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jueves, 10 de julio de 2008

Hasivi (Capítulo 1)

Kajsa Flingling Flinkfeldt


Hace unos días, mis padres salieron de viaje y me encargaron el cuidado de sus plantas, carentes de salud.

Cuando entré en mi antigua casa, todo era silencio y el pasillo recibió la visita mostrando su rechazo habitual con una escasa claridad. Tomé la regadera pensando las veces que mi padre confundió su nombre con el mío, y guardé en un bolsillo la idea de crear arte moderno fundiéndola con la pantalla de plasma.

En la cocina, los aromas inconfundibles del ayer, tan ayer que estaban rancios, me disuadieron de huronear en los armarios en busca de algo para picar. Me centré en la tarea, dejé marchar el agua con óxido por el desagüe y llené la regadera, mientras disfrutaba de ese tufillo a cañerías que algunas casas antiguas destilan con los años.

Siempre que me toca este trabajito, que es siempre, procuro tardar el mínimo tiempo necesario.

Me dirigí al salón, donde una de las cuatro plantas —que por ser tan pocas deberían tener nombre propio— esperaba ansiosa su ración. La casa entera, como siempre abarrotada de cosas, mostraba orgullosa un micrófono junto a una foto, como si la gente del retrato tuviera algo rimbombante que decir.

Tampoco era extraño encontrar su negativo en el cajón de abajo, junto a una pila gastada. O un mando a distancia muerto, debajo de un frasco de ambientador cerrado y también gastado. Todo ello estaba pulverizado superficialmente, con la más fina capa de polvo añejo.

Era y es, una de esas casas donde colocar algo en su sitio, la basura, supondría un acto tildado de genocida, y con grave riesgo para la integridad del autor.

Una vez terminé mi obra de caridad con los escasos tiestos que encontré, me dispuse a salir de la casa de sueño y pesadilla, soledad y llanto. Pero en una columna del salón, una fotografía de mi infancia, me dio el alto.

Me vi allí, como el niño de corta edad y sonrisa inocente que fui. Sobre mi cabeza estaban las de mis hermanos mayores, con gestos que iban desde lo tímido a lo autosuficiente, pasando por lo travieso.

Entonces se me ocurrió mirar otras fotos para buscarme en ellas. Para encontrarme y ver mi cara de niño con ojos nuevos, ya que, aunque nunca me ha gustado ni ser fotografiado ni reconocerme en fotos, pensé que podrían resolver alguna duda sobre mi niñez, difícil de explicar.

¿Masoquismo o añoranza?

Todavía no sé qué me movió a escrutar mi gesto entre las viejas fotografías del cajón.

Encontré una donde soplaba las velas sobre una tarta de cumpleaños, cuando todavía no lloraba en el momento de la canción. Claro que entonces tenía esa edad en que la cabeza produce un desequilibrio, peligroso en aquel instante para la tarta.

También me encontré escondido detrás de mis hermanos en fila, ellos sonrientes, y yo con un gesto vacío que me encogió el ombligo.

Después de comprobar que no había respuesta válida entre aquellas imágenes, ponga usted que ya no quería encontrarla, mientras cerraba el álbum, una foto cayó al suelo.

No me había fijado en ella porque aparecía tan solo mi hermano, mostrando su poderío de karateka aficionado a películas de Bruce Lee. Pero al recogerla, me llamó la atención una de las posesiones de mi hermano al fondo de la imagen: su caja fuerte privada de seguridad asegurada.

Cuando se casó y, algún tiempo después, marchó de casa y heredé todo el espacio de la habitación que compartíamos, dejó tras de sí algunos objetos, que poco a poco recuperó o dejó olvidados. Uno de ellos era ese fortín de acero o caja de los secretos fuertes, en que él confiara antaño.

Decidí internarme en aquella mi antigua celda, para comprobar si finalmente se había llevado su caja de seguridad o, por el contrario, seguía en su oscuro rincón.

La caja seguía en su sitio. Sabía que, al marcharse mi hermano, la caja quedó custodiando un llavero, una pluma oxidada marca Montblanc de imitación, una moneda portuguesa de un escudo y un encendedor de plástico gentileza de Winston.

Sentí un extraño deseo de volver a abrir la caja, esta vez sin usar alambres ni otros trucos, porque las llaves quedaron en su cajón particular. Con un corto chirrido y un vistazo, supe que las joyitas seguían a buen recaudo, pero había un objeto nuevo que no recordaba: una canica azul.

