más anchas que la cintura y recordó aquel libro que describía los tipos de cuerpos existentes en la especie humana.

Al padre de Marino le encantaban los libros. Para coleccionar, ponerlos en estanterías y poder decirse a sí mismo —pues a nadie le interesaba—: aquí está la colección de Los Episodios Nacionales y allá la colección en fascículos de la Guerra Civil del ABC Doble Diario, que nunca gozó el privilegio de ser encuadernada. Le encantaba coleccionar por minicompra semanal. Una de las favoritas de Marino era la de vinilos de música clásica de RTVE.

Si bien el chaval tuvo durante años la extraña costumbre de repasar los títulos y autores escritos en aquellos lomos como quien pasa revista a un batallón, ojeó muchos buscando imágenes y leyó algunos. Encontró en concreto uno de feas ilustraciones que describía cuerpos con carácter científico.

Como estaba solo en casa, se puso las zapatillas y fue a en su busca. Sabía con exactitud el lugar que ocupaba y, sobre todo, los libros con imágenes. Aquello de caminar sin ropa se le hizo una sensación agradable, de no ser por la incómoda presión que limitaba la completa extensión de su título de hombre, como decía el obsceno papá. Qué angustia ignorar al cuerpo.

Volvió al espejo y su figura, según aquellos dibujos, sería una de estas:

  • Leptosomático o asténico
  • Atlético o epileptoide
  • Pícnico o ciclotímico
  • Displásticos

Asténico. Tengo forma de asténico. Es horrible de feo. Vaya asco. A ver qué pone. 

Estas personas tienen un cuerpo delgado de hombros, son altos, con un tórax estrecho, cara y nariz alargadas y cráneo abombado. Tienen una personalidad introvertida, con dificultades de adaptación. Son individuos sentimentales, especulativos, con interés por el arte.

Tienen un temperamento esquizotímico, y su carácter oscila entre la hipersensibilidad y la frialdad. Estas personas son más propensas a sufrir un trastorno mental grave llamado esquizofrenia.

Cerró el libro y lo tiró al suelo. Se puso de perfil y su nariz no le pareció alargada. Algo alargado le reclamaba aún atención pero no su nariz. De frente de nuevo.

—Asténico. Si mi padre es un neurasténico, normal que yo sea asténico. Además de chalado, la vida me coloca dentro de un cuerpo de persona con tormentos. Los demás lo reconocerán y dirán: “Mira, ese chaval es un esquizofrénico. Pues no es rarito ni nada. Todo el mundo lo sabe”.

Dejó todo tirado en el cuarto de baño: gel, ropa, toalla, libro ... Se difuminó la ilusión por desmontar el video-2000 bajo tal desánimo que desinfló también el deseo en su cuerpo.

Se recogió en su habitación compartida. Su cama plegable, extendida y desecha, al lado de la puerta. Un poco más allá y junto al ventanal, la de su hermano. Bajó la persiana hasta los topes y, a pesar del calor, cerró la ventana con tal de acallar los sonidos nocturnos en lo posible, por leves que fuesen.

Hizo la cama considerando para otro día hacerla como su abuela recomendó: a primera hora, ventilando bien y recogiéndola. Su hermano nunca lo hacía, y muchas veces era él quien se encargaba. Así encontró en varias ocasiones que sus sábanas tenían manchas medio transparentes, casi almidonadas, como las cortinas por la parte de abajo, sin ser capaz de leer el motivo durante mucho tiempo.


Después se sentó con la almohada por respaldo y encendió la luz de lectura de su cubículo. Le agradaba la sensación de estar en el hueco donde se guardaba la cama plegable como un perro en su caseta, conocer los límites. Los peligros solo podían venir del único espacio abierto conocido. Se puso un cojín donde apoyar el primer tomo de Famosas novelas de Bruguera, que le regalaron por Navidad años atrás. Le encantaba eso de comprender las novelas a través de aquellas 3.900 ilustraciones. Repitió extasiado:

—3.900 ilustraciones a todo color, pedazo de asténico maníaco, te vas a enterar. Verne, tú también te inventaste cosas y gustaron a todo el mundo. ¿Puedo subir al submarino?


Se vio jugando con el submarino de Montaplex. El de Nemo era más pequeño y antiguo que el suyo. Surcaba los mares de sus memorias con tal fidelidad que a buen seguro podrían haber coincidido si los océanos no fuesen inabarcables y las coordenadas de la isla Lincoln le hubieran sido reveladas.

Las hojas se soltaban de tanto uso, pero las colocaba en su sitio con delicadeza, tratando de hacer coincidir cada resto de pegamento sobrante con el faltante.

Quería identificarse con el Capitán Nemo, pero ...

... no se describe como “raro”, sino como un personaje complejo y fascinante, un príncipe indio de la India (el príncipe Dakkar) que odia profundamente a los ingleses por las injusticias cometidas contra su pueblo y su familia, y que vive en exilio autoimpuesto en el fondo del mar con su submarino, el Nautilus.

Su comportamiento y sus motivaciones son el resultado de una vida de opresión y pérdida, lo que lo convierte en un personaje trágico y rebelde, más que en alguien simplemente “raro”.

—Tú también eres un raro, don Nemo.—Apagó la luz, dejó el libro en el suelo, se tapó con la sábana y empezó su rutina de dormir, pero no encontró pensamientos de bondad, de salva mundos, de poderes mágicos o telequinésicos, sino espacios vacíos envueltos en silencios, ausencias y soledades.

Boca arriba, con los ojos abiertos en medio de la negrura nocturna de su habitación, una vez más lloró por su insalvable locura y, como estaba solo, lloró con más ganas que nunca contra aquella pobre almohada.

Exhausto y mareado por no haber cenado, sin tan siquiera ser consciente de ello, se durmió entre el amargo y salado de sus lágrimas. Con el peor de los castigos: su propia condena.

Resulta curioso, pues, que sus sueños no recorrieran infiernos de sufrimiento, que no tuviera la necesidad de huir perseguido por monstruos repugnantes, sino que algo mucho más hermoso le fue revelado.

Conocía el cuerpo femenino a través de las múltiples revistas Penthouse que su padre escondía en un archivador metálico bajo llave, disimuladas bajo facturas y al fondo del fondo. Un archivador que no suponía reto alguno para Marino careciendo de su llave.

Marino nadaba soñándose bajo el agua, tras una mujer al natural que también nadaba despreocupada con impulsos sinuosos de sus piernas, sirena, el summum de la belleza, de la proporción y la juventud. De pronto despertó con dolor y abundante placer. Iba a eyacular en la cama por primera vez, pero consiguió cerrar el flujo y salió como pudo, corriendo hacia el baño entre espasmos que le doblaban las piernas.

Nunca más volvería a sucederle porque su cuerpo aprendió y despertaría con suficiente antelación para evitarlo. Tanto fue así que pronto comenzaría a tener despertares nocturnos con temblores, con una ansiedad como de muerte inminente que su médico de cabecera remediaría después con medicación. 

Así comprendió el origen almidonado de sábanas y cortinas y reconoció aquellos extraños ruidos que producía su hermano y que temía tanto que parecía jadear encima de él, ya aterrorizado de por sí, sin motivo aparente, preso de sus obsesiones y unos recuerdos que ocultaría casi toda la vida.

Por suerte para nuestro chico el día siguiente sería más grato, más humano, menos raro. Todo bueno o ... casi todo, según se mire.

 “En estos momentos, nos encontramos en la misma bahía de Vigo y sólo de usted depende el descubrir los misterios que en ella se encierran” Profesor Aronnax

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Una semana con Marino (2)

Llegó la hora de comer. Su madre traía la cesta con la comida y la nevera; su padre, el camping-gas, la cafetera, la cubertería… los útiles necesarios para terminar el sábado de piscina. Después del cierre se atrincheraban en las terrazas junto a recepción, y a eso de las 22:00 les echaban con aparentes buenas maneras.

