Volvimos juntos, aunque ya no la veía. Sabía que estaba junto a mí y podía hablar con ella. Salimos del paseo bajo los árboles a los jardines abiertos. Los dos jóvenes que me vieron correr intercambiaban risitas, haciéndome ver que hablar solo no era normal. Pero me apetecía: estaba haciendo lo que me pedía el cuerpo y los complejos me resbalaban, por primera vez en mucho tiempo. Y… ¿qué hay normal hoy en día?
—¿Vas a pedirme tu deseo? —ofreció solícita Hasivi, con una mezcla de duda que me hacía sentir culpable de mis devaneos paranoicos.
Quise quitar importancia a lo sucedido, para alejar la sombra del enfado.
—Por supuesto que sí. No te vas a librar. Y además me lo merezco.
Y ahora era yo quien sabía que ella sonreía, sin mirar su cara, sintiendo su alma. Percibía que se alegraba por mí. Y lo que me resultaba más asombroso era que podía sentir todo aquello sin miedo.
—Claro que te lo mereces. Pero al menos tienes que darme un tiempo para hacértelo llegar, ¿de acuerdo?
—Trato hecho. En cuanto lleguemos a casa, nos ponemos manos a la obra.
Llegamos a casa, no sin antes comprar uno de aquellos pasteles con un trozo de brazo gitano tumbado, coronado por un sombrero de nata y recubierto, entero, de un fino chocolate de olor intenso. El tiempo, bien aprovechado y organizado, da opción a mucho más si no se malgasta con indecisiones, con la pereza y el desánimo.
En la calle, mientras regresábamos, acordamos que ella me dejaría cenar tranquilamente para después hacer el trabajo con la mente despejada. El pastelillo estaba magnífico, reciente como nunca, y se deshacía en la boca. Puse el punto final con un vaso de leche y el inevitable lavado de dientes.
Continué la lectura de mi libro, despreocupado del autor, que se empeñaba en decirme que hacía mal, y me lo imaginaba negando con la cabeza. «Tampoco su personaje en El juego del ángel tiene la azotea muy bien amueblada», pensé. Pero claro, la diferencia estribaba en que comparaba un personaje de novela conmigo.
Llevaba un rato leyendo absorto y en plena cascada de sucesos, tan distraído que no recordaba el asunto del deseo. Hasivi se presentó con un pequeño juego de luces —le gustaba darse importancia— y me rogó que dejara el libro. Me dijo que debía pensar en el deseo intensamente, procurando no verbalizarlo; que lo pensara con los ojos cerrados, que lo deseara con todas mis fuerzas, que estuviera seguro de poder conseguirlo.
Después de seguir todas sus indicaciones, empezó.
Se puso en pie con cara de mística y elevó sus brazos. De sus manos, con los dedos separados, brotaban pequeñas chispas que se arrastraba el mismo viento ligero que movía su vestido blanco. No puedo asegurar en qué momento supe que no podía cumplir ningún deseo y hacía todo esto para mantener la ilusión en mí. Además de no ser la ensoñadora magia de los deseos una de sus facultades, tampoco era una de sus virtudes el disimulo, y su pícara expresión, afanada en percibir si me impresionaba, me hizo sonreír por sus buenas intenciones y por todo el afecto que sentía hacia ella.
Momentos después, dibujando una circunferencia, bajó sus brazos extendidos y decretó que había terminado.
—Recuerda que tardarás en empezar a sentir los efectos, porque lo he preparado para que vayan de menos a más y no te afecten mucho los cambios en tus emociones —afirmó, muy segura de lo que hablaba.
—Bueno, me armaré de paciencia, entonces.
—Sí, sí, pero bien armado. Hasta los dientes.
Y los dos nos reímos con toda naturalidad, sin saber si el motivo era la pamplina que habíamos hecho o simplemente porque nos caíamos bien. Cuando nos cansamos de reír, dijo:
—Bueno, he terminado mi trabajo. Debo marcharme. No puedo dejar que me veas y me hables continuamente. No te conviene.
—¿No volveré a verte?
Casi prefería mantener la ilusión y no tener respuesta.
—Seguramente no, pero creo que estaré en tus pensamientos.
—No te quepa duda de eso.
—Adiós.
Su imagen se desvaneció poco a poco. Me saludaba con la mano mirando al sofá en lugar de a mí, y así supe que mi deseo no se había cumplido. Había deseado con todas mis fuerzas que aquellos ojitos recuperasen la vista. Supuse que, anteponiéndola a mi deseo egoísta, cabía la posibilidad de que alguno de los dos saliera beneficiado. Me equivoqué, pero tampoco me sentí culpable por haberlo hecho, sino feliz por ver claridad en un error mío.
Me acosté acompañado de la canica azul, que guardaría para siempre los recuerdos más dulces que nunca tendría. Y me daba igual si eran alucinados.
Cuando desperté al día siguiente, con el cañaveral de luz que surgía de la persiana, supe que había olvidado por completo el protocolo de preparativos habituales de cada noche. No encontré el reloj de pulsera y el de la mesilla, dormido y tapado hasta arriba con la tarjeta Visa a modo de sábana, no quería darme la hora.
Exploré adormilado la mesilla con la mano, como si por sí sola pudiera caminar y hacerme el recado. Uno de mis dedos entró en el anillo donde había quedado la bola y advertí, con extrañeza, una humedad que me hizo incorporarme para ver de qué se trataba. La bola no estaba allí; tan solo unas gotas de agua y algo parecido al ala de una mariposa, con las siguientes palabras, de caligrafía menuda, escritas en su interior:
“A medianoche, mientras dormías,
mis ojos recuperaron la vida.
He velado tus sueños junto a la luna.
Me engañaste y regalaste tu único deseo.
Espero verte algún día,
con el tuyo también cumplido”.
Aquel manuscrito se deshizo entre mis dedos como polvo dorado y desapareció ante mi vista, ya acostumbrada a estos pequeños juegos de artificio. Me tumbé de nuevo, tranquilo, sosegado, y me coloqué boca arriba en la cama. Volví a repasar con satisfacción, en mi memoria, los recuerdos del anochecer con Hasivi.
Dejé que mi pensamiento fluyera por sí solo, procurando no racionalizar lo imposible, pero sí tanteando la forma de ordenar una experiencia de soñador, rayana en lo disparatado, dentro de un marco tan personal como necesario. No encontré mejor lugar ni manera de asimilarlo que observando el pequeño brote de felicidad que germinaba en mi espíritu, confiado y, por primera vez en muchos años, seguro de sí mismo.



No hay comentarios:
Publicar un comentario