Cuando la cogí y miré a través de ella hacia la luz del sol, descubrí una esfera de azul intenso, con una curiosa forma estriada que se dirigía hacia el centro desde todos los puntos. En el centro, una segunda esfera de color negro fue lo que más me asombró, porque el negro interior no reflejaba la luz, sino que parecía absorberla.

Embobado como estaba examinándola, de pronto tuve la sensación de entrever una joven mirándome justo frente a mí. Imaginaciones.

Decidí quedarme aquella bola perfecta de cristal y, tras colocar todo en su lugar, me marché decididamente, procurando esquivar los recuerdos que me asediaban sin descanso en cada rincón.

Tenía la certeza de que nadie iba a preguntar por la canica, de la misma forma que comencé a creer, quizá por un ataque de fantasía pueril, que contenía algún misterio aún sin descubrir. Además, parecía llevar tiempo esperando aquel preciso momento y que solo yo sabría distinguir su categoría entre semejantes compañeros de cuarto.

De regreso a mi casa, la desvanecida imagen instantánea del insólito ente que me contemplaba desde el otro lado de la pequeña burbuja azul, quería tomar forma en mi cabeza.

Después de recibir una sonora pitada de un coche que hubo de frenar en seco para no llevarme por delante, y tras escuchar las lindezas que su conductor me dedicó, mientras se atornillaba la sien con un dedo, dejé las elucubraciones y suposiciones para otra ocasión con menos riesgo.

Cuando llegué, puse la canica dentro de un anillo que había en mi mesilla de noche para evitar que rodara hasta el suelo. Me dediqué a preparar la cena, trabajo harto complicado: pan de molde, york con queso y agua.

No hay nada como hacer bien las cosas simples de la vida.

Pensar en esta idea dibujó en mi cara una sonrisa condescendiente. Reconocer tus debilidades, admitirlas y dejarte llevar por ellas perezosamente, supone tan solo un pequeño descuento de tus créditos personales. Siempre habrá tiempo para mejorar.

Aquel día de abril, no daba para más. La noche extendía silenciosamente su capa negra sobre la ciudad, que ofrecía una frágil resistencia prendiendo sus farolas incandescentes, y formando esa bruma luminosa que invita al sueño.

lunes, 7 de julio de 2008

Hasivi (Capítulo 2)



Gran parte de nuestra vida transcurre en la cama, con momentos felices, divertidos, de placer y descanso, y por supuesto con momentos no tan buenos. Hay incluso vendedores de colchones que garantizan la felicidad, como si el único obstáculo para conseguirla estuviera al alcance de todos. Yo, sin embargo, había orientado mi mecanismo de esperanza hacia la pequeña canica azul que esperaba junto a mi cama.

El cuarto bostezo de la noche se mezcló con la sonrisa que me provocaba comprobar que mi imaginación funcionaba de nuevo con las cosas simples. Dispuse la persiana para sellar el paso de toda luz, me puse mi pijama amplio de hipopótamos regordetes y sonrosados —contrapunto a mi esquelética figura— y tapé las irritantes luces del reloj digital de la mesilla con la tarjeta de crédito VISA que jamás iba a activar. El teléfono móvil apagado, el reloj Casio de pulsera a su lado, la sábana hasta el cuello, piernas encogidas, manos bajo la almohada… y todo el ritual listo para la cita con Morfeo.

Sin camas transformadas en naves espaciales, sin recuerdos tristes a cuestas, sin héroes noveles buscando la fama, sin ensoñaciones alucinadas sobre amores pasionales de naturaleza mundana, sin riquezas de la isla del tesoro ni herencias llegadas de familiares y países remotos, sin éxitos empresariales de ámbito multinacional para combatir el hambre y la enfermedad en el mundo, sin percepciones extrasensoriales para frustrar los peores planes terroristas y, en definitiva, sin pensamientos claros en ningún sentido, cerré los ojos y esperé.