Su hermano mayor había finiquitado para siempre con las piscinas y estaba de camping con sus amigos karatekas, sin miedo a la aventura en ningún lugar junto a un riachuelo. Su hermana mayor fue a casa de la tía migrante en Suiza, dejando cierta congoja en el corazón de hojalata del muchacho, palpitando como aceitera antigua. Solo acertó a hacerle una foto mientras preparaba su ropa para el viaje al lejano planeta helado, pero ella entendió: le abrazó y procuró consolarlo mientras él hacía como que contaba las fotos restantes de su Kodak Instamatic.

Cuando Marino quiso saber cómo era salir de España para vivir “en otro mundo”, aquella tía —también loca, según su padre— le explicó que fue muy duro y lo pasó muy mal al comienzo, ofreciendo como ejemplo que se ponía paños y servilletas para “la regla” por falta de dinero. Su otra hermana, estudiante excelente, estaba de viaje de fin de curso por Galicia.

Por último, aquel sábado, Rosa, la más pequeña, prefirió intentar de nuevo ser amiga de unas chicas tontas y “ricas” del colegio que vivían en una urbanización cercana los findes. Cuando Marino llegó a la vida adulta fue consciente de que le hacían el típico bullying por estatus socioeconómico inferior. Ser hija de comerciantes era sinónimo de baja estopa, de “manolargas”, de tramperos furtivos. Lo soportó mucho tiempo, hasta que un día no pudo más y buscó nuevas amistades adineradas con la esperanza secreta de encontrar mejores trasfondos espirituales. No se pregunte usted si lo logró: jamás sucedió. Su hermano la veía sufrir sin intervenir, sin comprender por qué, si eran amigas, le hacían esas cosas; y sus temores hacia otros seres humanos iban poblando los huecos vírgenes que aún quedaban en su cabeza.

Marino, con casi dieciséis años, ya no tiene amigos: ni listos, como su hermana, ni tontos, como él;  ni cobardes como él, o valerosos, como su hermano. Ni siquiera de otra raza, porque en semejante colegio “pijo” no había ni un simpático romaní.

Tuvo un amigo, y marchó como vuelan los pájaros al final de temporada. Tenía uno, y eran ellos dos sin necesidad de más ruidos ni discusiones. Pura ilusión de Marino creer que su amigo pensaría igual. Aunque creía no sentir pesar —o, más bien, no era capaz de nombrar aquella ausencia—, quiso despedirse a su modo: sin palabras.

Se acercó al portal de quien fuera más que nada su compañero de colegio —pues fuera de él compartían poco tiempo—. Esperó para colarse, subió las escaleras y dejó un tesoro a su nombre junto a la puerta del piso, en el felpudo. Tocó el timbre y bajó las escaleras escuchando su nombre en boca de la madre, mientras unas lágrimas asomaban curiosas e indignadas en contraste con la sonrisa antagónica del rostro. Imaginó aquellas lágrimas de balcón ocupando un lugar en su pecho, porque sentía agujeritos dentro.

El amigo extendió sus alas y nunca más superaron los quinientos metros entre ambos nidos. De vuelta a su casa, calló las voces de aquel drama con los ruidos de la calle; pero, durante mucho tiempo, echó de menos aquel vínculo: la primera “revista del saber”, enorme tesoro que editaron juntos.

Siempre tan preocupado por la fauna, los asesinatos del fanatismo terrorista, la injusticia de las guerras, los abusadores y los abusones —que son lo mismo—, temeroso de cualquier agresión, conflicto o interés sexual hasta el punto de ponerse el pijama a oscuras y acudir siempre con la ropa de deporte puesta por miedo a los vestuarios con los demás chicos de la clase, empleaba muchas noches en tratar de comprender la vida y las personas. Aquello debía de tener un sentido distinto, incomprensible, porque no lograba hallar su camino ni el motivo de su existencia, cuando la explicación más simple era que no tocaba aún tal reflexión. Lo remediaba imaginando provenir de un planeta exterior que nunca logró ubicar en sus infantiles viajes espaciales, y sentía que debía continuar a la espera de recibir órdenes para desarrollar su poder telequinético y otras magias con las que devolver al mundo el amor y la paz.

Marino llega así a su adolescencia: con una pasión desmedida por los animales en medio del rechazo de su entorno. Ellos obedecen a instintos programados, son predecibles. Los padres, los hermanos y los chicos del colegio no. Estos insultaban y pegaban a su amigo sin motivo, sin provocación, por ser diferente, por ser buena persona. Asistiendo asustado a las agresiones, aceptaba las burlas recibidas pues “lo mío no es nada en comparación”. Ambos sentían mucho dolor, pero no se defendían. Quería ser como él, estudioso, aprobar todo, pero estaba abonado al fracaso. Aunque dedicó intensos esfuerzos, todo se disipaba de su cabeza ante cualquier pensamiento divergente en aquel 8.º curso de EGB y… bueno, en todos los anteriores.

Sin embargo, le dijeron que era guapo y aseguraron que las chicas estarían locas por él siendo un nene de siete años. Rompecorazones. Ya había crecido y ninguna ingresó en el psiquiátrico que él supiera, y recordó que se crecía hasta los veinte. Le echaron en cara que tenía un don musical y otro más para el dibujo, pero por dejadez no los aprovechaba. También que era listo, pero un vago empedernido. Y sin sangre.

No tenía sangre en las venas. Una estúpida exageración sin gracia que tenía aprendida, traducida y almacenada en el mismo cajón de “sangre de toro”, “sangre de horchata”, “de un susto no mueres” o “vivirás muchos años”. Odiaba a muerte escucharlo, porque primero había que buscar entre todos los cajones y, para cuando lo encontraba y verificaba que no estaba equivocado, la otra persona ya confirmaba que era un lerdo sin espíritu.

Las personas opinan, lanzan sus pensamientos desde la ignorancia y diseccionan a un ser en formación, pelándolo como una manzana hasta dejarlo desnudo, comiéndole a dolorosos mordiscos sus dulces entrañas para dejarlo seco, y luego lo lanzan al cubo donde se tira lo que no sirve, lo deficiente, lo podrido.

La gran noticia del día para ese chico tan serio, tan impasible por fuera, tan necesitado de transfusiones e inyecciones de sentido común fue quedarse solo en casa mientras sus padres salían de vacaciones con la hermana pequeña. Eso sí, debería atender el negocio familiar, y le remediaron el comer regalándole una semana de restaurante.

“Qué más se puede pedir”, pensaría su hermano, para quien Marino era como un pez: le echas de comer y listo.

Cuando más tarde rebuscó entre sus sentimientos para averiguar cómo había recibido la noticia, solo razonó que debía aceptar su castigo por el fracaso escolar; y no era un mal castigo disfrutar de tal independencia. Al contrario, le encantaba quedarse solo, disponer de tiempo y espacio para continuar lo que denominaba “la gran búsqueda”: encontrar el documento clínico con los resultados de su lobotomía o la prueba irrefutable de falsa paternidad, entre otras teorías sin descartar la de alienígena inducido o loco redomado.

Su primera jornada laboral habría transcurrido… “sin problema”, cuando su padre preguntase. Lo tenía decidido. No era trabajo nuevo, pero en solitario sí. Estuvo colocando los cinturones, indeciso si por precios, por colores, por material… ¡había tantos! Colgaban de ruedas metálicas con ganchos a dos alturas:  para caballero más anchos y para ellas más finos y variopintos. Si la cintura era escasa, los cortaba a medida; si excedía, poco se podía hacer.

—¿No tendrás alguno más largo?
—Los que tenemos están aquí todos.
—¿Y cuándo vas a recibir más?
—No los recibimos. En general, mi padre va a Madrid y compra allí los que le parecen o compra rollos de material sintético, de polipiel, para fabricar estos más sencillos que nosotros cortamos a diferentes longitudes. Les ponemos la hebilla, el remache, hacemos los agujeros con un sacabocados, la trabilla y listo. Si te fijas, se curvan un poco. Es porque recuerdan la forma de la rueda y, según se va consumiendo más cerca del eje, se… —la mujer interrumpió el insufrible rollo, valga la redundancia, tocándole el hombro.
—¿Y el que tienes en el escaparate? —se miró el hombro, se mosqueó por la interrupción, tan maleducada, justo cuando le estaba explicando el trabajo.
—El del escaparate es como estos.
—¿Seguro? Parece más largo. —Como ya sabe, la única forma de zanjar esa cuestión es tomarlo y demostrarlo.
—Ah, vaya. Tenías razón.
—Ya.
—Anda, dices que estos sencillos los hacéis vosotros… ¿puedes hacerme uno?
—Sí. Ahora te enseño las hebillas que tenemos.

