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domingo, 27 de noviembre de 2011

La masturbación (por Teresa Domingo Catalá)


Mi madre me llamó Manuela, pero me llamaba Manolita. Y cuando fui creciendo me llamaba Lita. Litaaaaa, Litaaaaa, gritaba por el piso, que sólo tenía setenta metros cuadrados, así que no debía afanarse mucho para encontrarme. Yo solía esconderme con el gato, dentro del armario, y la oía gritar Litaaaa, ¿no te estarás masturbando? Entonces yo no sabía qué era eso, y les contaba a mis amigas que había algo muy malo que se llamaba masturbación, que no debía hacerse jamás bajo ningún concepto y como ninguna de nosotras sabía qué era, un día nos armamos de valor y le fuimos a preguntar al profesor de matemáticas, ya que las dos cosas empezaban por la letra eme y le vimos una cierta relación. Figúrate, tres niñas de unos ocho años, con la primera comunión recién hecha, con trenzas y ortodoncias, preguntándole a aquel buen señor que era del Opus Dei qué era la masturbación. Primero, se quedó callado, después se puso todo rojo, y más tarde, nos dijo, recuperado el aliento: ¿Dónde habéis aprendido esa palabra? Ha sido Manuela, respondió Merce, y yo le dije: es mi mamá, siempre me pregunta si estoy haciendo eso. El profesor de matemáticas, que era del Opus Dei, como ya he dicho, nos dijo: nunca debéis tocaros, esto es todo lo que tenéis que saber. Y nos despachó, con toda la dignidad posible, dejándonos más confundidas que antes. ¿No nos podíamos tocar? ¿En ninguna parte? Así el domingo siguiente me fui a confesar y le dije al cura, que era joven pero que a mí entonces me parecía mayor, que me tocaba continuamente. El cura me preguntó, ¿y dónde te tocas? Y yo le dije: me toco las manos, el pelo, la barriga, los muslos. Y él me dijo: ¿Y te tocas el pipí? A mí me entró un asco terrible y le dije, no señor, siempre tiro de la cadena. Él añadió, chiquilla, quiero decir si te tocas ahí, por donde haces pipí. Yo me quedé muda, y le dije que no, entonces él me dijo que, salvo ahí, me podía tocar dónde quisiera. Unas noches más tarde empecé a tocarme, movida por aquello de la fruta prohibida que es más apetitosa, y si aquello era malo, que bajara la mismísima Virgen y me lo dijera. Era muy pequeña, pero no tonta, así que fingí que seguía ignorando qué era la masturbación.
Pero yo hablaba de mi madre. Y de mi gato. Mi gato no se masturbaba como comúnmente se masturba la gente, para ello utilizaba un peluche que mi mamá me había comprado cuando yo era todavía más pequeña. Y no sé si mi madre se masturbaba, ella nunca me lo contó y yo nunca le pregunté. No es algo que se pregunte. ¿Te imaginas en una entrevista de trabajo? El o la de relaciones humanas preguntándote por tus hábitos sexuales solitarios... Y usted, ¿se masturba o prefiere el sexo en pareja? Es para saber si es individualista o encaja en el trabajo en equipo. Por disparatado que parezca todo llegará y si no, al tiempo.
La masturbación tiene grandes ventajas: no depende de nadie más que de una misma, conoces muy bien tu cuerpo y sabes por dónde acariciarte, no contraes ninguna enfermedad venérea, no te puedes quedar embarazada... La verdad es que no sé porque no montan en los colegios talleres sobre la masturbación. Ni preservativos, ni anticonceptivas, ni píldoras del día después: el dedo corazón, una ligera presión rítmica, una buena fantasía sexual y ¡Ala! Al espacio sideral. El problema es enamorarse, ah, sí. Cuando te enamoras ya no es suficiente. Quieres estar con él o con ella, en mi caso, es él. Lo quieres tener cerca, sentir su corazoncito, sentir su otra cosa, ya me entiendes, y entonces el dedito ya no sirve, ¡qué putada!
Conocí al Frijolito I siendo empresaria. No te pienses que era la presidenta de la CEOE – que nunca ha tenido presidenta con a que yo sepa, sino señores gordos y calvos y bajitos que no tenían ni medio polvo -. No señor. Yo tenía una cafetería. Pero no era sólo mía. La tenía con una socia esmirriada, palo por delante, palo por detrás, muy lésbica ella – pusimos la bandera del arco iris en el local y luego se quejó de que nos llamaran bolleras -.