Frecuentemente, y sin ser plenamente consciente, abro los ojos para comprobar que no hay luz, pero en la mesilla localicé un objetivo luminoso. Sin inmutarme lo más mínimo, inicié mi habitual análisis científico-detectivesco de la situación. Primero culpé a la fluorescencia del teclado del móvil, pero estaba boca abajo y solo se distinguía su paupérrima claridad verdosa mirándolo de reojo. Luego pensé en el reloj digital, cuyos días estaban contados: entre perder la hora con cada corte de corriente y esos números avanzando impasibles, inundando de claridad la habitación, había colmado la escasa paciencia que le concedí. Pero la VISA era una entidad sólida, y pretendía ser firme candidata a ganarse mis atenciones.

Iba escaso de argumentos y miré, sin parpadear, la bola de cristal. Poco a poco comprobé que la luz azul brotaba de ella, tomando forma frente a mí. El tono quedó limitado a la pequeña bola, y el resto de aquel velo luminiscente adquirió color mientras perfilaba el rostro infantil de una niña con un encanto ingenuo y natural. Sus ojos concentraban una hermosura sin igual, pero no miraban a ninguna parte. Su cuerpo, poco a poco, se reveló semejante al de un ángel, cubierto con un atuendo blanco y delicado. Era un ser del tamaño de un duende y estaba de pie sobre mi mesilla.

Cuando mi gesto empezaba a mostrar extrañeza, e hice amago de tender la mano hacia ella, escuché su voz:

—Buenas noches. ¿Ya era hora de que me atendieras, no? —su voz, suave como un susurro, con una simpatía fresca y casi desvergonzada, hacía menos chocante la visión que tenía delante. Me preocupaba aquella situación porque no podía ubicarla en ninguna página de mi extenso, aunque viejo y olvidado, catálogo de brillantes puertas y puentes de fantasía hacia sueños felices.

—¿No vas a contestar? Vale. Tú tranquilo, tómate el tiempo que quieras, porque llevo esperando este momento muchos años, ¿sabes?

Pensé que, a fin de cuentas, mi imaginación era magnífica y tenía que estar atento para recordar el diálogo con idea de escribirlo. Solo se me ocurrió preguntar:

—¿Eres una alucinación?

—Pues no. Ni soy lo que ves, ni puedes ver lo que soy, pero eso no importa. Lo principal es que tú comienzas a ver y a ser.

—¿Eres un espíritu? —qué otra cosa sino. Casi prefería que no fuera cierto.

—No escuchas. Te digo que no importa lo que soy —se sentó, cansada, sobre el reloj de la mesilla y puso morritos, mostrando preocupación y tristeza. Cierto era que había oído, pero no había escuchado.

—Perdona, es que no tengo costumbre de hablar con “entes” luminosos. ¿Tienes nombre? —pregunté mientras me incorporaba. Entonces giró la cabeza hacia mí, pero sus ojos no hablaban con los míos.

—Me llamo Hasivi.

—Ya. Suena como árabe. Yo me llamo…

—Sé cómo te llamas. Te conozco desde hace años —interrumpió.

—¿Sí? Pues no te recuerdo. ¿De cuántos años hablas?

—De cuando tenías imaginación. De cuando eras un niño de ocho años.

—Sigo teniendo imaginación —repliqué.

—No como cuando te conocí. Me acerqué a ti porque tenías sueños vivos, porque tus ojos limpios brillaban de día y tu corazón desbordaba ilusiones —hizo una pausa esperando mi reacción y volvió a ponerse de pie. Yo no dije nada; sus palabras me dejaron mudo. Continuó—. No lo recuerdas, pero juntos construimos una nave espacial con la que tú me llevaste a lugares increíbles. Con ella, muchas noches pasabas de soñar a estar soñando sin darte cuenta. Te empeñaste en pintar los mandos en una hoja, ¿te acuerdas de esa hoja?

—Sí. Me pareció muy simple y acabé por romperla.

—No. Dejaste de tener ilusión, y toda aquella maquinaria —que era auténtica— se transformó ante tus ojos en un papel con dibujos sencillos que no comprendías.

Volví a quedarme mudo. Tenía razón. Lo sabía perfectamente, pero no quería reconocerlo. Añadió:

—Y no fue culpa tuya. Yo quise ayudarte, pero ya no querías verme. Estuve observando tus sueños nuevos, pero eran… terriblemente oscuros. Aquellas cosas que imaginabas nos hicieron tanto daño que, en tu corazón, se fueron marchitando las ilusiones; y cuando quise limpiar tus ojos turbios, los míos perdieron la vida.

Bajé la cabeza y, vagamente, miré mis manos cruzadas sobre mis piernas. Las imágenes del pasado acudieron con fuerza, golpeándome el pecho, los recuerdos dolorosos que siempre procuraba disfrazar de nimiedad, la angustia apretando la garganta, las lágrimas abriéndose camino por mis mejillas…

Estaba solo, en mi cama solitaria.
Una canica azul robada, dentro de un anillo abandonado.
Unas lágrimas borradas sobre la espalda de una mano temblorosa.
Un cuerpo abatido dejándose caer sobre una fría almohada con olor a ausencia.
Una mente herida por un pasado sin sentido, un loco abrazándose a una noche eterna, en espera de la aurora.

domingo, 6 de julio de 2008

Hasivi (Capítulo 3)




El día siguiente desperté bajo un domingo de cielo plomizo. El sueño a intervalos que me venció entre las seis y las nueve de la mañana no fue suficiente para reponer la maltrecha maquinaria de un cuerpo que hacía lo que podía por no naufragar y seguir avanzando contracorriente, bajo el torpe mando de un capitán que pasaba las horas observando cómo la estela de su barco se perdía en la distancia, en lugar de mirar a proa y ocuparse del rumbo.

Tener cosas por hacer, aunque fueran insidiosas de puro cotidianas, me permitió olvidar temporalmente el encuentro que imaginé con aquella criatura a la que di el nombre de Hasivi. Aunque planeé hacer la limpieza de la casa de forma superficial —tarea repetitiva y sin valor para quienes no la realizan—, me ocupó la mayor parte de la mañana. Mi desenvoltura con la aspiradora consistió en pasarla por cada esquina, sobre cada centímetro de suelo, debajo de cada mueble, detrás de cada puerta y hasta por encima del rodapié. No olvidé las alfombras y me entretuve observando cómo los árboles pedían ayuda moviendo sus brazos bajo la ventisca que los azotaba, mientras nubes negras iban ganando terreno sobre la ciudad… Luego, una ducha tremenda y relajante; un comer cualquier cosa para quitar el hambre; una siesta por necesidad, que no por costumbre; y un despertar acompañado por el goteo persistente en los canalones.

No hay nada como una tarde de lluvia para encerrarse en casa, acompañado de un café caliente y de ese mundo de evasión incomparable: ese libro que nos lleva de acá para allá pidiendo a cambio, tan solo, el minúsculo esfuerzo de pasar bien leídas sus páginas numeradas.

Me acerqué a la ventana para observar cómo el tiempo se dilata al comienzo de una tarde de lluvia pertinaz, mientras un coro rumoroso de gotas contra los cristales interpretaba para mí la mejor música de fondo. Mi libro se había echado un rato sobre el brazo del sofá, boca abajo, invitándome a volver a la página por la que salí de él. En la solapa posterior, Carlos Ruiz Zafón me miraba con gesto interesante. El juego del ángel tiene como personaje principal y narrador a un escritor de talento, David Martín, que arrastra una vida de pena. Me sentía identificado con él, excepto por dos problemas que, contablemente, se resumían en un déficit de talento y un superávit de vanidad (ambas partidas totalmente funestas para una microscópica empresa literaria).

La calle, escasamente iluminada bajo el gris difuso de las nubes, estaba completamente desierta y me recordó aquellas escenas desoladoras de películas de tragedia mundial, donde algún virus aniquila a la población o esta abandona la ciudad ante un ataque nuclear inminente. El resultado es siempre el mismo: calles vacías de vida y tú, el último para contarlo.

De pronto, a través de las cortinas ondulantes que dibujaba el viento en el aguacero, volví a ver a aquella joven criatura. Su figura, como reflejos de luz sobre las gotas, acabé definiéndola infantilmente como un hada, semitransparente y etérea. Para mi sorpresa, me saludaba. Yo, que hasta entonces mantenía los ojos entornados por ese mareo espiritual que en ocasiones permito que me embargue, abrí los párpados como esas persianas autoenrollables que, cuando se te escapan de los dedos, chocan con su mecanismo y dan vueltas sobre sí mismas de forma cómica. No era de noche, no había bola de cristal de por medio, no había dudas, incluso después de mirar a los lados y parpadear con fuerza. Debía sacarme aquello de la cabeza.