Sacó el rollo, tomó el cabo inicial y se lo ofreció. Ella levantó los brazos para que le tomase la cintura. Recordó que su padre lo hacía, pero no se veía imitándolo. En un momento dado, lo cogió y se rodeó ella sola. El pidió que considerase cuánto de más quería pasar por la trabilla. Cortó y montó todo en un santiamén.

—Gracias —dijo a la mujer tras cobrarle 120 pesetas.
—De nada. —Y, antes de salir por la puerta, añadió—: Has sido muy amable, pero para otra vez que no tengas de la talla adecuada podrías ofrecer hacerlo a medida en primer lugar. —Sonrió y se despidió—. ¡Adiooooss!
El dependiente, con los ojos bien abiertos, levantó la mano.

Después entró otra señora, que quería un bolso, pero ninguno de los diez que le mostró se acomodaba, y dijo señalando detrás de él:
—¿Y ese de ahí?
—Lo tienes aquí, es idéntico a este.
—¿Sí? Desde aquí parece diferente… —Se dio la vuelta y preguntó—: ¿Este?
—Sí, ese. —Se lo puso en el mostrador al lado de su igual.
—Pues desde aquí parecía…
—Ya. Me pasa mucho, no se preopuque. —Ella le miró de arriba a abajo y luego se decidió por el que acababa de sacar, el repetido. Luego estuvo revisando la conversación en busca de errores. “Puke”.

Hoy sería una ruina si las clientas tuvieran que pedir permiso para tocar y ver un producto, pero entonces no había tal costumbre. Marino se ponía muy nervioso cuando entraba algún extranjero y decía I’m just looking, o señalaba sus ojos para meterse sin permiso detrás del mostrador a tocar y olisquear entre sus artículos. La incomodidad era mutua, y “esa gente tan rara” solía marcharse al sentirse perseguida y observada de cerca.

En su primera comida de restaurante pidió calamares a la romana y así, cuando su madre preguntase, respondería que estaban muy ricos. Aquella señora romana tuvo una idea estupenda inventando el rebozado. Ese día, de diario, no había muchos comensales; pero los que había le miraban, y una pareja decía:

—Ese chico… ¿ves cómo come?
—¿Cómo qué come? —responde ella.
—Calamares, pero… ¿te das cuenta de cómo los come?
—Ay, lo que come lo sé, pero digo que cómo los come.
—Como raro, como si se los fuesen a quitar del plato.
—Será que le gustan mucho y mastica poco.
—Será que puede gastar poco, y masticar mucho tampoco.
—¿Quieres parar ya? Seguro que le dan de comer gratis, que es pobre… ¿no ves qué caras pone? Está mal el probito.

Todo puras imaginaciones, pero suficiente para no volver más. Menos lo imposible, Marino lo intentaba todo, trataba de hacer como el resto del mundo, por más miedos que tuviera; pero la vida se empeñaba en decirle: “Así no es, idiota”, o “Te vas a enterar”.

Por la tarde continuó vendiendo maletas, bolsos de viaje, fin de semana y algún neceser de caballero.

Cuando subió a casa sonó el teléfono, y su padre le preguntó:

—¿Cuánta caja has hecho?—para responder a determinadas preguntas se demoraba en responder y eso enervaba a su padre
—7.123 pesetas
—Bah, bueno. Te paso a tu madre.
—Buenas noches, hijo. ¿Te has acordado de poner la reja?—y para contestar en ciertas situaciones, también
—Sí.
—¿Y bajaste el gancho? (el de la corriente)—e inexplicable que en muchas otras también tardase o ni siquiera contestase
—Sí.
—Bueno, pues ya está. Nosotros estamos tomando unos pinchos en una terraza con vistas al mar y…—de pronto interrumpió
—¿Qué hace Rosa?
—Te la paso—una pausa excelente para pensar: playa
—Hola. —Su voz sonaba diferente.
—Hola. ¿Te has metido en el agua?
—Sí.
—¿Has jugado con la arena?
—No. —en esta pausa la madre aprovechó para retomar la conversación—Bueno, hijo, que dice tu padre que sube mucho la llamada. Ya, si eso, mañana… ¿vale?
—Vale.

Agotado, la cabeza le daba vueltas de repente. Se metió en el cuarto de baño y eligió ducha para tardar poco y tener tiempo de desarmar el vídeo-2000 Philips: quería ver cómo era por dentro, cómo olía, si los componentes estaban ordenados en las placas como los aparatos de Sony, si los cables estaban colocados con guías, si la calidad era patente.

Pero incluso su amada y relajante agua en forma de pequeña ducha le guardaba una sorpresa.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Una semana con Marino


Marino tiene 15 años, pero pronto cumplirá los 16. En julio, mes de sofocos para su madre.

Antes que naciera él, la percha de alambre colgaba de un armario de contrachapado barato, oscuro como la casa y con ese olor a humedades de los pisos mal aislados o casas asentadas sobre suelo de terruño húmedo. La percha se mecía, diabólica, con el viento que trepaba por las lamas de la persiana hasta el tambor para reptar como un soplo helado hacia la falda, donde su hilo resignado aguardaba el retorno de la anterior cintura.

Antes de que naciera, los ajenjos, los perejiles y las nueces amoscadas, los jengibres y las caléndulas revoloteaban junto al caldero hirviente como brujas esperpénticas. Nada extraño, teniendo en cuenta el dolor infligido por la grupa de aquellas escobas de paja y la suciedad del negro hollín que dormía entre alacenas de ladrillo blanqueado con cal.

Antes de venir a poblar este mundo como consecuencia del mero gusto por follar (qué feo suena), por más que el sexo se endulce con amor tras besos lujuriosos y manos lascivas, la efervescencia de sangre comprimida y el jugo de sus vapores traen un bebé, dos e incluso tres, y cuando vas a pisar el freno viene el cuarto madaleno: un tal Marino de primer apellido "maldito-seas-que-no-puedo-con-mi-vida" y de segundo "dios-mío-qué-habré-hecho-yo-para-merecer-tanto". Los apellidos ancestrales serían "dame-fuerza-Dios-mío-para-afrontarlo-bienvenido", seguido de "lo-que-Tú-mandes-así-sea-de-todos-los-santos-bendecido".

El primer aviso llega cuando su marido cumple un mes de carretera: una amenorrea secundaria fisiológica, más vinculante que coincidente. Por delante, 280 días; quizá 9 meses desde ese frío octubre que él vino a calentar sus sábanas.

Las contracciones pusieron fin a la historia y Marino asomó su nariz el día que Franco decidió hacer con los republicanos rojillos lo que el padre del susodicho tenía por costumbre con su esposa, siendo el resultado mucha muerte y penuria entre bandos hermanos.

Restemos significado a las fechas: la ONU eligió ese mismo día para Mandela, pero... ¿olvidar a Santa Sinforosa y sus 7 hijos?

A la pobre Sinforosa la ataron al cuello una cuerda que hubiera pasado por colgante, excepto por estar lastrada con piedra y porque la tiraron al río, no sin antes matar a sus siete, porque el oráculo así lo exigía para satisfacer al emperador Adriano.

Tanto parir Crescencios, Julianos, Nemesios, Primitivos, Justinos, Estacteos y Eugenios (ningún Marino) para verlos terminar martirizados por gusto y gana de algún imbécil aburrido que se postuló como intérprete de aquel siniestro lugar llamado Oráculo.

