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lunes, 7 de julio de 2008

Hasivi (Capítulo 2)



Gran parte de nuestra vida transcurre en la cama, con momentos felices, divertidos, de placer y descanso, y por supuesto con momentos no tan buenos. Hay incluso vendedores de colchones que garantizan la felicidad, como si el único obstáculo para conseguirla estuviera al alcance de todos. Yo, sin embargo, había orientado mi mecanismo de esperanza hacia la pequeña canica azul que esperaba junto a mi cama.

El cuarto bostezo de la noche se mezcló con la sonrisa que me provocaba comprobar que mi imaginación funcionaba de nuevo con las cosas simples. Dispuse la persiana para sellar el paso de toda luz, me puse mi pijama amplio de hipopótamos regordetes y sonrosados —contrapunto a mi esquelética figura— y tapé las irritantes luces del reloj digital de la mesilla con la tarjeta de crédito VISA que jamás iba a activar. El teléfono móvil apagado, el reloj Casio de pulsera a su lado, la sábana hasta el cuello, piernas encogidas, manos bajo la almohada… y todo el ritual listo para la cita con Morfeo.

Sin camas transformadas en naves espaciales, sin recuerdos tristes a cuestas, sin héroes noveles buscando la fama, sin ensoñaciones alucinadas sobre amores pasionales de naturaleza mundana, sin riquezas de la isla del tesoro ni herencias llegadas de familiares y países remotos, sin éxitos empresariales de ámbito multinacional para combatir el hambre y la enfermedad en el mundo, sin percepciones extrasensoriales para frustrar los peores planes terroristas y, en definitiva, sin pensamientos claros en ningún sentido, cerré los ojos y esperé.

Frecuentemente, y sin ser plenamente consciente, abro los ojos para comprobar que no hay luz, pero en la mesilla localicé un objetivo luminoso. Sin inmutarme lo más mínimo, inicié mi habitual análisis científico-detectivesco de la situación. Primero culpé a la fluorescencia del teclado del móvil, pero estaba boca abajo y solo se distinguía su paupérrima claridad verdosa mirándolo de reojo. Luego pensé en el reloj digital, cuyos días estaban contados: entre perder la hora con cada corte de corriente y esos números avanzando impasibles, inundando de claridad la habitación, había colmado la escasa paciencia que le concedí. Pero la VISA era una entidad sólida, y pretendía ser firme candidata a ganarse mis atenciones.

Iba escaso de argumentos y miré, sin parpadear, la bola de cristal. Poco a poco comprobé que la luz azul brotaba de ella, tomando forma frente a mí. El tono quedó limitado a la pequeña bola, y el resto de aquel velo luminiscente adquirió color mientras perfilaba el rostro infantil de una niña con un encanto ingenuo y natural. Sus ojos concentraban una hermosura sin igual, pero no miraban a ninguna parte. Su cuerpo, poco a poco, se reveló semejante al de un ángel, cubierto con un atuendo blanco y delicado. Era un ser del tamaño de un duende y estaba de pie sobre mi mesilla.

Cuando mi gesto empezaba a mostrar extrañeza, e hice amago de tender la mano hacia ella, escuché su voz:

—Buenas noches. ¿Ya era hora de que me atendieras, no? —su voz, suave como un susurro, con una simpatía fresca y casi desvergonzada, hacía menos chocante la visión que tenía delante. Me preocupaba aquella situación porque no podía ubicarla en ninguna página de mi extenso, aunque viejo y olvidado, catálogo de brillantes puertas y puentes de fantasía hacia sueños felices.

—¿No vas a contestar? Vale. Tú tranquilo, tómate el tiempo que quieras, porque llevo esperando este momento muchos años, ¿sabes?

Pensé que, a fin de cuentas, mi imaginación era magnífica y tenía que estar atento para recordar el diálogo con idea de escribirlo. Solo se me ocurrió preguntar:

—¿Eres una alucinación?

—Pues no. Ni soy lo que ves, ni puedes ver lo que soy, pero eso no importa. Lo principal es que tú comienzas a ver y a ser.

—¿Eres un espíritu? —qué otra cosa sino. Casi prefería que no fuera cierto.

—No escuchas. Te digo que no importa lo que soy —se sentó, cansada, sobre el reloj de la mesilla y puso morritos, mostrando preocupación y tristeza. Cierto era que había oído, pero no había escuchado.

—Perdona, es que no tengo costumbre de hablar con “entes” luminosos. ¿Tienes nombre? —pregunté mientras me incorporaba. Entonces giró la cabeza hacia mí, pero sus ojos no hablaban con los míos.

—Me llamo Hasivi.

—Ya. Suena como árabe. Yo me llamo…

—Sé cómo te llamas. Te conozco desde hace años —interrumpió.

—¿Sí? Pues no te recuerdo. ¿De cuántos años hablas?

—De cuando tenías imaginación. De cuando eras un niño de ocho años.

—Sigo teniendo imaginación —repliqué.

—No como cuando te conocí. Me acerqué a ti porque tenías sueños vivos, porque tus ojos limpios brillaban de día y tu corazón desbordaba ilusiones —hizo una pausa esperando mi reacción y volvió a ponerse de pie. Yo no dije nada; sus palabras me dejaron mudo. Continuó—. No lo recuerdas, pero juntos construimos una nave espacial con la que tú me llevaste a lugares increíbles. Con ella, muchas noches pasabas de soñar a estar soñando sin darte cuenta. Te empeñaste en pintar los mandos en una hoja, ¿te acuerdas de esa hoja?

—Sí. Me pareció muy simple y acabé por romperla.

—No. Dejaste de tener ilusión, y toda aquella maquinaria —que era auténtica— se transformó ante tus ojos en un papel con dibujos sencillos que no comprendías.

Volví a quedarme mudo. Tenía razón. Lo sabía perfectamente, pero no quería reconocerlo. Añadió:

—Y no fue culpa tuya. Yo quise ayudarte, pero ya no querías verme. Estuve observando tus sueños nuevos, pero eran… terriblemente oscuros. Aquellas cosas que imaginabas nos hicieron tanto daño que, en tu corazón, se fueron marchitando las ilusiones; y cuando quise limpiar tus ojos turbios, los míos perdieron la vida.

Bajé la cabeza y, vagamente, miré mis manos cruzadas sobre mis piernas. Las imágenes del pasado acudieron con fuerza, golpeándome el pecho, los recuerdos dolorosos que siempre procuraba disfrazar de nimiedad, la angustia apretando la garganta, las lágrimas abriéndose camino por mis mejillas…

Estaba solo, en mi cama solitaria.
Una canica azul robada, dentro de un anillo abandonado.
Unas lágrimas borradas sobre la espalda de una mano temblorosa.
Un cuerpo abatido dejándose caer sobre una fría almohada con olor a ausencia.
Una mente herida por un pasado sin sentido, un loco abrazándose a una noche eterna, en espera de la aurora.

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