Me volví hacia el sofá e intenté retomar la lectura. Estuve tentado de preguntarle a Carlos R. Zafón si él tenía alucinaciones de esta índole, pero opté por no hacerlo, no fuera a ser que obtuviera respuesta. Compuse la cara más falsa de satisfacción que pude y empecé a ver palabras escritas sin sentido alguno.
—No pasa nada, repite el párrafo.
Y repetí. Y repetí. No entendía nada y estaba estropeando la novela vilmente. Cerré los ojos y respiré hondo. Cuando los abrí de nuevo, Hasivi, sentada en el borde superior del libro, dijo:

—Vaya forma de echarme de tu lado ayer. Estoy aquí para ayudarte, ¿sabes?

El reproche resultaba casi insultante y se proclamaba poseedora de la verdad al mostrar las palmas de sus diminutas manos extendidas hacia arriba.

—Oye, Hasivi, ¿sabes la noche que he pasado por tu culpa?

Quise devolver el reproche, disolviéndolo en la alegría de volver a tenerla a mi lado y acallando a mi razón, que pedía a gritos salir de este diálogo para acudir al psiquiatra.

—Mejor di que te has desahogado. Recordar no es el problema; no perdonarse, sí que lo es. Y tú no eres culpable de lo que te pasó.

Aquello sonaba estupendo. Una idea para cogerla al vuelo y sembrarla, con la esperanza de que algún día diera fruto. Me estaba gustando escucharla, y se dio cuenta enseguida.

—Ah, pillín. No puedo verte, pero siento que lo comprendes. Seguro que tienes la cara del niño al que le dicen algo bonito y sonríe como un tontito.

Y en esta ocasión mi sonrisa era nerviosa y abierta. Pero necesitaba saber más de esta niña: si tenía poderes y si me concedería un deseo.

—Y… entonces, ¿eres un hada? Ya sabes, como las de los cuentos.

Arqueé las cejas con la ilusión de que fuera cierto. Ya me daba igual conversar con mi imaginación; empezaba a creer que aquello era auténtico.

—Qué manía tienes con poner etiquetas. Venga, soy un hada. Muchas veces nos llaman así. ¡Y no se te ocurra pedir un deseo!

Vaya castaña. Tenía un hada que solo hablaba por los codos. Me agradaba su carácter replicante.

—No pensaba pedirte nada, pero ya que lo dices, no estaría nada mal un pequeño deseo, de esos que no hacen daño a nadie, que nadie pediría, que solo yo…

—Mira, no es que no quiera, es que no puedo. No podemos cumplir vuestros deseos porque no tenemos esa facultad. ¿Entiendes?

Se esforzaba por hacerme comprender. Pero, incluso con el desagrado que suelo sentir al pedir favores, quise insistir un poco más.

—Vale, si no podéis hacerlo, insistir es perder el tiempo. Pero quizá, si le preguntas a alguien con más mando…

Se tapó la cara con ambas manos, negando con la cabeza.

—Perdona, no sé… creía que…

—Venga, yo lo pregunto. ¿Qué deseas tanto?

La resignación de su voz llevaba la impronta de las cosas imposibles, de la razón que se regala con tal de terminar una disputa baldía. Me creí con el deseo ya concedido y, optimista por una vez, me acomodé en el sofá. Cerré los ojos para pensar bien qué iba a pedir.

—No te pido que borres nada de mi memoria, porque no quiero aprender a vivir de nuevo. Quisiera ser una persona alegre y optimista, decidida; alguien que sabe pedir lo que quiere, dónde, cómo, cuándo y cuánto, y que sabe luchar por ello; confiar en mí mismo y en los demás.

Satisfecho con mi pequeño pero inspirado deseo, abrí los ojos para cruzarme con un Carlos Ruiz Zafón que parecía tener escrito, como en los tebeos, el siguiente pensamiento:
«Hay que ver el daño que han hecho los cuentos de hadas al mundo».

Mi sonrisa de felicidad se fue relajando hasta desaparecer. La mirada, perdida en un espacio vacío, declaraba que el hombre del salón, con un libro entre las manos, estaba esperando el regreso de una ilusión confusa. Un hombre perdido, con el alma hecha jirones entre sueños irreales. Un hombre que no se sabía hombre y que, aunque era un mueble más del salón, no quería llamarse cosa. Cosas todas ellas en el salón con un propósito, excepto yo: una persona solitaria buscando el sentido de su existencia.