Pues nuestro personaje (ya estarán ustedes aburridas con tanta palabrería) se encontraba en el enorme merendero de la aún mayor extensión de piscinas, bajo las sombras cambiantes que una suave brisa dibujaba con las hojas de sus altísimos plataneros. Estos, plantados a distancias exactas en hileras bidireccionales idénticas, delimitaban imaginarias parcelitas de césped. En el centro de cada una dispusieron mesas de cemento con dos bancadas laterales igual de frías, y todo el conjunto sobre una tarima también de cemento.

Así daba comienzo Marino a ese verano de 1979. Con el recuerdo del curso que acababa de repetir, otra vez repetir. No sentía pesar por el amigo que migraba al instituto en lugar de permanecer de pago, tan majo y único, y por igual buena influencia. Tampoco sintió nada 4 años atrás perdiendo a su compa de 4º. Lo que aborrecía era imaginarse, situarse ante la nueva hornada de caras nuevas provenientes del séptimo de Egebería. Odiaba ser transparente para los chicos estudiosos, una diana para los odiosos e imán para los más ociosos. Cualquier disfraz valía, excepto uno: el de Marino.

Había elegido la última mesa, en medio de la última fila, al fondo, para tener la menor cantidad de gente alrededor y poder estar sentado de cara a los setos, altos, de tres metros. De espaldas al resto de mesas, de árboles, de sombrillas mimbreras, de vestuarios tan semilimpios como semisucios, al bar de merendero; ignorando tanto la piscina mediana como la pequeña o la olímpica, el bar-restaurante; alejado de los otros vestuarios en los que desnudarse le ponía muy nervioso.

Eran vestuarios independientes, dispuestos en filas horizontales y verticales. Dentro había un banco y 2 mini puertas a ambos lados que bajaban solo hasta la rodilla: genial idea para saber si estaban ocupados y para salir por el hueco o asomarse y corretear entre pasillos haciendo tremendo ruido con eco, con locura. En aquellos vestuarios sucedían historias, algunas nada agradables de encontrar, ver, escuchar u oler. Había quienes dejaban abierta la puerta y quienes, como Marino, hubieran preferido un búnker ligero.

Después estaba la recepción, los aparcamientos, los edificios inexistentes y el mundo entero, mientras adivinaba un verano radiante sobre una silla de nylon con muelles que daba fe de sus 47 kilos.

Junto a él, volviendo al merendero, una oruga enorme, verde y peristáltica, con cara de Finn, el amigo de Jake en "Hora de aventura". Marino se imaginaba observado de reojo mientras ondulaba hacia la cima del platanero. Casi podía verla babear de solo acercarse a sus jugosas y enormes hojas palmeadas. La oruga sabía que Marino era peligroso, flaco y asqueroso, y que si algo la salvaría sería su horror a las orugas, tan solo superado por el de estas hacia él. La oruga también sabía que repetiría curso por segunda vez y esos pensamientos le salvarían la vida y salir volando más allá de los confines del seto, con cara de seto, donde la estepa reseca nacía y donde habitaban cuervos menos escrupulosos y liberados por natura de todo miramiento.

El suelo del merendero, forrado de jugosa hierba recién regada por aspersores de gran alcance, mojaba y acariciaba sus pies. Miró Marino sus pies: sus dedos, atrofiados y semipalmeados, únicos en aquella familia suya, le concedían el beneficio natatorio de las ranas. Aquel dedo gordo, porroncho, prominente, daba a sus piernas inusualmente largas el aspecto de pata ungulada en jamelgo potroso. Sus manos lucían los dedos de un fauno en el laberinto del ídem. En su cuerpo adolescente nacían los primeros vellos de la hombredad sobre el labio, pero el resto del cuerpo no conocería más que aquel vello casi traslúcido, casi femenino, ni más adelante ni nunca jamás. "Por suerte", pensaba él. ¿Por qué no mencionar su fimosis? No conocía ese sustantivo, pero sí que muy pronto le depararía un descubrimiento asombroso: su cuerpo ocultaba algo allí y él aguardaba el momento apropiado.

Hasta aquí todo estupendo, pero en su mente había un batido de sensaciones malas y buenas, aderezadas con algunas hormonas despendoladas, fugaces, insuficientes y muy deficientes, como sus calificaciones, como la traición indolente del profesorado salesiano que le ignoró y prefirió martirizarlo con desprecio y violencia física en el transcurso de los 9 años anteriores. ¡Ay, si su madre hubiera sido Sinforosa! ¡Cuántas penas hubiera ahorrado! Mejor vivir feliz y morir quemado que vivir a medias y morir de viejo, acumulando martirios más pequeños.

Eran las 9 de la mañana cuando su padre desembarcaba a Marino con los bártulos en la piscina, bajo la premisa de guardar sitio para la hora de comer. Su hijo valía al menos tanto para estatua como para guarda de sillas y toallas, así que ahí estaba: solo, sentado y escuchando el movimiento de las hojas en el aislamiento de ese merendero, gozando de mirar hacia arriba y sentir la tranquilidad de los árboles.

Al poco rato interrumpió Felisa, redonda desde todos los ángulos, profesora de física, química y matemáticas en toda su mente, madre de vara firme pero flexible y extensible, tan generosa, tanto más joven que Javier, su marido, abogado él, feliz, sencillo, con tres criaturas compartidas, la última en alegre desliz. Y viendo a nuestro Marino, estando al tanto de lo que todo hijo de vecino sabía —pues las noticias buenas caminan sobre arena, pero las malas corren como galgos de carrera desbocados— dijo:

—Bueno, hombre, no estés triste. No le estés dando vueltas. Ya no se puede hacer más. El año que viene te vienes conmigo a clases particulares y verás lo fácil que es.

El aludido no respondió, pero pensó:

—(No estoy triste. O sí. No lo sé. Todo el mundo dice que estoy serio cuando no. Ahora que triste).

—Anda, vete con Javito a dar el primer baño. Verás cómo el agua helada te espabila.

Javi, su hijo, era varios años menor, pero a Marino le gustaba jugar con él. A ratos prefería recorrer incansable el carril para lavar los pies que rodeaba la olímpica. A pesar de lo poco recomendable que era le resultaba gratificante ver avanzar esa olita que se levantaba.

Casi siempre terminaban los dos arrugados y tiritando de frío. Javi se secaba con la toalla y tumbaba al sol mientras Marino se ponía la gafa y se tumbaba directo porque su madre no usaba suavizante y su toalla eras rasposa.

Luego, superada la tensión del frío y ya adaptado a las demás sensaciones desagradables podía Marino a
cariciar la hierba y buscar entre nubes difusas y escasas algún dibujo sugerente. De cuando en vez  perdía una mirada de extrañeza al hueco que dejaba entre sus caderas la tela tensa del bañador Speedo. Nada de grasa ni idea de qué sería eso de tener tripa cuando Felisa apareció para poner crema a Javi y despejar las dudas con su redondez. Como buena madre sugirió:

—Deberías secarte primero como hace Javi porque las gotas hacen de lente. Y ponte crema—pero nunca hacía caso.

—Al menos quítate la gafa porque el sol te puede quemar con las lentes y dañar los ojos ... ¡¿me escuchas?!

—(Claro que te escucho, Felisa, pero mira ese cielo, ¿no ves esa inmensidad azul? ¿no es hermosa? ¿respiras el mismo aire limpio que yo? ¿no te asombra la fuerza del sol? ¿no tienes calor? Ay ... pobre Javi. Le estás embadurnando de nivea ... uff. Parece un cerdito cubierto de manteca listo para hornear. Pero tienes razón con la gafa.)—y se guardó la gafa.

Tan relajado como estaba aquel mismo día recibiría una noticia inesperada.

sábado, 9 de agosto de 2025

Jugando con Marco



Marcus Welby, Marcus Welby.  Doctor en medicina.

Médico de familia, de cabecera. ¿ Porqué "de cabecera" ?

He buscado en el diccionario de la Real academia y relaciona con muchas ideas pero no con el médico.

Marcus Welby, que yo pronuncio "marcus güelbi" y en la figurada mɑːrkəs ˈwɛlbi.

Marcus Welby, prometo que no vuelvo a repetirlo ... por escrito. En mi cabecera seguirá rodando algún tiempo.

Marco es un niño de unos 8 años. Me metí en la mini piscina de la urbanización, una de 8x8 metros o 10x10. Una que cruzo en 5 brazadas. Una con la que he golpeado el cocoroto varias veces nadando de espalda, olvidándome del bordillo por despistarme con el canto de una chicharra o el sobrevolar de un pájaro o ... cualquier otra cosa. También me hice herida en antebrazo y muñeca al dar otra brazada. También en el brazo bajando al agua y subiendo. Siempre  por otro sitio diferente a la repelente escalera.

Pues ahí estaba yo haciendo de pez. Haciendo el matao flotante boca arriba y boca abajo. Nadando estilo braza y espalda. Usando brazos solo o solo piernas. 

Por allí había un niño. Alguien dijo "Marco, ¿ porqué no haces competición a nadar con Fermín ?". Respondió "No ..." muy bajito. Seguí a lo mío y encontré que el nene iba a la par de un lado al otro. El iba llegando y le dejaba llegar primero. Una de las veces lo hice de espalda para ver si podía ganar y gané. Luego de un poco lo dejamos. Me preguntó "¿Buceas?" y le conté que siendo pequeño buceaba en "busca de tesoros" por la piscina olímpica con ayuda de un niño (yo adolescente y el niño, Jaime, más pequeño pero también más valeroso).

Marco me ofreció unas gafas y juntos buscamos algún tesoro pero no encontramos. En seguida su abuela me dijo "En cuanto te canse Marco le dices basta, ¿de acuerdo, Fermin? que este niño es muy pesado". Respondí "Vale" sabiendo que eso no iba a suceder. En cambio le conté que usábamos gafas de las grandes con tubo para respirar sin sacar la cabeza y que escupíamos en el cristal para "lavarlo" y con eso no se producía vaho y podíamos estar más tiempo. "Mito" y yo encontramos muchas pulseras, anillos, colgantes y esas cosas que la gente se pone sobre el cuerpo con motivos más inexplicables que comprensibles.

Marco y yo terminamos pronto la "búsqueda del tesoro" porque la piscina no daba para más y no ofrecía más que avispas ahogadas, hojas o flores. A pesar de todo, revisó la aún más pequeña piscina para nenes, donde el agua no llega a la rodilla de una adulta. 

El agua estaba más caliente que fría. En mi antigua piscina olímpica el agua procedía de pozo propio y estaba siempre helada pero ahora, casi 50 años después, estamos en Región de Murcia y el agua se siente caliente o casi, aunque las lugareñas la perciben fría.

Pido a las mujeres que tiren algún anillo o joya al agua para que nosotros la busquemos pero Merce, con mejor critero, dice que va a tirar unos frutos de arbusto al agua para buscarlos buceando a falta de mayores tesoros. Y todas sabemos que al nene le da igual, no necesita joyas sino valiosos juegos sencillos.

Yo no soportaba más las mini-gafas que me prestó y buscaba a ojo sobre las aguas "picadas" y saladas de la piscina. Vi un fruto, lo cogí con los dedos de los pies y se lo lancé a un Marco que se aproximaba buceando. Al poco dijo "Yo también quiero cogerlos con el pie" y pasamos a cogerlos con el pie. El tenía que hundirse y lo tenía más difícil. Daba volteretas bajo el agua, subía y bajaba pareciendo que se iba a quedar sin aire, sin energía. Qué va. Es inagotable.

Alguien advirtió que el sol quemaría mi calva.

Luego se le ocurrió que le tirase los frutos a falta de una pelota para hacer paradas. Como se iban al fondo y se estaba cansando de las gafas de buceo propuso continuar, él en la pisci pequeña de portero y yo lanzando desde la grande.

Ahí otro rato más. Sentí algo de agobio por el par de hombres que había. Uno de 70 con su esposa y su hijo separado. El hombre jubilado miraba el móvil y su esposa dijo "¡ AHH ! Encontré una cucaracha en casa y tuve que llamar a fulanito para que la matase, no veas lo grande que era." y el marido relatando todo el rato por lo bajo añadió "qué preocupación más grande, dios mio".

Llegó el punto de marchar el nene con su abuela, que también reniega del marido recién jubilado el cual al parecer encoge los hombros cuando ella lo dice delante de otros. Tiramos los últimos lanzamientos y paradas. La última con doble fruto que detuvo con sus dos manitas. "UNA PARADA ÉPICA" le dije. En modo "revisión inmediata" me molestó escuchar mi voz ronca.

Salimos del agua, nos secamos. El se envolvió en su toalla y tumbó en la tumbona. La abu le tiró una foto y  mi sobrina, con su tono guasón habitual, dijo "Le vas a mandar a la madre la prueba de vida, ¿no?".

Ya en casa me dijeron que le regalaron un robot por energía solar y no funcionó o no supieron montarlo. Me he quedado con ganas de ir a su casa para verlo con él. Dicen que le haría mucha ilusión enseñármelo así que esperaré a ver si coincidimos otro día. La abuela se ha cagao en todo lo barrido de quien le hizo el regalo porque la tiene "loca con el cacharro ese".

Lo más extraño es que al separarnos en nuestros caminos, su casa a 20 metros de la nuestra, me dijo "Gracias por jugar conmigo" con su voz angelical. Sería cosa de su abuela, supongo, y yo le entregué devuelta su agradecimiento por jugar conmigo.

Ya en casa d
ijeron que Marco no jugó ayer con los otros niños que había y no lo entiendo: su sonrisa, su inocencia, sus ganas de jugar ... o si lo entiendo pero prefiero no imaginar los motivos porque me pongo en bucle, como con Marcus Welby y luego me está rondando la cabeza durante días.

10-08-2025:
Nos han lo permitido en ambos bandos. He ido a casa de la abuela con Marco y juntos resolvimos los problemas montando el robot. Todas las piezas había que extraerlas estilo Montaplex. Tenía un motor muy chiquito y una placa solar para alimentarlo. Pasamos toda la mañana haciéndolo. Reímos, me corté con el cuter y disfrutamos un montón. Luego le grabaron con el robot caminando.



jueves, 7 de agosto de 2025

¿Qué pasa con Emily Blunt?

Lo pregunto por la actriz protagonista de "Al filo del mañana" y "Destino oculto" sobre todo y luego -pero menos- por "La chica del tren" y "Un lugar tranquilo". De forma habitual prefiero no repetir películas pero las dos primeras puedo verlas una y otra vez.

No es manía con Emily. No porque me parezca atractiva ( me encanta la sonrisa con hoyuelo pero no en la barbilla ).
Tampoco por su cuerpo ... 


... o si, si cuenta quedarse flipado como Tom Cruise en su
 primer encuentro con ella haciendo Yoga en la cancha de entrenamiento. 

Pero de lo que hablo es del ciclo sin fin. El repetirse de la escena inicial.

A muchas nenas les encanta ver Rey León en bucle y a sus madres y padres no les queda otra que poner y re-poner la cinta, el DVD, el Mp4 ... nah: la tablet absorbe el summum de la atención infantil con Pepa Pig y la Patrulla Canina, no sé lo de moda en 2025.

Un día en el que pueda repetir lo sucedido para hacerlo todo perfecto o, si eso no existe, obtener el mejor resultado. No cometer errores en plan:
- Callar aquello que dije sin saber que se volvería en contra
- Decir por teléfono lo que la persona que tengo al lado sin participar en la conversación espera que diga
- Hacer las tareas de la casa que olvidé a pesar de tenerlas apuntadas en una lista
- Dar los afectos a quienes los necesitaban
- No dar confianza y cariño a quien no lo merecía
- Salir de los bucles dentro del bucle, es decir desrizar el rizo de las obsesiones
- Paralizar mis esperpentos si detecto que alguien los observa extrañado o alucinada
- Detener las repeticiones vocales para no parecer idiota a pesar de necesitarlas
- Recuperar el tiempo desaprovechado en la continua perplejidad de los patrones visuales, sonoros o táctiles que nos rodean
- Replicar con argumentos a las estupideces, los insultos o las faltas de respeto
- Prevenir las caídas al suelo, los tropiezos en escalera y demás torpezas motoras

En realidad es una completa tontería todo esto. Una cosa es ver cómo Tom Cruise corrige con la Emily los errores del día para salir del campo de batalla y otra ver repetida la película de uno mismo en un mismo día para hacerlo perfecto. Al final podría alterar los resultados pero no sé si eso cambiaría también mi naturaleza ni si es eso lo que desearía.

