Header

domingo, 6 de julio de 2008

Hasivi (Capítulo 3)




El día siguiente desperté bajo un domingo de cielo plomizo. El sueño a intervalos que me venció entre las seis y las nueve de la mañana no fue suficiente para reponer la maltrecha maquinaria de un cuerpo que hacía lo que podía por no naufragar y seguir avanzando contracorriente, bajo el torpe mando de un capitán que pasaba las horas observando cómo la estela de su barco se perdía en la distancia, en lugar de mirar a proa y ocuparse del rumbo.

Tener cosas por hacer, aunque fueran insidiosas de puro cotidianas, me permitió olvidar temporalmente el encuentro que imaginé con aquella criatura a la que di el nombre de Hasivi. Aunque planeé hacer la limpieza de la casa de forma superficial —tarea repetitiva y sin valor para quienes no la realizan—, me ocupó la mayor parte de la mañana. Mi desenvoltura con la aspiradora consistió en pasarla por cada esquina, sobre cada centímetro de suelo, debajo de cada mueble, detrás de cada puerta y hasta por encima del rodapié. No olvidé las alfombras y me entretuve observando cómo los árboles pedían ayuda moviendo sus brazos bajo la ventisca que los azotaba, mientras nubes negras iban ganando terreno sobre la ciudad… Luego, una ducha tremenda y relajante; un comer cualquier cosa para quitar el hambre; una siesta por necesidad, que no por costumbre; y un despertar acompañado por el goteo persistente en los canalones.

No hay nada como una tarde de lluvia para encerrarse en casa, acompañado de un café caliente y de ese mundo de evasión incomparable: ese libro que nos lleva de acá para allá pidiendo a cambio, tan solo, el minúsculo esfuerzo de pasar bien leídas sus páginas numeradas.

Me acerqué a la ventana para observar cómo el tiempo se dilata al comienzo de una tarde de lluvia pertinaz, mientras un coro rumoroso de gotas contra los cristales interpretaba para mí la mejor música de fondo. Mi libro se había echado un rato sobre el brazo del sofá, boca abajo, invitándome a volver a la página por la que salí de él. En la solapa posterior, Carlos Ruiz Zafón me miraba con gesto interesante. El juego del ángel tiene como personaje principal y narrador a un escritor de talento, David Martín, que arrastra una vida de pena. Me sentía identificado con él, excepto por dos problemas que, contablemente, se resumían en un déficit de talento y un superávit de vanidad (ambas partidas totalmente funestas para una microscópica empresa literaria).

La calle, escasamente iluminada bajo el gris difuso de las nubes, estaba completamente desierta y me recordó aquellas escenas desoladoras de películas de tragedia mundial, donde algún virus aniquila a la población o esta abandona la ciudad ante un ataque nuclear inminente. El resultado es siempre el mismo: calles vacías de vida y tú, el último para contarlo.

De pronto, a través de las cortinas ondulantes que dibujaba el viento en el aguacero, volví a ver a aquella joven criatura. Su figura, como reflejos de luz sobre las gotas, acabé definiéndola infantilmente como un hada, semitransparente y etérea. Para mi sorpresa, me saludaba. Yo, que hasta entonces mantenía los ojos entornados por ese mareo espiritual que en ocasiones permito que me embargue, abrí los párpados como esas persianas autoenrollables que, cuando se te escapan de los dedos, chocan con su mecanismo y dan vueltas sobre sí mismas de forma cómica. No era de noche, no había bola de cristal de por medio, no había dudas, incluso después de mirar a los lados y parpadear con fuerza. Debía sacarme aquello de la cabeza.

Me volví hacia el sofá e intenté retomar la lectura. Estuve tentado de preguntarle a Carlos R. Zafón si él tenía alucinaciones de esta índole, pero opté por no hacerlo, no fuera a ser que obtuviera respuesta. Compuse la cara más falsa de satisfacción que pude y empecé a ver palabras escritas sin sentido alguno.
—No pasa nada, repite el párrafo.
Y repetí. Y repetí. No entendía nada y estaba estropeando la novela vilmente. Cerré los ojos y respiré hondo. Cuando los abrí de nuevo, Hasivi, sentada en el borde superior del libro, dijo:

—Vaya forma de echarme de tu lado ayer. Estoy aquí para ayudarte, ¿sabes?