Me separé de mi cuerpo y poco a poco me alejé de él sin dejar de mirarlo. Vi al hombre del sofá en la ciudad, rodeada de campos. Seguí viendo a aquel hombre en la memoria, en un país cualquiera, en un planeta azul como mi canica de cristal, tan perdido como yo en el infinito universo que nos rodea.

sábado, 5 de julio de 2008

Hasivi (Último capítulo)



La tormenta fue dejando paso a una claridad solar brillante que resaltaba la negra derrota de aquellas nubes en busca de otros aires. Las calles, esmaltadas momentáneamente de agua, invitaban a un paseo que acepté fascinado por la fresca limpieza que se respiraba. Llevé conmigo la fuente de luz azul, origen de mis alucinaciones. Me decidí en dirección al parque botánico, donde esperaba encontrar la alegría del agua y la luz sobre árboles y plantas, en una ocasión singular que no quería dejar pasar.

No había caminado más allá de un par de manzanas cuando la duda me llegó en forma de pastel de chocolate, con su aroma recién hecho, salido de la mejor pastelería de la ciudad. Giré en la siguiente calle, relamiendo el sabor dulce de la nata escondida, cuando pensé que no, que eso podía hacerlo otro día. Algo molesto por mi enésima indecisión, rodeando la manzana para no cambiar bruscamente de dirección, recaí en juicios y valoraciones negativas sobre mi forma de ser.

Después de un rato viendo el suelo deslizarse bajo mis pies, enfilé el último tramo antes de llegar a mi destino. Comenzaban a asomarse los primeros árboles entre los dos últimos edificios de cada lado de la calle que bajaba hasta el río, pletórico de fuerzas. Momentos después se abrió, extenso, el cuadro de jardines recién pintado. Recorrí sus paseos ondulados y moteados de charcos, en busca de algún lugar algo retirado y sin curiosos que, como yo, habían elegido este lugar para mojarse los zapatos.

Encontré un paseo junto al río que discurría bajo la sombra de una hilera de grandes árboles. Resbalando divertidas entre las hojas, caían las últimas gotas dispersas, y los bancos de madera mojados animaban a seguir caminando, pero encontré un buen lugar para detenerme y disfrutar mirando al río. Me acomodé metiendo las manos en los bolsillos y encontré la canica sin buscarla. La cogí y, antes de que me embaucara a mirar a través de ella, la guardé convencido de que debía lanzarla al río y olvidarme de una vez por todas de aquella locura.

Estuve dudando unos instantes. Tomar una decisión, perder tiempo valorando a favor y en contra, sopesando al milímetro… y vuelta a empezar.

—Hasta para una cosa tan simple doy vueltas, maldita sea…

Miré hacia atrás para comprobar que nadie me vería tirarla y, casualmente, encontré un hueco en un árbol, el mejor lugar para dejarla. Quedaba fuera de la vista donde la puse y di un paso atrás, volviendo a comprobar que nadie me había visto. Cuando volví la mirada al hueco, allí estaba Hasivi, sentada.

—Vaya, ¿ya no quieres el deseo? —se encogió de hombros y mostró cierta resignación.

—No. No quiero seguir este juego de voces en mi cabeza. No quiero que te presentes cuando no te llamo y te marches repentinamente cuando te da la gana.

No había terminado de decirlo y ya me sentía mal por haberlo hecho. Puso cara de indignación y sorpresa.

—Vengo cuando me necesitas y no soy yo quien se marcha: eres tú el que se aleja con pensamientos terribles, con deseos contrarios a tu personalidad.

—¿Y qué tiene de malo que quiera ser optimista o decidido?

—Que no te quieres tal como eres; que quieres borrar toda tu vida y que yo la vuelva a dibujar entera. Tu deseo es calamitoso.

—No hace falta borrar nada. Deja el pasado donde está. Hablemos solo del futuro.

—Eso traería consecuencias. Te volverías loco; no podrías asimilar una cosa con la otra. El futuro no viene a buscaros: sois vosotros los que vais tras él. El futuro nace en vosotros mismos, en las experiencias que habéis tenido, y con ellas conformáis lo que os ofrece cada nuevo día.

Además de no entender sus palabras —¿mis palabras?—, no estaba dispuesto a aguantar sermones. Di media vuelta y la dejé allí, junto a su canica.

—¿No quieres hablar? ¡Todavía puedes aprender a sentir! —escuché su voz entristecida y temblorosa, alejándose—. ¿Te vas así? ¿No quieres que conceda tu deseo?

Sentía que aquello había terminado. Que ya no tendría más alucinaciones. Que no me mostraría vulnerable ni me engañaría con nada. Solo quería salir de aquel camino para siempre y, mientras, un nudo iba atenazando mi garganta. Bajé la vista hacia el suelo y las últimas gotas que cayeron de entre las hojas acompañaron a las que nublaban mis ojos.

Salí del camino hacia los jardines. Mi garganta no soportaba más dolor ni presión. Las ilusiones se quedaban atrás y mi futuro se presentaba de nuevo vacío y solitario. Una pareja joven que se cruzaba en mi camino me hizo volver la cabeza para no sentirme observado y seguí adelante con ganas de echar a correr, pero sin fuerza alguna para hacerlo. Mis pasos eran lentos y pesados, arrastrando cadenas sujetas a una gran bola imposible de llevar.

Un extraño mareo me hizo tambalear y tuve que detenerme junto a una fuente. Algo dentro de mí anunciaba, con gritos desesperados, mi error. Pude perdonarme y eché a correr, alocado, importándome un bledo si parecía raro o no, en busca de mi única amiga, de mi lunática imaginación abandonada. Allí estaba todavía, llorando desconsolada, mi hada favorita.

—Hasivi, perdona, siento haberte dejado aquí.

Se echó a reír tontamente entre sollozos y parecía muy dolorida.

—De verdad que lo siento. Vamos a casa.

Se retiró de allí y recogí la canica, fría como la muerte y con su misma piel ausente. Necesitaba apretarla en mi mano para devolverle el calor que le había robado.

—Creía que te perdía otra vez —dijo mientras se frotaba los ojillos y secaba sus mofletes una y otra vez, sobre una sonrisa quebrada que me partía el corazón.

Volvimos juntos, aunque ya no la veía. Sabía que estaba junto a mí y podía hablar con ella. Salimos del paseo bajo los árboles a los jardines abiertos. Los dos jóvenes que me vieron correr intercambiaban risitas, haciéndome ver que hablar solo no era normal. Pero me apetecía: estaba haciendo lo que me pedía el cuerpo y los complejos me resbalaban, por primera vez en mucho tiempo. Y… ¿qué hay normal hoy en día?

—¿Vas a pedirme tu deseo? —ofreció solícita Hasivi, con una mezcla de duda que me hacía sentir culpable de mis devaneos paranoicos.

Quise quitar importancia a lo sucedido, para alejar la sombra del enfado.

—Por supuesto que sí. No te vas a librar. Y además me lo merezco.

Y ahora era yo quien sabía que ella sonreía, sin mirar su cara, sintiendo su alma. Percibía que se alegraba por mí. Y lo que me resultaba más asombroso era que podía sentir todo aquello sin miedo.

—Claro que te lo mereces. Pero al menos tienes que darme un tiempo para hacértelo llegar, ¿de acuerdo?

—Trato hecho. En cuanto lleguemos a casa, nos ponemos manos a la obra.

Llegamos a casa, no sin antes comprar uno de aquellos pasteles con un trozo de brazo gitano tumbado, coronado por un sombrero de nata y recubierto, entero, de un fino chocolate de olor intenso. El tiempo, bien aprovechado y organizado, da opción a mucho más si no se malgasta con indecisiones, con la pereza y el desánimo.

En la calle, mientras regresábamos, acordamos que ella me dejaría cenar tranquilamente para después hacer el trabajo con la mente despejada. El pastelillo estaba magnífico, reciente como nunca, y se deshacía en la boca. Puse el punto final con un vaso de leche y el inevitable lavado de dientes.

Continué la lectura de mi libro, despreocupado del autor, que se empeñaba en decirme que hacía mal, y me lo imaginaba negando con la cabeza. «Tampoco su personaje en El juego del ángel tiene la azotea muy bien amueblada», pensé. Pero claro, la diferencia estribaba en que comparaba un personaje de novela conmigo.

Llevaba un rato leyendo absorto y en plena cascada de sucesos, tan distraído que no recordaba el asunto del deseo. Hasivi se presentó con un pequeño juego de luces —le gustaba darse importancia— y me rogó que dejara el libro. Me dijo que debía pensar en el deseo intensamente, procurando no verbalizarlo; que lo pensara con los ojos cerrados, que lo deseara con todas mis fuerzas, que estuviera seguro de poder conseguirlo.

Después de seguir todas sus indicaciones, empezó.

Se puso en pie con cara de mística y elevó sus brazos. De sus manos, con los dedos separados, brotaban pequeñas chispas que se arrastraba el mismo viento ligero que movía su vestido blanco. No puedo asegurar en qué momento supe que no podía cumplir ningún deseo y hacía todo esto para mantener la ilusión en mí. Además de no ser la ensoñadora magia de los deseos una de sus facultades, tampoco era una de sus virtudes el disimulo, y su pícara expresión, afanada en percibir si me impresionaba, me hizo sonreír por sus buenas intenciones y por todo el afecto que sentía hacia ella.

Momentos después, dibujando una circunferencia, bajó sus brazos extendidos y decretó que había terminado.

—Recuerda que tardarás en empezar a sentir los efectos, porque lo he preparado para que vayan de menos a más y no te afecten mucho los cambios en tus emociones —afirmó, muy segura de lo que hablaba.

—Bueno, me armaré de paciencia, entonces.

—Sí, sí, pero bien armado. Hasta los dientes.

Y los dos nos reímos con toda naturalidad, sin saber si el motivo era la pamplina que habíamos hecho o simplemente porque nos caíamos bien. Cuando nos cansamos de reír, dijo:

—Bueno, he terminado mi trabajo. Debo marcharme. No puedo dejar que me veas y me hables continuamente. No te conviene.

—¿No volveré a verte?

Casi prefería mantener la ilusión y no tener respuesta.

—Seguramente no, pero creo que estaré en tus pensamientos.

—No te quepa duda de eso.

—Adiós.

Su imagen se desvaneció poco a poco. Me saludaba con la mano mirando al sofá en lugar de a mí, y así supe que mi deseo no se había cumplido. Había deseado con todas mis fuerzas que aquellos ojitos recuperasen la vista. Supuse que, anteponiéndola a mi deseo egoísta, cabía la posibilidad de que alguno de los dos saliera beneficiado. Me equivoqué, pero tampoco me sentí culpable por haberlo hecho, sino feliz por ver claridad en un error mío.

Me acosté acompañado de la canica azul, que guardaría para siempre los recuerdos más dulces que nunca tendría. Y me daba igual si eran alucinados.

Cuando desperté al día siguiente, con el cañaveral de luz que surgía de la persiana, supe que había olvidado por completo el protocolo de preparativos habituales de cada noche. No encontré el reloj de pulsera y el de la mesilla, dormido y tapado hasta arriba con la tarjeta Visa a modo de sábana, no quería darme la hora.

Exploré adormilado la mesilla con la mano, como si por sí sola pudiera caminar y hacerme el recado. Uno de mis dedos entró en el anillo donde había quedado la bola y advertí, con extrañeza, una humedad que me hizo incorporarme para ver de qué se trataba. La bola no estaba allí; tan solo unas gotas de agua y algo parecido al ala de una mariposa, con las siguientes palabras, de caligrafía menuda, escritas en su interior:

“A medianoche, mientras dormías,
mis ojos recuperaron la vida.
He velado tus sueños junto a la luna.
Me engañaste y regalaste tu único deseo.
Espero verte algún día,
con el tuyo también cumplido”.

Aquel manuscrito se deshizo entre mis dedos como polvo dorado y desapareció ante mi vista, ya acostumbrada a estos pequeños juegos de artificio. Me tumbé de nuevo, tranquilo, sosegado, y me coloqué boca arriba en la cama. Volví a repasar con satisfacción, en mi memoria, los recuerdos del anochecer con Hasivi.

Dejé que mi pensamiento fluyera por sí solo, procurando no racionalizar lo imposible, pero sí tanteando la forma de ordenar una experiencia de soñador, rayana en lo disparatado, dentro de un marco tan personal como necesario. No encontré mejor lugar ni manera de asimilarlo que observando el pequeño brote de felicidad que germinaba en mi espíritu, confiado y, por primera vez en muchos años, seguro de sí mismo.



Dedico este pequeño relato con valor exclusivamente sentimental, a todas las personas que me han ayudado y animado, y siguen haciéndolo, a cambio simplemente de encontrarme cada día mejor.

Gracias especialmente a Hasivi, el hada averiada de mis sueños imaginados.