Uno puede ser un desastre y asumirlo con buenas intenciones pero rozar la exquisitez y redondear la perfección nos convierta en más odiosas, estúpidas y orgullosas.

miércoles, 2 de julio de 2025

Damián y Germán: la historia (fin)


Una flor sobre el garrote vil

La ejecución queda suspendida; el régimen corre a buscar otra mano, pero esa hora vacía se convierte en grieta. Los periódicos repetirán que “un asunto técnico” retrasó la justicia; en los pasillos se hablará de “indisciplina”. Para Damián, sin embargo, la frase brutal del funcionario ha dejado de pesar. La tristeza que nunca supo explicar —esa “brizna de hierba perdida en el mar de mayo” que se negaba al rocío— se transforma en algo menos amargo: consciencia.

En el patio trasero del penal, lejos del bullicio, piensa en sus hijas jugando entre los pinos que aún no ha plantado y comprende que toda ley es un hilo torcido si se quiebra la dignidad de un solo ser. Piensa también en Germán —el niño rico que convirtió el privilegio en arma— y advierte que la violencia que uno deposita sobre el mundo tiende siempre a regresar, multiplicada, a su origen. Ni el hambre justifica matar, ni la soberbia exime de ser juzgado.

A las puertas del viejo Galindo llamó su otro hijo, el que no compró a escondidas en un mercadillo de hospital para dar gusto a su esposa y al mismo tiempo tener un verdadero Galindo. Y vaya que lo fue. 
Al abrir y ver ahí parada esa copia harapienta de su hijo, dijo:

—Qué haces en mi casa—mira sus zapatos con desprecio.
—Pues verá, señor Galindo. No sabe cuánto me sorprendió ver en el preso al tenía que dar garrote mi propio reflejo. En mi casa dijeron que mi hermano gemelo nació muerto pero está claro que no. Hablé como mi madre y por fin conozco a mi verdadero padre. Y usted lo ha sabido siempre.
—No sé nada. Márchese antes de que llame al comisario de policía. Es amigo y sabrá cómo hacer que se arrepienta de haber tocado con sus manos piojosas este timbre.
—No tema. No me sobra el dinero pero para lavarme alcanza.  Hay otro tipo de suciedades que no se van con jabón. Además estoy aquí para simplificar sus problemas.
—JA, mequetrefe. NI PUÑETERA IDEA tienes tú de ... anda. Andaaa y lárgate antes de que te toque compartir celda con el sicópata de tu hermano.
—Bien está que vaya reconociendo ...
—Tú eres bobo. ¿No te lo han dicho antes? Por supuesto que lo sé. Y cuánto pagué por la mitad de la bazofia que parió tu madre. ¿Quieres dinero? Pues no te voy a dar ni perra gorda, necio.
—No se ponga así. Tampoco necesito mucho. Solo le voy a pedir que ponga a mi nombre una de sus 2 casas de campo.
—Esto es inaudito. Definitivamente te falta una tuerca. Ahora mismo llamo ...
—Aguarde. Yo creo que a su esposa no le va a gustar conocer la historia completa.
—¿Mi esposa? Ella tuvo la idea de comprar al malnacido de tu hermano.
—Pero no sabe que usted dejó embarazada a la criada estando  ya casada con su señoría, ¿verdad? 
—¿Señoría? Además de personificar la ignorancia eres un ser abyecto, repugnante escoria de suburbio ...
—No pierda saliva conmigo. Acceda a lo que pido y en la prensa no sabrán más. Ya se quedaron con ganas de averiguar el día de la ejecución así que ... —le cierra la puerta y grita:
¡ Lárguese de antes de que sea tarde !—y el otro replica alto y claro:
—¿ NO QUIERE SABER TAMBIÉN QUÉ ME CONTÓ SU HIJO ?—la puerta vuelve a abrirse

La vida es idéntica para todos en el instante en que un cuerpecillo abre los pulmones y llora. Luego llegan las ficciones: rango, credo, fortuna, miseria. Y sin embargo basta un acto, una negativa férrea, para devolverle su escandalosa igualdad. Lo entendió tarde, quizás, pero lo entendió: ningún Estado dicta amor, ningún dios reclama sangre, ningún deber vale la fractura irreversible de la compasión, ningún padre merece todo el respeto. 

Damián logró lo que tanto anhelaba con el menor de los esfuerzos además de un empleo como ordenanza en el Ministerio de industria y comercio.

Y ahí, sobre la máquina diseñada para estrangular gargantas, permanece la flor: testigo frágil de que el ser humano aún puede elegir. Al verla, un guardia joven —huérfano de guerra— se santigua y aparta la mirada. Tal vez mañana otro verdugo apriete el tornillo; tal vez Germán encuentre su final; tal vez la Historia pase la página sin ruido. Pero nada borrará el instante en que la técnica de la muerte cedió ante el simple gesto que dejó una flor sobre el garrote vil.

sábado, 28 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (5)


Convergencia

El amanecer sobre la prisión de Carabanchel tiñe de plomo los muros y hace crujir los candados. Damián aguarda la apertura de una puerta que se adivina pesada, con cuerpo de metal, a pesar de esa pintura verde ceniciento tan ampliamente utilizado en hospitales, corredores de colegios y demás entidades públicas. En el centro, un pequeño ventanuco  redondo con cristal reforzado se le antoja mirilla para trols u ogros.

Otra puerta que solo se abre al cerrar la anterior. Una firma, el nombre, entregar el documento de identidad, vaciar los bolsillos y una voz recorriendo los recovecos del mostrador de  seguridad que dice "Pase".

Otra puerta al final de un pasillo curvo en torno a un patio de vegetación inanimada. Bancos de espera vacíos de familiares que aún no aguardan a ningún padre pendenciero, ningún hermano chusquero o hijo camello, a ningún amigo ladrón o asesino, a ningún compañero comunista, socialista, anarquista o sindicalista. Todos en el mismo saco de entropía.

Los funcionarios miran aburridos con recochineo los temores de quienes nunca estuvieron a un lado u otro de unos barrotes. Comentarios también jocosos de esos trabajadores todos un poco desquiciados; algo deshumanizados, algo más resistentes a las realidades. Todos un poco contagiados de los resultados que produce la connivencia con una sociedad enferma.

Entra acompañado al lugar de la ejecución por un alguacil y el médico; en el bolsillo interior de la chaqueta pasó oculto un pequeño y delicado tesoro. Cuando el funcionario extiende su mano hacia la herramienta de matar—un collar de hierro refulgente y su diente sediento—se reconoce como el verdugo roba-vidas, el quita-esencias, el chupa-sangres que en noches de insomnio vendía su vida: pero nadie compra nada a un verdugo; sólo reclaman callados su presto tornillo de aguijón romo.

En la celda contigua, Germán oye pasos, arrastra los nudillos por la pared y descubre astillas de pintura verde. Entre los restos escribe con sarcasmo su final: Así termina el linaje de los Galindo, en una espiral de oro que se aprieta al cuello. Por primera vez la vanidad le abandona y se instala en su interior un hueco helado al rememorar la frase anotada en uno de sus cuadernos funestos: «Me gustaría estrechar otro cuello delicado en estas manos, ver cómo sus ojos pasan del terror a la ausencia inerte y nublada del infinito …». Una gota de baba resbala por la comisura de sus labios.

Cuando los guardias conducen al condenado al patíbulo, Damián retiene sus latidos y se pregunta si su secreto seguirá entero en el bolsillo.

Entra el sentenciado con arrugas negras en la frente. Atraviesa el corredor de linóleo y se detiene frente a la silla. Su hermano, ahora si demacrado, le sostiene la mirada sin arrogancia; por primera vez se reconocen sorprendidos por un destino macabro. Son como dos gotas de agua turbia. Damián recupera la imagen de su padre saliendo de la bañera: solo había un pene diminuto sobre una bolsa vacía con cicatrices de metralla. No hizo falta preguntar si su padre sería porque no podía en realidad.

El mismo giro de la fortuna llevó al médico, 50 años de trapicheos en los paritorios, asombrado, a recordar el robo de un gemelo a cambio de un montón de sabrosos billetes en manos del propietario de calzados Galindo.

—Empiece cuando den la orden —susurra impasible el secretario.

Y Damián avanza pero, en vez tomar el cincho y aguardar que el condenado esté sentado, deja sobre la silla la flor blanca que ocultaba.

Un silencio con asfixia retumba como campana abolida el día de difuntos.

Ya no escucha órdenes, ni los gritos de los familiares tras la ventana para el público, ni el resoplido del director; sólo un leve zumbido interior que dice NO.

Da un paso atrás, otro, y abandona el cadalso sin pronunciar una palabra.

lunes, 23 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (4)


El crujido del garrote

Madrid, 1969. En los almacenes subterráneos del Ministerio de Justicia, Mariano, un funcionario del Convenio enseñó a Damián la máquina para ejecutar la condena: una silla de madera negra, un collar de hierro con tornillo y la orden mecanografiada con tinta morada:

«Instrucciones:
Atar el cuerpo con el cincho para que no se mueva, a la altura de los brazos. Ajustar la altura al cuello. Poner el grillete al rededor del cuello y poner el pasador. Girar la manivela con fuerza. 
Media vuelta rápida y queda hecho.
El médico certifica y el verdugo cobra.»

Damián quiso preguntar si debía llevar y sentar él a la persona condenada.

—No, joder. De eso se encargan los funcionarios de la prisión.
—Ah, ¿entonces no va ser aquí?
—Noooo, estás aquí para aprender cómo funciona. Si esto es muy simple. Mira. Además esta silla es nueva. La vas a estrenar tú.
—Y ... ¿sufrirá mucho esa persona?
—¡ Qué persona ni qué niño muerto ! ¿ Eres bobo ? ¡ Aquí se van a sentar bestias, asesinas y criminales ! 
—Es que esto parece ...—Mariano le interrumpe con desprecio y burla
—Parece, parece ... lo que parece es que eres un mierda. ¿ Pa qué te metes a esto ? Aquí no hay que andarse con contemplaciones. Al bicho lo sientan aquí, ajustas al cuello, aprietas con todas tus ganas y chas, se le chasca el cogote y las espicha rápido. Las víctimas de estos bichos no tienen tanta suerte.
—Yo no ...—otra vez le interrumpe
—Yo no... ¡ ME CAGO EN SAN APAPUCIO ... !
—Mariano  hace una pausa para recuperar su escasa paciencia ¿ Quieres el trabajo o llamamos a otro ? Hay gente de sobras dispuesta. Con esto no vas a sudar como cavando zanjas
—y rebosando sarcasmo añade:
—Si es que tenías que pagar por el placer de quitar del medio a la gentuza. Anda, déjate de gilipolleces y marcha pa tu casa que ya te avisarán cuando tengas que dar garrote al primero, que no será tarde, con tanto rojo de mierda y tanto sicópata como andan sueltos y revueltos.

Salió de las catacumbas del ministerio ya con mareo, sintiéndose menos, tratando de sacar fuerzas para que no se le notase. Se preguntó por las almas de las víctimas y sus familias, sedientas de justicia. Rodó desde la misericordia de sus oraciones mecánicas hasta las familias de los condenados por una justicia poco o nada justa; también le alcanzaba para ponerse en su lugar.

Camino a la pensión donde pasaría algunas noches antes de tomar el tren de regreso, su paso aflojó y se sintió muy cansado; su cuerpo trataba de seguir esa loca marcha que exige la sociedad mientras empezaba a escuchar los sonidos del silencio. Se sentía desdoblado: su cuerpo manifestaba la mayor negación; su alma gritaba invisible, anulada, asediada por contradicciones en un entorno hostil e implacable.

Los ensayos duraron dos días. Le entregaron un saco de arena con forma humana. Por columna vertebral un palo. Por cabeza una sandía echada a perder. Cuántas bromas sobre la muerte -asesinato para disfrazar su especial negrura.

Giró con fuerza, escuchó un leve crujido, similar al chasquido con que un ataúd avisa cuando su madera no soporta el peso de más tierra húmeda.

Aquella noche, en la pensión de Lavapiés, ojeó un relato de sucesos sobado, amarillento, con olor a escalabros. En él, el autor se pregunta "¿Cómo pudo haber tanta violencia indiscriminada… y nadie hizo nada por las víctimas?». Damián comprendió que ser verdugo no era sólo un oficio; era la advertencia del régimen para oprimir; para seguir alargando la temible sombra de un descomunal garrote sobre la población. Para evitar el crujido de su poder bajo el peso de una rebelión. De las libertades de reunión tan canceladas como  inevitables y clandestinas. 

Al mismo tiempo, Germán tropezaba con su propia altivez narcisista descuidando los límites propuestos por una relativa inteligencia. Dos chicas habían desaparecido tras cenar con él en Segovia. Una patrulla husmeó su coche, encontró cabellos, fibras  y las clásicas cerillas de propaganda de hotel que una de ellas perdió. En comisaría se preguntaron por los horarios de los vigilantes de su urbanización; por qué su chófer lavaba el maletero de madrugada. Si sería cosa de ricos o taparía algo más que aparente. Si se hubiera tratado de un cualquiera, de un Damián u otro miserable de los que proliferaban obedeciendo al régimen, ya estaría recibiendo golpes en las mazmorras de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol.

El hilo se tensó hasta romperse: registros, perros y un sótano de los horrores. Huesos retorcidos supervivientes a la sosa cáustica. El juez instructor —brindando a puerta cerrada con brandy "Veterano"— selló la causa: pena de muerte por garrote vil y todos los bienes decomisados.

La noticia salió en ABC con la frase seca de un capitán: «El criminal será ajusticiado públicamente para ejemplo de la nación».

Era una mañana soleada cuando Damián desayunaba al recibir el telegrama: «Primer servicio confirmado. Preso: Germán de la Santísima Trinidad Galindo. Fecha: 24-IV-1970.» Su mano tembló y el café se derramó sobre el plato.

Esa noche escribió una sola frase en su libreta: «Si pudiera explicarte cómo es mi tristeza… huye de desconocidos y también del abrazo amigo». Después apagó la lámpara y decidió que nadie le obligaría a girar aquella palanca. Ni Franco, ni las necesidades de su familia.

miércoles, 18 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (3)

Infancias cruzadas

A veces la distancia entre dos hermanos se mide en palmos de tierra seca entre parcelas contiguas, como sucede con herencias no conformes.

Otras veces la distancia es marcada por silencios que se van tendiendo entre dos puntos, como cables entre postes de telégrafo sin señal.

Damián creció en la ladera agreste de un pueblo manchego, hijo de un jornalero tullido por la posguerra. La miseria, su sequedad y falta de pulso, extendida en raíces huecas por los recovecos de las mentes que de ella mamaron sinsabores y privaciones acrecentando así las secuelas.

Su madre, que trabajó en casa de un rico fabricante hasta quedar embarazada, le enseñó que la soledad podía convertirse en oración estúpida, infértil enseñanza y que cuando la tristeza apretaba bastaba mirar el cielo del anochecer, robando al sueño momentos vitales para abrir paso a las estrellas ... y  los impertinentes graznidos de una tripa vacía.

Aunque la penuria no permitía juegos; aun así, Damián se entretenía con piedras, con lo que tiraban vecinos de mayor fortuna o cortando el paso del regato si traía agua, allá arribita por donde no apestaba. El resto de su interés era soñar con sierras que olían a pino, con escapar del calor veraniego en charcas y disfrutar de la tranquilidad de calles de tierra; pequeños afluentes de una naturaleza plena.

A cien kilómetros, por no decir más, Germán gozaba de bañarse en casa, en agua caliente. Como si el agua corriente entubada fuese lo normal. Como si escribir con pluma de oro no fuera señal. Como si disponer de hojas en blanco, de calefacción, comida abundante, bebidas no transparentes y juegos modernos resultaran una cosa habitual.

Su padre —propietario de un taller de calzado que la autarquía convirtió en emporio— le repetía que el mundo no puede pararse; "dialogar es cosa de cotorras, algo inútil para empresarios en nuestra posición". Bajo aquella máxima de prisa perpetua, de ordeno y mando, Germán descubrió el poder de quedarse quieto: observaba a los criados, adivinaba sus temores, les echaba cebo, picaban, los llevaba donde quería. Ensayaba conejillos de Indias emocionales.

La primera vez que hizo daño a una muchacha apenas tenía trece años; se dijo, se convenció que era curiosidad científica.

Mientras Germán coleccionaba silencios rotos de las más débiles y aprendía a retorcer su perversión, Damián acumulaba rezos estériles y aprendía a callar cuando los falangistas entraban al bar; a quitarse la boina ante el cura; a obedecer. Pero una tarde, al volver del camposanto donde ayudaba a su tío, escuchó por la radio que el Gobierno abría plazas de verdugo «de confianza». Pagaban tres veces lo que un enterrador ganaba en un mes y, sobre todo, otorgaban un salvoconducto para evitar la leva de su hija mayor. Desde el umbral de casa, Damián miró los zapatos remendados de sus niñas y pensó "Vendería mi vida para salir de esta miseria".

Entretanto, en la mansión de mármol, Germán hacía inventario de trofeos: una horquilla especial, un pañuelo bordado "para Carmen", la pulsación asustada de un reloj de caballero que una chica llevaba en recuerdo de su padre y detenido en esa medianoche estrellada. En su cuaderno de contabilidad privada anotaba sensaciones: «piel tibia», «floración de sangre», «silencio definitivo», «expiración mínima», «olor a miedo». A veces releía versos de almas rotas, cansadas de vivir, pesimistas y se reconocía en cada palabra como si portara algún viso de sentimiento, como quien se mira en un espejo quebrado y trata de repararlo para no ser visto.

domingo, 8 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (2)


Indecente brillo aparente

Germán cruza el vestíbulo de mármol del Gran Casino de Madrid con la soltura que otorgan las cifras largas y la vanidad. Lleva un frac impecable, un clavel rojo en la solapa y la sonrisa exacta que aprende quien cena con ministros. Le fascina observar a los demás: cuerpos envueltos en seda, copas que tintinean, miradas que suplican un favor. En ese circo de lujo él es domador y fiera. 

Cuando cierran la carpa de los eventos sociales regresa a su chalet, a la urbanización donde las farolas iluminan defecaciones despistadas; las secas de ayer junto a las frescas de hoy al lado del mismo seto. Una cosa es pasear a los perros  para que disfruten y otra terminar cuanto antes la aburrida tarea de todos los días. Encontrarse las heces es de una vulgaridad que le enerva porque insinúa que podría pertenecer a la misma especie de humano. ¿El? ni de coña. Germán no tiene ni perro ni felino, pico o aleta y no tuerce la espalda para recoger nada: su perfeccionismo se desahoga de otro modo. Bajo el suelo de su bodega, en una cavidad oculta e insonorizada, conserva trofeos minúsculos –un pendiente, un mechón de pelo, la huella impresa de un llanto recién consumido– de mujeres a las que arrancó voz y futuro.

Frente al espejo del baño, con el nudo de la corbata ya suelto, susurra una frase de Mary Bell: «Siento placer lastimando a los seres vivos, animales y personas que son más débiles que yo, que no se pudien defender» y se ríe narcisista, psicópata. Imitando sus asesinos favoritos en serie recuerda su adolescencia quemando pollitos vivos, luego envenenando gatos y perros en el vecindario para disfrutar el dolor de sus propietarios. Creciendo poco a poco como las malas hierbas pero refinando su técnica perversa hasta ocultarla para pasar por completo desapercibido.

Más tarde, sentado en un sillón de cuero, repasa sus apuntes sobre asesinos en serie. Al azar escoge uno de Ted Bundy, su personaje preferido, como si hubiese escrito por él: «El asesinato no se trata de lujuria y no se trata de violencia. Se trata de posesión. Cuando sientes el último aliento de vida que sale de la mujer, te fijas en sus ojos. En algún punto, es ser Dios». La idea de ser un dios maléfico y omnipotente, un ente etéreo, le seduce tanto como la dominación física; ambas transformables desde el vértigo donde su mente habita.

No sabe que, mientras bebe whisky, una pareja de la Guardia Civil reconstruye su itinerario nocturno: trato despreciable al vendedor de gasolina en la finca de Segovia, el señorito adinerado comprando ferralla sin dar que hacer a algún empleado, ojos tan aburridos como curiosos con querencia por los visillos que recuerdan su porte paseando casi a oscuras con la última desaparecida. El hilo invisible se trenza, y al final del carrete aguarda un verdugo recién nombrado de flacas convicciones pero gruesas necesidades. 


domingo, 1 de junio de 2025

Damián y Germán: la historia (1)


Tierra sobre la sangre

La luz matinal se precipita con timidez sobre el cementerio cuando Damián hunde la pala otra vez. En cada hachazo palpita la obsesión del oficio bien hecho: la pared de la fosa derecha, las cuencas limpias, secar de la tierra encharcada una vega arrebatada a la naturaleza por un barrio obrero, para dar cabida a despojos estuchados ...

Transcurren las horas mientras abre puertas a húmedas habitaciones compartidas y el calor del oficio a sol, las calamidades a cielo abierto, hacen que el sudor ronde sus ojos por duras veredas. 

Luego, ya en su casa, son semanas durmiendo mal. Vuelta a un costado en la cama. Vuelta al costado contrario. Su esposa le pide que pare.

Piensa en criaturas, no sus 6, que también son 6 desvelos para 7 días, sino en otras, apartadas de la vida, ausentes de cariño, perdidas, sin otro faro ni otra guía que la de callar bajo la violenta batuta que ejecuta prominente entre sus piernas un cura. Su esposa le recrimina:

-¡ Para qué leerás esos libros ! ¡ Con la de vueltas que le das a todo en esa cabeza !

Siente un escalofrío al pensar en sus seis hijas, corriendo entre robles y encinas algún día, en algún lugar lejos de esta ciudad invadida de hedores, cubierta de  carbones por cuyas calles circulan sombreros negros como células portando sombras encaminadas a atrapar cualquier asomo de luz.

Pero todo es rutina. El mundo gira a 1670 km/h y parte cada día a su enésima vuelta sin jamás desengañarse de su total desorientación. Él también gira: del hoyo al despacho de recursos humanos de la alcaldía y de allí a la comandancia donde un funcionario de voz seca pronuncia la palabra «verdugo» mientras señala sañudo con un índice estilo "amarillo tabacalera" un papel. Un contrato para avanzar con mejores expectativas. 

El Estado requiere un brazo firme para aplicar el garrote vil a los condenados del Caudillo y Damián escucha en silencio. Piensa en los salarios atrasados que Igualdad nunca pagará, en un techo que estropea los cuadernos de sus niñas en días de lluvia y en la promesa de triplicar su jornal si acepta. Le invaden el vértigo, la náusea, y una oración archi repetida se mezcla con la acidez de su propio relato: «cuando era niño probó la lucha con espadas de carne y se sentó a esperar el siguiente juego vacío de juego». Ningún hombre debería esperar sentado que otro hombre aplique la siguiente vuelta de tuerca devuelta de vida, de vuelta a la tierra.

Aquella noche, para acallar los pesados tics del reloj, Damián escribe a su esposa una carta llena de preguntas, de amor incondicional y miedo: 

¿Puede un techo triste, el harapo, la tripa rugiente justificar incluso la muerte? 

Sabe la respuesta y, sin embargo, dobla el papel y lo arropa entre hongos que prosperan por las hojas del apocalipsis de una Biblia familiar junto a un pétalo de lavanda más podrido que seco.