A Frijolito I le vi yo antes, mientras descargaba coca colas light del camión. Se le tensaban los músculos, se le empequeñecían los ojos, y yo me imaginaba su polla reventando aquellos pantalones algo holgados, dejando todo el lugar del mundo a la imaginación. Y ni corta ni perezosa, le tiré los tejos.
Yo siempre he sido así, parezco la Novia de Lorca, no una novia murciana, no, el personaje de Bodas de sangre que dice de sí misma: Mujer perdida y doncella. A mí me pasa lo mismo. En la Universidad me llamaban puta pero nunca me comí un rosco, y ¿sabes por qué? ¿Por qué soy fea? No, las feas también follan. ¿Por qué estoy gorda? Las gordas también echan polvos. No. es porque tomo la iniciativa. Cuando me gusta un hombre entro a la directa, le invito al cine, al teatro, a tomar café, y escarmentada de algunas experiencias – como la del senegalés que me dejó la boca llena de hongos después de la mamada – me lo pienso un poco antes de darle al kiki.
Mi socia se llamaba María de los Pinares, aunque debería haberse llamado María de los Incendios. Tenía múltiples ligues con múltiples individuos, mientras me pasaban a mí los meses con Frijolito I, hoy viene, mañana no viene, ahora no trabaja con la coca cola, hay que dejar que pase el verano... Y yo mientras con mis ensoñaciones, recordando los días que habíamos tomado café, paseado, ido al cine... Litaaaaa, hubiera dicho mi madre, ¿no habrás follado con él? La verdad es que no, y durante el verano en que él dejó de trabajar repartiendo coca cola yo pensaba: ¿Me acostaré con él? Y mientras yo pensaba si me acostaba o no con él María de los Incendios se abrió de piernas antes que yo, y debía tener el coño muy suculento, pues Frijolito I ya no se movió de allí.
Ni que decir tiene que la cafetería cerró pues las coca colas podían volar como cócteles molotov, y la espuma de la cerveza convertirse en semen caducado.
La historia de Frijolito II empieza en un concurso literario. Yo aparte de hablar sola en voz alta, como los esquizoides, soy escritora. Soy poeta, para más señas. Y un día me dio un giro muy gordo, al leer a Santa Teresa, y temí por mi alma inmortal. Pensé que de tanta masturbación me condenaría irremisiblemente, si no encontraba pronto un hombre para la jodienda. Pero no me gustaba ninguno, y a mí si un hombre no me tira del útero, pues no hay nada que hacer. Me quise reconciliar con los ángeles, así que escribí poesía mística, inspirada por los santos y los libros de Fray Luis y San Juan de la Cruz, y le canté al cielo, a las estrellas mensajeras, a los pesebres con bueyes y asnos, y todas esas cosas y en un rapto lo envié a un concurso religioso. Me olvidé. Ya no tenía una cafetería, ahora trabajaba de fregona en una heladería. Mientras los clientes lo manchaban todo – porque la gente fuera de su casa es muy guarra – yo soñaba con encontrar una buena picha que formara parte de un todo enjundioso, porque a la mañana siguiente del coito se habla... Y eso puede ser muy peligroso, porque ¿y si resulta que ese joven encantador o ése hombre maduro tan atractivo es del Real Madrid? ¡Qué tragedia!
Pero yo estaba con la mística, que no es otra cosa que echar polvos pero de otra manera. Aquí los orgasmos se tienen también, pero son mentales. Llegas a escuchar voces, pero no es Dios ni nada, es la propia imaginación que dice: busca un buen maromo y deja de escribir estupideces.
Y es que el sexo puede llegar a ser obsesivo, sobretodo cuando a los cuarenta una sigue con el dedo corazón como cuando tenía ocho y mamá gritaba Litaaaa, Litaaaa, ¡A ver qué haces con las manos!
Un día, mientras fregaba el váter de la heladería, me sonó el móvil. Hay mucha gente que siente repugnancia limpiando váteres. Yo, no. Prefiero limpiar mil veces los váteres que la cocina, es curioso pero la mierda me da menos asco que la grasa, quizá porque es más natural y cuesta menos de limpiar. Estábamos en eso, me sonó el móvil. Y cuando me hablaron, quedé estupefacta. ¿Manuela Sanromán? Me preguntó una voz de hombre. Sí, soy yo, le respondí con el spontex en la mano. Ha ganado usted el concurso del Convento de Santa Clarisa con su poemario El ángel que ríe. Sus poemas son elevados, de un arrobamiento que a los miembros del jurado nos ha parecido sublime. Yo le di las gracias, balbuceando, y el hombre me indicó que ya me informarían de la fecha de recogida del premio. Y así fue. A los tres meses viajé a una ciudad de la que no diré el nombre a recoger mi premio. Entre curas y monjas, leí algunos poemillas, disfruté de mi triunfo, y nadie, por supuesto, inquirió sobre mis hábitos sexuales. No, Frijolito II no era ningún cura. No me van los curas, son demasiado andróginos, casi asexuados. A mí los hombres con faldas no me ponen a no ser que sea una minifalda y puedas meter la mano por debajo. Pero los faldones largos del ritual me dejan frígida, y el incienso me mueve a la mística pero no al folleteo.
No di la nota en la entrega del premio, me comporté debidamente y al día siguiente estaba de vuelta en Tarragona.
Encontré trabajo en una frutería. Por lo menos las frutas y las verduras me alegraban la vista con su colorido, y los nabos y las zanahorias me recordaban a una amiga que se metía chorizos y morcillas porque le daba vergüenza comprarse un vibrador.
La frutería estaba al lado de mi casa, en los bajos del mismo edificio donde vivo, y como la cartera ya me conocía me dejaba el correo en mano, ya que estaba esperando una carta muy importante del Instituto de Belleza informándome del precio de la depilación con láser. Como ella también es mujer entendía que esta cuestión era tan importante como el tema de la crisis. Y es que tener las piernas peludas y apuntarte a natación es incompatible y hacer deporte es bueno para la salud, igual que lo es el asunto, ya sabes, el hacer marranerías.
Así que mientras pesaba unas patatas vino la cartera y me dejó una carta, que no era del banco ni era publicidad, ni del CETELEM que estoy pagando un crédito desde hace dos años...
No, la carta era de la FALANGE. Sí, la de las JONS. Totalmente alucinada la abrí, dejando a la clienta con las patatas en la balanza. Me invitaban a dar un recital en Madrid de El ángel que ríe, mis poemas místicos. La mujer me inquirió sobre sus patatas, yo maldije su patata y la mía propia, porque al ver las siglas se me había puesto el conejito en salsa. Le di las patatas, y la mujer se fue refunfuñando sobre las verduleras que recibían cartas durante sus horas de trabajo. La carta me daba un teléfono de contacto y un nombre: Ramiro. Las erres sonaban bien y aunque sabía que no debía, mi vanidad de artista que vendía fresas y tomates – todo muy rojo, válgame el Señor – pudo con los sabios consejos que me ofrecía la razón, a la que como siempre no le hice ni el más puñetero caso.
El día del recital llegó, y yo, vestida con un traje chaqueta que robé de Cortefiel, leí mis poemas ante un público entregado, tanto que me creí poeta. Y Ramiro resultó ser un cincuentón guapísimo, moreno, alto, con los ojos oscuros y por encima de todo muy masculino. Respiraba virilidad por todos los poros, y yo me encendí. Ahora, me dije, María de los Incendios eres tú misma, cojones, las cosas que tiene la vida.
Si yo hubiera sido inteligente Ramiro, también conocido como Frijolito II, hubiera quedado en el pozo de los recuerdos, pero mi ninfomanía de mujer reprimida fue más fuerte que yo. Esa noche, en lugar de hablar de los valores de la familia, de la funesta ley del aborto, de la barbaridad de los matrimonios homosexuales, le hablé de la masturbación. Todo empezó con los éxtasis de Santa Teresa, que yo llevé al terreno de la corporeidad, y allí fallé. Y todavía fallé más cuando le pedí que me enseñara sus láminas de dibujos de los santos. Frijolito II era un facha, pero no era tonto. Supo inmediatamente que no me interesaban sus pinceles, sino su pincel, y toda mi imagen de mujer arrobada por el gozo espiritual cayó por los suelos, y con ella yo también caí en picado.
Se comportó correctamente hasta el último café, y después, sin darme opción a decir nada más, se fue a su casa y yo me quedé para vestir a los santos de los dibujos que no me quiso enseñar.
De vuelta en Tarragona Frijolito II no se apartaba de mi mente ni de mi cuerpo. No había minuto del día en que no pensara en él, movida por los ardores y un deseo frenético. No debí llamarle, ya lo sé, pero lo hice, y le conté que me masturbaba pensando en él. Por supuesto, no volvió a cogerme el teléfono.
Así que en lugar de Manuela, Manolita o Lita he decidido llamarme María de las Desgracias, ir a la sex shop, comprar los artilugios adecuados y poner un anuncio en La Vanguardia: Ama busca esclavo, éxtasis místico, lectura continuada de poemas, me masturbo delante de usted y le dejo con las ganas.

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