El reproche resultaba casi insultante y se proclamaba poseedora de la verdad al mostrar las palmas de sus diminutas manos extendidas hacia arriba.

—Oye, Hasivi, ¿sabes la noche que he pasado por tu culpa?

Quise devolver el reproche, disolviéndolo en la alegría de volver a tenerla a mi lado y acallando a mi razón, que pedía a gritos salir de este diálogo para acudir al psiquiatra.

—Mejor di que te has desahogado. Recordar no es el problema; no perdonarse, sí que lo es. Y tú no eres culpable de lo que te pasó.

Aquello sonaba estupendo. Una idea para cogerla al vuelo y sembrarla, con la esperanza de que algún día diera fruto. Me estaba gustando escucharla, y se dio cuenta enseguida.

—Ah, pillín. No puedo verte, pero siento que lo comprendes. Seguro que tienes la cara del niño al que le dicen algo bonito y sonríe como un tontito.

Y en esta ocasión mi sonrisa era nerviosa y abierta. Pero necesitaba saber más de esta niña: si tenía poderes y si me concedería un deseo.

—Y… entonces, ¿eres un hada? Ya sabes, como las de los cuentos.

Arqueé las cejas con la ilusión de que fuera cierto. Ya me daba igual conversar con mi imaginación; empezaba a creer que aquello era auténtico.

—Qué manía tienes con poner etiquetas. Venga, soy un hada. Muchas veces nos llaman así. ¡Y no se te ocurra pedir un deseo!

Vaya castaña. Tenía un hada que solo hablaba por los codos. Me agradaba su carácter replicante.

—No pensaba pedirte nada, pero ya que lo dices, no estaría nada mal un pequeño deseo, de esos que no hacen daño a nadie, que nadie pediría, que solo yo…

—Mira, no es que no quiera, es que no puedo. No podemos cumplir vuestros deseos porque no tenemos esa facultad. ¿Entiendes?

Se esforzaba por hacerme comprender. Pero, incluso con el desagrado que suelo sentir al pedir favores, quise insistir un poco más.

—Vale, si no podéis hacerlo, insistir es perder el tiempo. Pero quizá, si le preguntas a alguien con más mando…

Se tapó la cara con ambas manos, negando con la cabeza.

—Perdona, no sé… creía que…

—Venga, yo lo pregunto. ¿Qué deseas tanto?

La resignación de su voz llevaba la impronta de las cosas imposibles, de la razón que se regala con tal de terminar una disputa baldía. Me creí con el deseo ya concedido y, optimista por una vez, me acomodé en el sofá. Cerré los ojos para pensar bien qué iba a pedir.

—No te pido que borres nada de mi memoria, porque no quiero aprender a vivir de nuevo. Quisiera ser una persona alegre y optimista, decidida; alguien que sabe pedir lo que quiere, dónde, cómo, cuándo y cuánto, y que sabe luchar por ello; confiar en mí mismo y en los demás.

Satisfecho con mi pequeño pero inspirado deseo, abrí los ojos para cruzarme con un Carlos Ruiz Zafón que parecía tener escrito, como en los tebeos, el siguiente pensamiento:
«Hay que ver el daño que han hecho los cuentos de hadas al mundo».

Mi sonrisa de felicidad se fue relajando hasta desaparecer. La mirada, perdida en un espacio vacío, declaraba que el hombre del salón, con un libro entre las manos, estaba esperando el regreso de una ilusión confusa. Un hombre perdido, con el alma hecha jirones entre sueños irreales. Un hombre que no se sabía hombre y que, aunque era un mueble más del salón, no quería llamarse cosa. Cosas todas ellas en el salón con un propósito, excepto yo: una persona solitaria buscando el sentido de su existencia.

Me separé de mi cuerpo y poco a poco me alejé de él sin dejar de mirarlo. Vi al hombre del sofá en la ciudad, rodeada de campos. Seguí viendo a aquel hombre en la memoria, en un país cualquiera, en un planeta azul como mi canica de cristal, tan perdido como yo en el infinito universo que nos rodea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario