Convergencia
El amanecer sobre la prisión de Carabanchel tiñe de plomo los muros y hace crujir los candados. Damián aguarda la apertura de una puerta que se adivina pesada, con cuerpo de metal, a pesar de esa pintura verde ceniciento tan ampliamente utilizado en hospitales, corredores de colegios y demás entidades públicas. En el centro, un pequeño ventanuco redondo con cristal reforzado se le antoja mirilla para trols u ogros.
Otra puerta que solo se abre al cerrar la anterior. Una firma, el nombre, entregar el documento de identidad, vaciar los bolsillos y una voz recorriendo los recovecos del mostrador de seguridad que dice "Pase".
Otra puerta al final de un pasillo curvo en torno a un patio de vegetación inanimada. Bancos de espera vacíos de familiares que aún no aguardan a ningún padre pendenciero, ningún hermano chusquero o hijo camello, a ningún amigo ladrón o asesino, a ningún compañero comunista, socialista, anarquista o sindicalista. Todos en el mismo saco de entropía.
Los funcionarios miran aburridos con recochineo los temores de quienes nunca estuvieron a un lado u otro de unos barrotes. Comentarios también jocosos de esos trabajadores todos un poco desquiciados; algo deshumanizados, algo más resistentes a las realidades. Todos un poco contagiados de los resultados que produce la connivencia con una sociedad enferma.
Entra acompañado al lugar de la ejecución por un alguacil y el médico; en el bolsillo interior de la chaqueta pasó oculto un pequeño y delicado tesoro. Cuando el funcionario extiende su mano hacia la herramienta de matar—un collar de hierro refulgente y su diente sediento—se reconoce como el verdugo roba-vidas, el quita-esencias, el chupa-sangres que en noches de insomnio vendía su vida: pero nadie compra nada a un verdugo; sólo reclaman callados su presto tornillo de aguijón romo.
En la celda contigua, Germán oye pasos, arrastra los nudillos por la pared y descubre astillas de pintura verde. Entre los restos escribe con sarcasmo su final: Así termina el linaje de los Galindo, en una espiral de oro que se aprieta al cuello. Por primera vez la vanidad le abandona y se instala en su interior un hueco helado al rememorar la frase anotada en uno de sus cuadernos funestos: «Me gustaría estrechar otro cuello delicado en estas manos, ver cómo sus ojos pasan del terror a la ausencia inerte y nublada del infinito …». Una gota de baba resbala por la comisura de sus labios.
Cuando los guardias conducen al condenado al patíbulo, Damián retiene sus latidos y se pregunta si su secreto seguirá entero en el bolsillo.
Entra el sentenciado con arrugas negras en la frente. Atraviesa el corredor de linóleo y se detiene frente a la silla. Su hermano, ahora si demacrado, le sostiene la mirada sin arrogancia; por primera vez se reconocen sorprendidos por un destino macabro. Son como dos gotas de agua turbia. Damián recupera la imagen de su padre saliendo de la bañera: solo había un pene diminuto sobre una bolsa vacía con cicatrices de metralla. No hizo falta preguntar si su padre sería porque no podía en realidad.
El mismo giro de la fortuna llevó al médico, 50 años de trapicheos en los paritorios, asombrado, a recordar el robo de un gemelo a cambio de un montón de sabrosos billetes en manos del propietario de calzados Galindo.
—Empiece cuando den la orden —susurra impasible el secretario.
Y Damián avanza pero, en vez tomar el cincho y aguardar que el condenado esté sentado, deja sobre la silla la flor blanca que ocultaba.
Un silencio con asfixia retumba como campana abolida el día de difuntos.
Ya no escucha órdenes, ni los gritos de los familiares tras la ventana para el público, ni el resoplido del director; sólo un leve zumbido interior que dice NO.
Da un paso atrás, otro, y abandona el cadalso sin pronunciar una palabra.