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sábado, 5 de julio de 2008

Hasivi (Último capítulo)


La tormenta fue dejando paso a una claridad solar brillante que resaltaba la negra derrota de aquellas nubes en busca de otros aires. Las calles, esmaltadas momentáneamente de agua, invitaban a un paseo que acepté fascinado por la fresca limpieza que se podía respirar. Llevé conmigo la fuente de luz azul, origen de mis alucinaciones. Me decidí en dirección al parque botánico, donde esperaba encontrar la alegría del agua y la luz sobre todos aquellos árboles y plantas en una ocasión singular que no quería dejar pasar. No había caminado más allá de un par de manzanas, cuando la duda me llegó en forma de pastel de chocolate, con su aroma, recién hecho en la mejor pastelería de la ciudad. Giré en la siguiente calle relamiendo el sabor dulce de la nata escondida, cuando pensé que no, que eso podía hacerlo otro día. Algo molesto por mi enésima indecisión, rodeando la manzana para no cambiar bruscamente de dirección, recaí en juicios y valoraciones negativas sobre mi forma de ser. Después de un rato viendo el suelo deslizarse bajo mis pies, enfilé el último tramo antes de llegar a mi destino. Comenzaban a asomarse los primeros árboles entre los dos últimos edificios de cada lado de la calle que bajaba hasta el río, pletórico de fuerzas. Momentos después se abrió extenso el cuadro de jardines recién pintado. Recorrí sus paseos ondulados y moteados de charcos, en busca de algún lugar algo retirado y sin curiosos que, como yo, habían elegido este lugar para mojar sus zapatos. Encontré un paseo junto al río que discurría bajo la sombra de una hilera de grandes árboles. Resbalando divertidas entre las hojas, caían las últimas gotas dispersas y los bancos de madera mojados animaban a seguir caminando, pero encontré un buen lugar para disfrutar mirando al río. Me acomodé metiendo las manos en los bolsillos y encontré la canica sin buscarla. La cogí y antes de que me embaucara a mirar a través de ella, la guardé convencido de que debía lanzarla al río y olvidarme de una vez por todas de aquella locura. Estuve dudando unos instantes. Tomar una decisión, perder tiempo valorando a favor y en contra, sopesando al milímetro y vuelta a empezar. “Hasta para una cosa tan simple dando vueltas, maldita sea…” Miré hacia atrás para comprobar que nadie me vería tirarla y casualmente encontré un hueco en un árbol, el mejor lugar para dejarla. Quedaba fuera de la vista donde la puse y di un paso atrás, volviendo a comprobar que nadie me había visto. Cuando volví la mirada al hueco, allí estaba Hasivi, sentada.

-Vaya, ¿ya no quieres el deseo? –se encogió de hombros, y mostraba cierta resignación.

-No, no quiero seguir este juego de voces en mi cabeza. No quiero que te presentes cuando no te llamo y te marches repentinamente cuando te dé la gana –no había terminado de decirlo y ya me sentía mal por haberlo hecho. Puso cara de indignación y sorpresa

-Vengo cuando me necesitas y no soy yo quien se marcha, eres tú el que se aleja con pensamientos terribles, con deseos contrarios a tu personalidad.

-¿Y qué tiene de malo que quiera ser optimista o decidido?

-Que no te quieres tal como eres, que quieres borrar toda tu vida y que yo la vuelva a dibujar entera. Tu deseo es calamitoso.

-No hace falta borrar nada. Deja el pasado donde está. Hablemos solo del futuro.

-Eso traería consecuencias, te volverías loco, no podrías asimilar una cosa con la otra. El futuro no viene a buscaros, sois vosotros los que vais tras él. El futuro nace en vosotros mismos, en las experiencias que habéis tenido y con ellas conformáis lo que os ofrece cada nuevo día –además de no entender sus palabras, ¿mis palabras?, no estaba dispuesto a aguantar sermones. Di media vuelta y la dejé allí, junto a su canica.

-¿No quieres hablar? ¡Todavía puedes aprender a sentir! –Escuché su voz entristecida y temblorosa, alejándose, y añadió con su voz aflautada- ¿te vas así? ¿No quieres que conceda tu deseo?

Sentía que aquello había terminado. Que ya no tendría más alucinaciones. Que no me mostraría vulnerable ni me engañaría con nada. Solo quería salir de aquel camino para siempre y mientras, un nudo iba atenazando mi garganta. Bajé la vista hacia el suelo y las últimas gotas que cayeron de entre las hojas, acompañaron las que nublaban mis ojos. Salí del camino a los jardines, mi garganta no soportaba más dolor y presión. Las ilusiones se quedaban atrás y mi futuro se presentaba de nuevo vacío y solitario. Una pareja joven que se cruzaba en mi camino, me hizo volver la cabeza para no sentirme observado y seguí adelante con ganas de echar a correr, pero sin fuerza alguna para hacerlo. Mis pasos eran lentos y pesados, arrastrando cadenas sujetas a una gran bola, imposible de llevar. Un extraño mareo me hizo tambalear y tuve que detenerme junto a una fuente. Algo dentro de mí anunciaba con gritos desesperados mi error. Pude perdonarme y eché a correr, alocado, importándome un bledo si parecía raro o no, en busca de mi única amiga, de mi lunática imaginación abandonada. Allí estaba todavía, llorando desconsolada mi hada favorita.

-Hasivi, perdona, siento haberte dejado aquí. –se echó a reír tontamente entre sollozos y parecía muy dolorida. Añadí:

-De verdad que lo siento. Vamos a casa. –se retiró de allí y recogí la canica, fría como la muerte y con su misma piel ausente. Necesitaba apretarla en mi mano para darle el calor que le había robado.

-Creía que te perdía otra vez –y mientras lo decía, se frotaba los ojillos y secaba sus mofletes una y otra vez, sobre una sonrisa quebrada que me partía el corazón.

Volvimos juntos, aunque ya no la veía. Sabía que estaba junto a mí, y podía hablar con ella. Salimos del paseo bajo los árboles a los jardines abiertos, los dos jóvenes que me vieran correr, intercambiaban risitas, haciéndome ver que hablar solo no era normal. Pero me apetecía, estaba haciendo lo que me pedía el cuerpo y los complejos me resbalaban, por primera vez en mucho tiempo. Y.. ¿qué hay normal hoy en día?

-¿Vas a pedirme tu deseo? –ofreció solícita Hasivi con una mezcla de duda que me hacía sentir culpable de mis devaneos paranoicos y quise quitar importancia a lo sucedido, para alejar la sombra del enfado:

-Por supuesto que sí, no te vas a librar. Y además me lo merezco –y ahora era yo el que sabía que ella sonreía, sin mirar su cara, sintiendo su alma. Percibía que se alegraba por mí. Y lo que me resultaba más asombroso era que podía sentir todo aquello sin miedo.

-Claro que te lo mereces. Pero al menos me tienes que dar un tiempo para hacértelo llegar, ¿de acuerdo?

-Trato hecho, en cuanto lleguemos a casa, nos ponemos manos a la obra.

Llegamos a casa, no sin antes comprar uno de aquellos pasteles con un trozo de brazo gitano tumbado, con un sombrero de nata recubierto, todo él, de un fino chocolate de olor intenso. El tiempo, bien aprovechado y organizado, da opción a mucho más si no se malgasta con indecisiones; con la pereza y el desánimo. En la calle, mientras regresábamos, acordamos que ella me dejaría cenar tranquilamente para después hacer el trabajo con la mente despejada. El pastelillo estaba magnífico, reciente como nunca y se deshacía en la boca. Puse el punto final con un vaso de leche y el inevitable lavado de dientes. Continué la lectura de mi libro, despreocupado del autor, que se empeñaba en decirme que hacía mal, y me lo imaginaba negando con la cabeza. “Tampoco su personaje en El juego del ángel tiene la azotea muy bien amueblada”, pensé. Pero claro, la diferencia estribaba en que comparaba un personaje de novela conmigo. 

Llevaba un rato leyendo absorto y en plena cascada de sucesos, tan distraído, que no recordaba el asunto del deseo. Hasivi se presentó con un pequeño juego de luces (le gustaba darse importancia) y me rogó que dejara el libro. Me dijo que debía pensar en el deseo intensamente, procurando no verbalizarlo. Que lo pensara con los ojos cerrados, que lo deseara con todas mis fuerzas, que estuviera seguro de poder conseguirlo y después de seguir todas sus indicaciones, empezó.

Se puso en pie con cara de mística y elevó sus brazos. De sus manos, con los dedos separados, brotaban pequeñas chispas que se arrastraba el mismo viento ligero que movía su vestido blanco. No puedo asegurar en qué momento supe que no podía cumplir ningún deseo y hacía todo esto para mantener la ilusión en mí, porque además de no ser la ensoñadora magia de los deseos una de sus facultades, tampoco era una de sus virtudes el disimulo y, su pícara expresión, afanada en percibir si me impresionaba, me hizo sonreír por sus buenas intenciones y con todo mi afecto hacia ella. Momentos después, dibujando una circunferencia, bajó sus brazos extendidos y decretó que había terminado.

-Recuerda que los efectos tardarás en empezar a sentirlos, porque lo he preparado para que vayan de menos a más y no te afecten mucho los cambios en tus emociones. –y lo afirmó con su cabeza muy segura de lo que hablaba

-Bueno, me armaré de paciencia entonces.

-Si, si, pero bien armado. Hasta los dientes –y los dos nos reímos con toda naturalidad sin saber si el motivo era la pamplina que habíamos hecho o porque nos caíamos bien los dos. Cuando nos cansamos de reír dijo

-Bueno, he terminado mi trabajo. Debo marcharme. No puedo dejar que me veas y me hables continuamente. No te conviene.

-¿No volveré a verte? –casi prefería mantener la ilusión y no tener respuesta

-Seguramente no, pero creo que estaré en tus pensamientos.

-No te quepa duda de eso

-Adiós –y su imagen se desvaneció poco a poco. Me saludaba con la mano mirando al sofá en lugar de a mí, y así supe que mi deseo no se había cumplido. Había deseado con todas mis fuerzas que aquellos ojitos recuperasen la vista. Supuse que anteponiéndola a mi deseo egoísta, cabía la posibilidad de que alguno de los dos saliera beneficiado y me equivoqué, pero tampoco me sentí culpable por haberlo hecho, sino feliz por ver claridad en un error mío. Y me acosté acompañado de la canica azul que guardaría para siempre los recuerdos más dulces que nunca tendría. Y me daba igual si eran alucinados.

Cuando desperté al día siguiente con el cañaveral de luz que surgía de mi persiana, supe que había olvidado por completo el protocolo de preparativos habituales de cada noche. No encontré el reloj de pulsera y el de la mesilla, dormido y tapado hasta arriba con la tarjeta visa a modo de sábana, no quería darme la hora. Exploré adormilado la mesilla con la mano, como si por sí sola pudiera caminar y hacerme el recado. Uno de mis dedos entró en el anillo donde había quedado la bola y advertí con extrañeza una humedad que me hizo incorporar para ver de qué se trataba. La bola no estaba allí, tan solo unas gotas de agua y algo así como el ala de una mariposa, con las siguientes palabras, de caligrafía menuda, escritas en su interior:

“A medianoche mientras dormías,
mis ojos recuperaron la vida.
He velado tus sueños junto a la luna.
Me engañaste y regalaste tu único deseo.
Espero verte algún día, con el tuyo también cumplido”


Aquel manuscrito se deshizo entre mis dedos como polvo dorado y desapareció ante mi vista, acostumbrada ya a estos pequeños juegos de artificio. Me tumbé de nuevo, tranquilo, sosegado, y me coloqué boca arriba en la cama. Volví a pasar con satisfacción en mi memoria, los recuerdos del anochecer con Hasivi. Dejé que mi pensamiento fluyera por sí solo, tratando no de racionalizar lo imposible, pero sí tanteando la forma de ordenar una experiencia de soñador, rayano en lo disparatado, dentro de un marco tan personal como necesario. No encontré mejor lugar y manera de asimilarlo que observando el pequeño brote de felicidad que germinaba en mi espíritu, confiado y, por primera vez en muchos años, seguro de sí mismo.


Dedico este pequeño relato con valor exclusivamente sentimental, a todas las personas que me han ayudado y animado, y siguen haciéndolo, a cambio simplemente de encontrarme cada día mejor.

Gracias especialmente a Hasivi, el hada averiada de mis sueños imaginados.


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